Alberto Constante
Nunca nos hallamos menos
protegidos contra el dolor que cuando amamos, nunca somos más desvalidamente
desgraciados que cuando hemos perdido el objeto amado o su amor.
S. Freud
Adulterio es la fatiga de uno
provocada por el trato de dos y concluida con la regla de tres
Enrique Jardiel Poncela
Poner al otro en claro es el
imperativo alojado en el corazón del que ama. Una disyunción separa al
objeto amado del resto. Te amo a ti y no al otro. Te amo a ti y no a los
demás, la multitud innumerable, potencial o afectiva, en un acto de
exclusividad. ¿Qué es el amor si no esta geografía pasional, este destino
de los avatares de esa oposición inaugural, que en el momento que le consagro
decepciona mi deseo de apropiación? ¿Qué es el amor si no la ficción en la que
finco mi ambición de exclusividad? El amor es esencialmente la pretensión de
ser amado, es la fantasía de fusión, es la ilusión de creer que podemos
llenar el vacío de la falta. Es la posibilidad que tiene el ser humano de
crear, de crecer en un vínculo que combine la genitalidad y la ternura, es
la proyección del amado de su “yo ideal”, lo perfecto, lo que uno quisiera
ver en la mirada del otro.
En la misma medida en que
la fórmula “te amo” instaura explícitamente la pareja en contra de la
poligamia, la pareja parece poder desarrollarse como síntoma polígamo: “Tú eres
todo para mí” se le dice al objeto amado para explicarle que los demás no
cuentan para uno, mientras que lo que subyace es el reclamo “sé mis fantasmas y
mis sueños insatisfechos, sé la diversidad a la que renuncio”, las aventuras
que sacrifico, los seres que no conoceré, en suma, sé todo, salvo tu
irreductibilidad a mi deseo. Pero el cumplimiento debe entenderse también como
una orden; en este homenaje total existe una presión totalitaria, la protesta
de los abandonados o de los excluidos. Al darme por entero al Otro, exijo
de él que satisfaga el conjunto de las fantasías y de las pulsiones con que me
solicita el mundo. El exterior aparece en el marco conyugal, pero bajo la forma
de intimación; se confía a la persona elegida la misión de cubrir la gama de
las criaturas excluidas. Avatar conyugal de la poligamia, este despotismo
culmina en la aspereza, es decir, el reproche dirigido al objeto único por no
ser varios. Se trata de que nos devuelva lo que se le inmoló, yo pretendo
romper las múltiples pasiones que me unen al mundo, en realidad, las proyecto
sobre un ser único encargado de realizarlas. “Yo te elijo a ti”, eso quiere
decir: “te delego para reabsorber el corte operado por mi elección”.
Si dejo de investir a la
humanidad es para aplastarte a ti, amor mío, bajo esta investidura suprema:
totalizar a la humanidad. ¿Agonía de la pareja? Más aún, ¿cómo podría
constituir la pareja un islote armónico en medio de una sociedad agresiva y
neurótica? Al parecer estas preguntas que envuelven al menos uno de los
componentes de su destrucción como lo es la infidelidad, parecen querer
exclamar, en otras palabras, que los cónyuges volcarían al interior de la
célula conyugal cuanto odio, fatiga, miedo o indiferencia almacenan fuera de
ella; de hecho en la relación de pareja no sólo se efectúa la reactualización
del triángulo edípico, sino toda la hiperindividualización y hedonismo que
aqueja hoy a la sociedad contemporánea.
La pareja, sin duda, es un
fiel espejo en el que se refleja la angustia y la atrofia de las relaciones
interpersonales, la discontinuidad de las relaciones de toda clase posible, la
desventura de los móviles del ser humano y, en general, de la descomposición
social. Pero, ¿no podría decirse también que es la imposibilidad, en que nos
sitúa la sociedad, de difundirnos en ella lo que mantiene, contra sus propias
desilusiones, la ciudadela amorosa?
Siendo así, la
pareja es entonces la posibilidad de satisfacer dos necesidades básicas
del individuo: el desamparo originario y la incompletud narcisista. Ella es un
vínculo de simetría y reciprocidad entre lo que uno espera y lo que está
dispuesto a dar, es la posibilidad de crear un espacio intersubjetivo, un
encuentro en donde el otro es reconocido como sujeto. Esto es lo que la
dificulta, pues no se trata sólo de la relación con el otro sino de la relación
simultánea con las distintas partes de nuestra mente que se ponen en juego en
el vínculo amoroso. Es la parte infantil de la mente cuyo deseo omnipotente
es que el otro cumpla con todas las expectativas propias y que poco puede
pensar al otro como sujeto. Pero también es la parte adulta que pugna por
convertir el juego egocéntrico y omnipotente en un trabajo compartido y
nutricio. Es, a fin de cuentas, nuestra parte perversa que requiere ser
identificada y comprendida para no dañar a nuestro cónyuge.
Sólo en un mundo desdichado
puede ser tan obstinado el deseo de ser feliz, y la felicidad debe tomar
indefectiblemente la forma de la quietud acolchada, de la intimidad celular;
quiero la pareja para que exista un exterior y un interior, para pasar por la
calle sin sufrir por el anonimato (ya que yo tengo nuestra casa), para escapar
a la inseguridad seductora, para aislarme, de la paranoia social. La pareja no
es tanto una renunciación como una huida, sigue siendo la institución más
accesible a todos aquellos a quienes atormenta, si no el gran ideal de la
pasión, sí al menos la necesidad de seguridad y el deseo de desconexión. El
“nosotros” se concibe fundamentalmente para defenderse “de ellos”. Cuanto más
hostil es la sociedad, más necesaria es la pareja para los individuos, cuanto
más aquejada de hiperindividualismo más se pide la pareja, como si fuera una
fórmula social que requiere de equilibrios para seguir siendo; muy lejos de
disgregarse, refuerza la dureza de las relaciones. Lo que especifica al Otro
como cónyuge, es que no regatea mi existencia, me espera, está ahí, al alcance
de la mano, emana de él la duración, en suma, ella es para mí y yo soy para
ella un valor adquirido. Cuando “ellos” atraviesan y llegan al “nosotros” la
pareja se ve atormentada por la necesidad de recuperación de ese “nosotros”,
aunque no necesariamente sea ella, sino otra.
Es sabido que el
matrimonio por amor es una conquista reciente; hace poco que las
parejas se eligen libremente y, desterrando cualquier consideración que no sea
la sentimental, se casan a partir del deseo de encontrar una persona que
tenga cualidades, ideales y objetivos parecidos a los propios. Apenas nos damos
cuenta de que el proceso amoroso es también el proceso del desamor. Por ello es
que afirmamos que en este hermoso ideal, que existía en la base de la monogamia
al fin realizada, como decía Engels, lo que se venía a reconciliar era la
institución terrestre del matrimonio con la vocación metafísica del amor, es
decir, la colaboración de dos seres en la formación de una totalidad en la que
cada uno es un ser cabal, completo. Algo similar a lo que “lord canciller del
reino, Francis Bacon, Barón de Verulam” decía del hombre moderno al convertirlo
en el amo y señor de la naturaleza. ¿Qué ocurre cuando han desaparecido los
obstáculos exteriores a la realización del contrato amoroso, y la pasión, de
base turbulenta y agitada, de desazón e inquietud, pasa a ser base de
asociación? El amor liberado no soporta la asfixia de la civilidad.
No hay amor posible entre
los esposos, afirmaba, desde entonces, la cortesía medieval. La vida a dos es
la manera como expían su confesión inicial, el castigo que se infligen y sufren
por haberse dicho “te amo”. En la infidelidad, el ideal de la monogamia es
desterrado. El engaño no puede ser imputado a la maldad de uno de los
miembros de la pareja o a la injusticia del orden social; los infieles no
tienen otro enemigo que ellos mismos, que la terrible verdad de un juramento.
Hay quienes piensan que esto se debe a que las uniones más armoniosas no
resisten la erosión que la vida cotidiana imprime al sentimiento apasionado. De
ahí la idea nueva de la necesidad de abandonar, en un mismo impulso, el orden
doméstico y el romanticismo que, después de haberlo durante mucho tiempo
desafiado, le sirve hoy de fundamento a la infidelidad.
El orden conyugal es
el que ilusamente se esfuerza en capturar todas las potencialidades afectivas
en las redes del amour fou, segrega el ideal de la
pasión única e invita a las pasiones reales a reconocerse y medirse con
él. De este modo el combate comunitario quiere liberar simultáneamente a
la pareja y a esa forma de amor de la que es destino ineluctable: la posesión.
La encrucijada conyugal, actualmente manifiesta, no engendra la deserción
general ni siquiera necesariamente un deseo de comunidad. Lo que tampoco significa
que no ocurra nada. El acontecimiento no siempre adopta la forma triunfal de la
alternativa, ni siquiera la infidelidad es el caso de ello. La
descomposición del modelo conyugal no es el final de la pareja ni su
sustitución por una institución mejor, es la aparición de una multiplicidad de
formas intermedias en las que los amantes hacen trampas con su propio contrato.
Se unen en nombre del amor, pero se niegan cada vez más asiduamente a vivir
esta unión en el horizonte de la totalidad. No quieren formar bloque, perderse
el uno en el otro, ni conocer el largo éxtasis fijado del amour fou.
O si lo intentan siempre es en función de la posibilidad abierta de otro, de un
tercero que asista y dé aire fresco a la pareja. Dicen y aplican el “te amo”,
al tiempo que inventan mil métodos para contrariar sus efectos. Vivimos la era
de los enamorados incrédulos que ni siquiera prestan confianza al
deseo que les dicta la pasión.
Proliferación de las
parejas, resistencias de los cónyuges a pasar de la situación de concubinos al
estatuto de esposos revelan que el ideal amoroso inspira temor por el
compromiso que supone amar de manera adulta: procurando al otro su
bienestar. Es posible que el rechazo al matrimonio, incluso que la
infidelidad, no sean más que un cambio microscópico, un puro rito conjuratorio,
lo que demuestra al menos el escepticismo de los amantes hacia su propio “te
amo”. Es cierto, que la infidelidad es, al menos, una forma de burlar
la tendencia conyugal al autismo, pero también es una forma artificial de
fragilizar un vínculo amenazado de excesivas consistencias. A veces se
piensa que en la elección de pareja la expectativa podría ser curar
lesiones o frustraciones de la primera infancia, así como a que el vínculo
contribuya a superar temores y culpabilidades de entonces. Fantasías nunca
expresadas que se conjugan en el vínculo amoroso en espera de ser recompensadas
y satisfechas; si esto no ocurre, la desilusión puede sobrevenir, junto con la
rabia y el odio. La experiencia de pareja es la repetición del comportamiento
de la infancia, elaborar esto supone un arduo trabajo.
La infidelidad amenaza
el vínculo amoroso de ser dos y la promesa de llegar a ser uno, éste es el
deseo que el amor deserta cuando uno de los miembros de la
pareja se aventura fuera del modelo conyugal o fuera de la pareja
misma. Como si la palabra amorosa “te amo” ya no fuera la última. Como si la
pasión, incomprensible para sí misma, ignorara a partir de ahora cuál debía ser
su última palabra. Es cierto, en el amor no existe nunca la última palabra,
porque siempre estamos en la primera, estamos creando el vínculo que nos hace
ser el uno del otro. La infidelidad aterra porque destruye sin más la promesa,
el símbolo de una expectativa, el deseo sometido no al deseo expresado en la
propia pareja sino el deseo siempre oculto hacia un otro que no es el término
de la pareja; por ello, a la infidelidad se le acusa de ser la denegación de la
persona, su anulación la cosificación de su propia subjetividad y, por si fuera
poco, de la pérdida de esa mirada en donde mi propio ser se ha hecho con
el otro.
En nuestra cultura
occidental la infidelidad, su sola mención, está cargada de
prohibición. Ella es considerada como una ruptura a la lealtad y al
compromiso que ambos miembros de la relación se deben el uno al otro; la
infidelidad en la pareja es, en esencia, una situación fallidamente oculta, que
esconde en el pensamiento del hombre occidental los rasgos ancestrales del
tabú.
La vida en pareja ha sido
objeto de un sinnúmero de estudios pero el desarrollo que ha llevado a las
grandes transformaciones ha puesto de relieve la lenta ascensión del
sentimiento y la exigencia afectiva y sexual que han transformado a la pareja
moderna y que se opone y muchas veces de manera conflictiva, a las estrategias
propias de la familia. Vale la pena señalar aquí que la fuerza normativa de la
pareja como tal tiende a absorber todas las funciones, no sólo la alianza sino
también el sexo. Recordemos lo que dijo Foucault al respecto: “En la familia se
interpretan la sexualidad y la alianza: la familia transporta la ley y la
dimensión de lo jurídico a la disposición de la sexualidad; y transporta la
economía del placer y la intensidad de las sensaciones al régimen de la
alianza”.
Ahora bien, si aceptamos
que la fidelidad en la pareja es una manifestación cultural y que como tal ha
ido evolucionando al ritmo del mundo moderno, su contraparte: la infidelidad,
también lo ha hecho. La infidelidad es la inclusión de un tercero en la diáda
que se encuentra unida bajo un contrato legal o verbal y que estipula entre sus
cláusulas la exclusión de cualquier tipo de intercambio sexual con una persona
ajena a la pareja, cuyos integrantes, animados por el amor recíproco se
encuentran en un tiempo y momento determinado juntos.
Podríamos decir que la
fidelidad está íntimamente relacionada con el deseo de correspondencia y
compromiso de mantenerse así mientras el amor, la intimidad y el deseo
prevalezcan. La infidelidad, en cambio, es una situación que se ha dado en
todas las épocas y que de igual forma ha sido vista con la óptica de la doble
moral que ya señalaba el propio Freud: una, la que se muestra de cara al
interior del seno familiar y del medio social y la otra desde el entendimiento
de que no siempre se ponen de acuerdo la alianza y el deseo. El drama de las
familias, las tragedias de las parejas cuando uno de los miembros rompe con esa
promesa explícita o implícita son, a nuestro modo de ver, la representación de
los conflictos que surgen entre la alianza y el deseo. Ese deseo que quiere
todo para irlo perdiendo mejor todo, salvo el inaquietable corazón que quiere y
quiere.
Mientras más estrictas son
las estrategias de pareja para asegurar la unión, con mayor frecuencia ahogan
el deseo. Muchas relaciones de pareja no obstante, han sobrevivido a una
relación extramarital o extraconyugal. No importan las razones de por qué en
unos casos sí y en otros no, éste no es el problema. Lo que sí evidencia la
infidelidad es que el hecho en sí mismo es solamente un síntoma de los tantos
conflictos que atañen a la pareja.
En nuestra cultura
occidental, la forma convencional de las relaciones de pareja es la monogamia.
No obstante, los ejemplos de infidelidad, tanto en la literatura como en el
arte en general, son apabullantes. En estos ámbitos del saber humano no sólo se
evidencian los síntomas de todo aquello que ha movido al engaño, sino y con
mucho, lo que sucede en la relación y en la persona que ha sido engañada: la
ruptura, el desvalimiento de aquello que nos hacía vivir o confiar en el otro,
el dolor, el sufrimiento, la soledad, el odio, la envidia, la pérdida, el
deterioro de sí mismo, entre otros sentimientos. La literatura y el arte han
sido fuente de conocimiento de otras épocas así como de sus usos y costumbres,
es ahí donde podemos leer, como en un laberinto de pasiones las múltiples
formas, los diversos rostros que tiene la infidelidad. Como quiera que sea,
ella ha ocupado un sinnúmero de páginas como fenómeno que ha acompañado a eso
que llamamos matrimonio, pareja, relación.
Es absolutamente cierto que
la infidelidad ocurre mucho más de lo que nosotros creemos y sabemos. El
principal motivo de infidelidad es compaginar el cariño con la sexualidad,
teniendo mayor valor por el sufrimiento causado y por la herida narcisista que
provoca en el engañado. La infidelidad sexual, en muchos casos, puede ser
tolerada, pero la infidelidad que parece insoportable es la afectiva: el
resquebrajamiento de todo aquello que sostenía nuestro suelo parece ser algo
que resulta irreparable. En nuestras sociedades, el hogar, la familia y el
matrimonio instituido es un sitio “natural” del hombre. El hogar ha sido
considerado tradicionalmente como “lo mejor” para el hombre. En este marco, la
infidelidad —y la clandestinidad— es un asunto que permanece cerrado, sin
posibilidad de salir a la luz abiertamente, pues de ser así se pondría en
conflicto la situación entera. ¿Cuáles son esas distintas fisonomías que nos
muestra la infidelidad? ¿Cuáles son los meandros, la urdimbre donde se realiza
la pareja? ¿Cuáles sus prácticas, sus métodos y su destino? La conducta infiel
debe de tratar de comprenderse a partir de la persona, de sus deseos
inconscientes, desde su historia personal y familiar, desde la sexualidad
infantil, así como de sus fantasías y sueños. ¿Qué es lo que lo motivó a
trastocar las promesas de amor, la geografía pasional que escribió la pareja,
el pasado que hizo posible la relación misma, el peso de la tradición?
No lo sabemos, quizá sólo
advertimos el síntoma del cambio, su transformación a través de la evolución de
un memento moris de la pareja y, por ello, lo significativo de
la infidelidad: la ruptura, el duelo, la ausencia de compromiso, el índice
demoníaco (en el sentido griego del término, entendido éste como separación),
de la situación inédita que ahora vivimos. No existe otra relación humana que
exija tal dosis de identidad, estabilidad, autonomía y madurez como la relación
de pareja, pero ahí mismo abreva el miedo del autismo que sofoca a la pareja.
La única realidad relevante
y accesible para alcanzar la empatía y la introspección es la realidad
subjetiva que esta creada por el campo psicológico del interjuego entre dos,
entre un yo y un tú. Esto crea una verdad subjetiva y lo que es puesto en juego
es la naturaleza de la fantasía de ambos. Es así como entramos en relación con
el tú con un marco de referencia subjetivo formado por las experiencias propias
que se unen con el marco subjetivo del otro y sus experiencias. Este campo
intersubjetivo de resonancia empática, de mutuo interjuego, de significado y
origen propios crean el dialogo entre dos universos personales. Es una realidad
articulada, ni descubierta ni creada, existía mucho antes de que el yo y el tú
se encontraran pero también es nueva, en cuanto a su entrada a su diálogo
empático (Stolorow et al, 1995)
Esto supone siempre que el
otro desee que yo desee (Emilce Dio Bleichmar, 1998), esto ocurre en la
interpretación recíproca, en la traducción que el yo hace del tú como
integradores de un vínculo, cuyas intenciones, deseos y acciones de cada uno
forman parte de una transacción íntima de ganancias y pérdidas ontológicas y
psíquicas. La relación con el otro se pone en juego en el desarrollo de la
intimidad, que va de lo físico a lo psíquico y al revés. Es compartir
deliberadamente experiencias sobre los acontecimientos, es compartir deseos o
intenciones, es compartir estados afectivos. Pero ¿y si alguien de los dos
llegara a decir: Yo no quiero…?
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