Ernesto Priani
Saisó
Un asesino
padece siempre un cierto grado de locura, aunque no por ello ha de ser menos
calculador ni más cobarde.
En el
fondo, puede tratarse de alguien exactamente igual que tú y que yo.
Wallander
¿Puede el mal
ser objeto de nuestra cotidianidad? Esto es, ¿puede ser materia de trabajo,
objeto de atención mediática, rasgo característico de uno mismo, en fin, un
trozo de nuestra realidad diaria a la que no escinde, ni realmente atemoriza?
La
respuesta es si. Y se sostiene en una descripción del cambio en la
representación del mal en la literatura durante el último siglo, y en el modo
como la televisión, ese medio que nos esforzamos en minimizar, nos arroja todos
los días una reflexión sobre el mal.
Pero
permítanme, primero, presentarles al inspector Kurt Wallander. El es detective
en la zona de Malmo, al sur de Suecia. Como muchos de nosotros es un hombre
aquejado por los problemas que acompañan la vida moderna: la soledad tras el
divorcio, la incomprensión de la hija adolescente, la indiferencia de los
compañeros de trabajo, los problemas de salud, el alcohol…
A pesar
de ello, o tal vez mejor, junto con ellos, tiene como parte de su trabajo que
enfrentarse al mal. Sólo que éste ha dejado de ser visto como una entidad
substancial, como un algo o un alguien definido. Porque en la serie de novelas
protagonizadas por Wallander, escritas por Henning Mankell, el mal merece la
misma atención que la fatiga personal, las dudas sobre el futuro, el jefe
molesto y los problemas administrativos. En otras palabras, el mal no llega a
rebasar la simple cotidianeidad, como uno más de los avatares de la vida
diaria.
Y uno no puede
menos que sorprenderse por el contraste que este retrato del mal genera si lo
comparamos, aunque sea de manera superficial, con el que nos arrojan la novela
policíaca y criminal, desde sus orígenes en el siglo XIX hasta finales de la
década de los años ochenta.
Por
ejemplo, pensemos en la cotidianidad de Wallander y comparémosla con las
personalidades excepcionales de un Dr. Jekyll, capaz de crear una fórmula que
lo convierte en Mr. Hyde, o de un Dorian Gray, que aprovecha las cualidades de
un retrato para llevar a cabo una vida desenfrenada, mientras su imagen es la
que envejece y se cubre con las llagas del pecado.
Y qué
decir del vínculo del solitario detective al que trastorna la demencia senil de
su padre, frente a los agentes del FBI que deben recurrir a Anibal Caníbal para
destruir esos portentos del mal que son los asesinos múltiples en El
silencio de los inocentes y el Dragón Rojo de Thomas
Harris o aquel famoso yupee asesino al que nadie detiene en American
Pycho de Bret Easton Ellis.
Hará
falta, por supuesto, una lectura mucho más detallada y profunda de este cambio
en la novela criminal y policíaca para darse cuenta, de manera cabal, de cómo
con el paso del tiempo los detectives y los criminales van transformándose.
Porque
esa inquietud por el mal, por la mente malvada, por la identidad de lo
negativo, incluso por la cualidad de vacuidad del mal en el caso de Easton
Ellis, ceden finalmente su lugar a una especie de relato del mal como objeto de
lo cotidiano. El mal que se reabsorbe en lo normal, en el día cualquiera y que
cualquiera puede encarnar sin asombrarse, o pensar que uno mismo sea “otro”.
Permítanme
ahora introducir a los Soprano. El padre de esta singular familia de los
suburbios de New Jersey es Anthony Soprano. Su trabajo, o mejor, su manera de
procurarse el sustento es el de capitanear a la mafia en Nueva Jersey. Es
despiadado y en ocasiones cruel. Es capaz de matar con sus propias manos y de
entregarse a sus apetitos más bajos. Pero es padre de una familia de cuatro miembros,
que sufre ataques de pánico que lo llevan al sillón del psicoanalista. Pese a
ser temido y poderoso en la calle, tiene problemas con la esposa como los que
tendríamos tu o yo. Y qué decir con los hijos adolescentes, uno de los cuales
ni siquiera entiende bien a qué se dedica su padre, pero por los que, de una
manera u otra se esfuerza. Un personaje pues, que vive la tensión constante que
produce su proximidad con el mal y su anhelo de ser un buen padre de familia.
En este
protagónico de una de las series de televisión con mayor éxito en los últimos
años, creada por David Chase, encontramos un rasgo más del retrato
contemporáneo del mal: el que la parte maldita no constituye, bajo ningún
sentido, un otro.
Tony
Soprano choca, por eso con Jekyill y Hyde y con Dorian Gray. También con esa
“otredad” del criminal que nos revela ese Virgilio del nuevo infierno llamado
Aníbal Caníbal, a un tiempo psicólogo lúcido y loco. En todos estos casos, el
mal es una suerte de “otro” dentro del hombre común, una escisión de la persona
en dos naturalezas distintas. La que obedece a la lucidez y la que sigue a la
oscuridad. En cambio, Soprano, el vecino de los Cusamano, es el mismo cuando
cena los domingo con su familia y que cuando rompe el cuello al perverso novio
de su hermana. Aquí el mal no escinde nada, no sobrepone personalidades, es
sólo un aspecto más de un todo unitario.
Hay que
decir que es sobre todo la televisión, la que se encuentra fascinada con esta
identidad de la dicotomía. La que subyace a los Osborne, a Paris Hilton, esta
fabulosa heredera de una fortuna incalculable pero que es sin ninguna duda dirty. Y
claro, todos los programas de famosos actuando como cerdos, como en el Big
Brother VIP. Todos ellos son, precisamente, el bien y el mal, sin ruptura en
una singular continuidad.
Pero,
¿cómo es que el mal pasó a ser objeto de nuestra cotidianidad: materia de
trabajo, objeto de atención mediática, rasgo característico de uno mismo que ha
dejado de escindir?
Hace
poco más de un siglo Oscar Wilde escribió a Boise, su amante, lo siguiente:
Un gran amigo
que me ha brindado su amistad durante diez años, vino a verme hace tiempo y me
dijo que no creía una sola palabra de las acusaciones en mi contra y aseguró
que me consideraba inocente y víctima de una siniestra conspiración tramada por
tu padre. No pude contener mis lágrimas ante sus palabras y le respondí que, si
bien muchos de los cargos que me hizo tu padre son falsos y me los echó encima
sólo por indignante alevosía, mi vida no obstante, estuvo llena de placeres
perversos y pasiones extrañas. Y a menos que él aceptara y comprendiera
enteramente este hecho no podría seguir siendo su amigo ni siquiera volver a
estar en su compañía. Le causé una impresión terrible, pero somos amigos y no
he obtenido su amistad con base en apariencias fingidas. (Oscar Wilde, In
carceres et vinculis, Pp. 175-176)
En el
momento más trágico de su vida, Wilde se reconcilia consigo mismo, se “acepta”
y descubre el valor de una honestidad hasta entonces ignorada. Y podríamos
tomar esto casi como una suerte de manifiesto para siglo que estaba por
comenzar: la de guiar la aproximación hacia la persona, particularmente hacia
sus oscuridades, con honestidad, reivindicando la unidad, la reconciliación
entre las partes más luminosas y más oscuras.
Y en
efecto, algo de este espíritu puede encontrarse en Nietzsche, y en Freud,
incluso en Kirkegaard y en Marx. Y podría ser un norte para explicar por qué a
lo largo del siglo XX se camina hacia una proximidad con mal, guiada con un
ánimo de honestidad y aceptación, en un movimiento que lleva de sacar primero
la sombras a la luz, para después mostrarlas como un rasgo unitario. Algo que
hoy, de manera popular, recibe el nombre de ser auténtico, como comúnmente
escuchamos en un sinnúmero de anuncios comerciales.
Pero
esto explicaría también porqué, paulatinamente, el detective cede su lugar al
psicólogo y finalmente, porqué el mal emerge sin su carácter de “otro” y sin su
sustancialidad negativa. Como si a final de cuentas hubiera triunfado una forma
auténtica de vivir, como un paso continuo entre la luz y la oscuridad.
La hasta
aquí breve descripción de la transformación en la representación del mal puede
resumirse básicamente en tres puntos. Hoy el mar aparece
· Como parte de una
cotidianidad de la que no es una sustancial diferente
· Como un rasgo
característico en una persona, sin constituir una dicotomía o una escisión.
· Como la cualidad de
objeto mediático, materia de trabajo, etcétera.
Estas,
sin embargo, no son realmente conclusiones. Es más, uno debería preguntarse de
qué se tratan en realidad. Porque ciertamente no son una teoría sobre el mal
como tampoco se trata de prácticas concretas. Si somos sinceros, apenas
constituyen unos cuantos contenidos específicos que permiten adivinar algo más
allá.
La
aparición de estos personajes en la literatura en el siglo XIX y en al
televisión en el siglo XX dan paso a una discusión semejante sobre su
significado y sus implicaciones morales. Wilde, por ejemplo, toma una posición
definitiva en muchas partes de su obra respecto a la relación entre moral y
arte, que sin embargo es más característica cuando aborda la defensa de su Dorian
Gray. En uno de los muchos pasajes donde defiende su novela de la acusación
de inmoral, una carta abierta al director de la gaceta de San James,
escribe:
… debo
reconocer que, sea por temperamento o por gusto, o por ambos a la vez, soy
absolutamente incapaz de comprender cómo se puede criticar desde un punto de
vista moral una obra de arte. La esfera del arte y la esfera de la ética son
absolutamente distintas y separadas… (Oscar Wilde. Obras 3. p. 559)
En otra carta
dirigida al director de The Daily Chronicle enfatiza:
… La verdadera
moral de mi relato es que todo exceso, como toda renunciación lleva consigo su
castigo; y esta moraleja está tan artística y deliberadamente escondida que no
enuncia por sí misma su ley como un principio general, sino que se realza
únicamente en la existencia de los personajes, convirtiéndose así en un simple
elemento dramático de una obra dentro de una obra de arte, y no en el objeto de
la obra de arte misma. (Oscar Wilde. Obras 3. p. 559)
La posición de
Wilde es muy clara:
a) La obra de
arte no puede ser cuestionada desde el punto de vista moral. Es decir, no dice
nada de la moral del artista ni es una conducta objeto de un juicio moral.
b) La obra
representa una moral que solo tiene sentido y valor en el marco de la obra
misma, pues se realiza únicamente en la existencia de los personajes y por lo
tanto tiene valor dramático.
Una
discusión similar tiene lugar el día de hoy respecto a la televisión y los
programas televisivos. Una de las preguntas más frecuentes a los que la crítica
filosófica se enfrenta al abordar el tema de la televisión, es el problema de
si las personas se identifican con los protagonistas y si esa identificación
conduce a la imitación de conductas en la realidad. El tema se presenta
cíclicamente y lo ha vuelto a hacer a propósito de Los Soprano.
Para
Noel Carroll, que ha abordado el tema de manera resiente, no podemos
identificamos con un sujeto como Tony Soprano, pues si bien podemos compartir
algunas cosas, difícilmente podríamos compartirlas todas. Su posición es que en
cambio con él establecemos una alianza, pues
… cuando nosotros
vemos la estructura moral del ese mundo ficticio (el de los Soprano) me parece
que Tony es el mejor candidato o, finalmente, uno de los mejores candidatos
para una alianza... (Noel Carroll, “Sympathy for the Devil”. p. 120)
En
principio, más allá del acuerdo o desacuerdo con la posición de Carroll
respecto a si existe o no identificación con Anthony Soprano, me parece
interesante la manera en que subraya la misma idea que encontramos ya en Wilde:
la presencia de una estructura moral, que constituye parte del argumento
dramático de la obra y a partir de la cual los personajes se hacen interesantes
o aburridos. La razón es que tal ves lo que hemos descrito hasta aquí no es
sólo un cambio en la representación del mal sino, más allá, una modificación de
la estructura moral en la construcción de mundos ficticios.
Así, el
problema no parece ser que nuestra idea del mal sea otra distinta de la de hace
un siglo, sino que de hecho es toda la estructura de la escenificación de la
vida moral la que ha cambiado de manera radical.
Es
interesante observar, en este sentido que ya no escenificamos la vida moral
pensando en seres excepcionales. Nuestros criminales y asesinos son hijos,
padres, hermanos de una familia. Algunos tienen un empleo, otros simplemente
una forma de ganarse la vida. Pero el teatro de nuestra escena moral está ahora
lleno de rasgos familiares.
Esto
implica que ya no se representa misma la idea de dilema moral pues ya no es esa
lucha entre tendencias opuestas que escinde la naturaleza del hombre, como
llegó a pensar alguna vez Schiller y representaron tan bien Stevenson y Wilde.
Ahora el drama moral está representado en cómo no se renuncia a una parte de mí
mismo, sin importar su carácter luminoso u oscuro.
Ese es
el avatar en que parece encontrarse Soprano, pero también Wallander, para quién
renunciar a la policía no es opción. El dilema es cómo no separarse,
escindirse, romperse y abandonar una parte de uno mismo. Como un deseo de
permanecer íntegro también en aquello que, alguna vez fue considerado contrario
a nosotros mismos.
Las
imágenes de este esquema moral son muchas y pueden transportarse fácilmente
fuera de la ficción: cómo concilio trabajo con responsabilidades familiares,
cómo mantengo ciertas predilecciones sin renunciar a la salud, en fin, como
conservo aficiones de adolescente con mi realidad presente como adulto, en este
suerte de afirmación de lo que se cree auténtico y que parece buscar ser
“simplemente yo” sin adulteraciones ni enmascaramientos.
Y ahora
que he dado ese paso fuera de la ficción, tengo que detenerme porque me
confunde la facilidad con que la descripción de esta estructura moral de la
ficción contemporánea –al menos de una cierta ficción- puede fácilmente
transportarse fuera del ámbito narrativo hacia la vida diaria. Porque me temo
que se trata en realidad, de un espejismo. Me explico:
En Tras
la virtud, MacIntyre basa su argumentación en el hecho de que a partir de
la modernidad se desdibujó la estructura de la moral clásica aristotélica, de
manera que desde entonces nos encontramos, por un lado, con un conjunto de
contenidos específicos de la vida moral, actitudes, acciones, deliberaciones, y
por otro lado, con las piezas desarticuladas de un mecano que no nos permiten
acomodar esos contenidos y otorgarles un significado.
Y la
imagen me parece muy precisa a la hora de querer describir la sensación que
produce nuestra realidad moral: podemos aspirar a una claridad, e incluso una
certeza cuando hablamos de una cuestión específica: querer a los hijos,
preferir esta conducta, enaltecer la concordia. Pero todo eso se diluye a la
hora de tratar de trazar un vinculo con cualquier otro acto, juicio o
pensamiento moral, ya no contradictorio con los primeros sino simplemente
distinto.
Entonces,
se nos hace evidente que carecemos de una estructura que otorgue significado
moral a los actos, es decir, que pueda establecer vínculos entre distintas
esferas de lo particular, con principios e ideas generales, que otorguen
sentido, jerarquía, valor a cada hecho particular.
En este
sentido, los personajes de la literatura y de la televisión tienen una ventaja
sobre nosotros: ellos poseen –perdón, la narración de sus historias posee- un
orden moral finito, concreto y cerrado, a partir del cual sus actos adquieren
valor dramático, a partir de una simple estructura moral que vincula sus actos
particulares con ese orden moral.
Y nosotros,
¿somos capaces de ver un orden moral en algún lado? La respuesta aquí es no. Y
por eso nuestra vida no alcanza los tintes dramáticos que si posee cuando se
escenifica del modo en el que hoy se hace.
De
alguna manera, esa ética de la no renuncia, de la unidad sin escisión entre el
bien y el mal, entre las luces y las sombras, emana de nuestra incapacidad de
conciliar nuestra propia realidad. No como una imagen de lo que hacemos, sino
como una imagen de lo que no podemos hacer, de la conciliación que nos es
imposible, ya no entre elementos contradictorios, sino incluso entre elementos
afines. Nosotros no tratamos de trazar un puente entre nuestro lado bueno y
lado mal, intentamos trazar puentes, punto.
Si
alguna conclusión puede extraerse de todas estas reflexiones es entender que
contra la apariencia de una suerte de indiferencia moral, de una frivolidad
moral en nuestros días, hoy la inquietud moral es objeto cotidiano, angustia
inmediata no reservada a los grades héroes o las personalidades excepcionales.
Ya no es Jekyll, ya no es Dorian Gray, ya no es el Dragón Rojo el que muestra
la agitación de las oscuras aguas de la inquietud moral. Si, la lucha ya no es
de estos personajes únicos en su maldad, sino el personas corrientes en su día
a día, por cierto, débiles, inseguras, incompletas, como Anthony Soprano.
También los que investigan el mal, los detectives, han dejado de ser
excepcionales. Ya no son el formidable Sherlok Holmes, o los excepcionales
detectives de un fabuloso FBI guiados por un loco multiasesino. Ahora son
como Wallander, personas preocupadas por su jubilación.
Bibliografía
Carroll, Noel, “Sympathy for the
Devil” en Richard Greene y Peter Vernezze ed. The Sopranos and Philosophy. Chicago: Open Court. 2004
Easton Ellis, Bret. American
Psycho. Vintage Books, 2000
Harris, Thomas. Red Dragon. Dell
Publishing Company, 1999.
Mankell,
Henning. La pista falsa. Barcelona: Ed. Tusquets, 2001. Traducción:
Dea Marie Mansten y Amanda Monjonell Mansten.
Pisando los talones. México: Ed. Tusquets, 2004.
Traducción: Carmen Montes Cano.
Asesinos sin rostro. México: Ed. Tusquets, 2001.
Traducción: Dea Marie Mansten y Amanda Monjonell Mansten.
El hombre sonriente. México: Ed. Tusquets, 2003.
Traducción: Carmen Montes Cano.
La leona blanca. Barcelona: Ed. Tusquets, 2003.
Traducción: Carmen Montes Cano.
Los perros de Riga. Barcelona: Ed. Tusquets, 2002.
Traducción: Dea Marie Mansten y Amanda Monjonell Mansten.
MacIntyre, Alasdair. After
Virtue. Indiana: University of Norte Dame Press, 1984. Segunda
edición.
Stevenson, Robert Louis. Dr Jekyll
and Mr Hyde. London: Penguin, 1994.
The silence of the lambs. St.
Martin’s Press, 1991
Wilde, Oscar. Obras completas (tres tomos).
Buenos Aires: El Ateneo. 1952. Traducción Ricardo Baeza.
Epistola:In
carcere et Vinculis. Barcelona: Seix Barral. Traducción: José Emilio
Pacheco.
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