domingo, 2 de diciembre de 2012

LA MADUREZ


“Bienaventurado quien, habiendo a tiempo madurado,

ha sido joven en la juventud.”

                                                      Alexandr Pushkin
  
“En la mitad de esta terrenal vida...”
 La madurez como responsabilidad
 El problema de ‘la norma” de la personalidad
 ¿Por qué a las personas no les gusta “su” edad?
 La “crisis de identidad”, la “hipocondría” y la “muerte en el contexto de los objetos”
 ¿La “vejez de la juventud” o la “juventud de la vejez”?

  
A. S. Pushkin. Obras en 10 tomos. Moscú-Leningrado, cd. de la Acade­mia de Ciencias de la URSS, 1949, t. 5, p. 169.

En la mitad de esta terrenal vida...”
Dante tenía 33 años cuando en su genial obra La divina Comedia escribió las palabras que sirven de encabezamiento a este parágrafo. Quisiéramos que el lector advirtiera en esta forma poética la autoconciencia de la edad que poseía el gran poeta. El se siente un hombre maduro que no se encuentra al comienzo ni al final del camino, sino en la mitad, en la flor de sus fuerzas, cuando la sabiduría del refrán francés Si la vid lesse pouvait, si la jenensse savait’ (“Si la vejez pudiera, si la juventud supiese”) no parece tan sabia, porque a los 33 años no se es viejo ni excesivamente joven; ya puede y sa­be todo; él comienza la primera página de su obra poética, lle­no de grandiosa tranquilidad, ajeno a toda agitación llana y a todo lo transitorio. ¡Pero no ajeno a la vida! Es Dante, el poeta y el hombre maduro.

Los antiguos griegos llamaron a esta edad y al estado del alma que la acompaña akme, lo que significa la cumbre, el gra­do más alto de algo, la época de florecimiento, es decir, el mo­mento de mayor esplendor de la personalidad humana, cuan­do el individuo adquiere lo que los ingleses llaman identity. Es necesario decir que en la antigüedad la actitud hacia esta edad era de mucho respeto: la cultura clásica antigua (ante todo la literatura) estaba interesada justamente por el hombre, el gue­rrero, el ciudadano en la edad en que “se realizan cosas”. A los viejos se los respetaba por lo hecho cuando ellos tenían la edad akme, por la experiencia entonces acumulada; a los niños, por su futuro como ciudadanos, por lo que se esperaba de ellos en su akme. No es importante si el término “akme” resulta ade­cuado o no; más bien es un asunto de gustos. Mucho mas im­portante es la idea de la madurez como akme y no sólo porque, de una u otra manera, existió en muchos pueblos (se mencio­naban las edades de 45, 50, 55 años, etc.). La idea de la madu­rez como florecimiento de la personalidad tiene no sólo un interés histórico y cultural; es importante desde el punto de vista de los problemas actuales de la psicología de la madu­rez.

  El psicólogo suizo Edouard Claparéde, uno de los repre­sentantes más eminentes de la llamada psicología funcional, que examina los “fenómenos psíquicos desde el punto de vista de su función en la vida, de su lugar integral en el conjunto del comportamiento en todo momento”, señaló que la edad madura es idéntica a una detención, a una “petrificación” en el desarrollo. En cierto sentido, esta tesis es la conclusión lógica de la idea que considera la adultez y la madurez como finalidad del desarrollo de la persona. Según muchos psicólogos, el desarrollo se detiene en esta etapa y es sustituido por simples cambios en algunas características psicológicas. Tal es, en esencia, la posición del Comité de Desarrollo del Hombre, ad­junto a la Universidad de Chicago, en cuyos trabajos se plantea el concepto, en principio importante desde el punto de vista metodológico y práctico, de “tareas del desarrollo”. Para cada escalón de la vida humana se formulan una serie de “tar­eas del desarrollo”, bastante concretas y detalladas; estas ta­reas son diferentes para la niñez preescolar y la escolar, para la juventud temprana y avanzada, etc. Sólo en relación con la persona madura no se plantean “tareas del desarrollo” y esto no es casual, sino el resultado de la concepción teórica que tie­nen en su base los trabajos en cuestión.

  Se trata de una posición completamente determinada, am­pliamente difundida en la psicología evolutiva contemporánea: la madurez, akme , es la finalidad y al mismo tiempo la terminación del desarrollo.
  ¿Qué hacer entonces con las edades mas tardías de la vida humana? Si en la madurez se termina el desarrollo, ¿qué repre­senta entonces la vejez? ¿Cómo calificar la conducta de Michel­angelo que, a los 90 años de edad, cuando un cardenal le pre­guntó qué hacia, un día de frío viento, a la entrada del Coliseo, respondió: “Aprendo!” ¿Es el capricho de un genio? ¿Cómo es posible que un anciano aprenda, es decir se desarrolle, y per­feccione si, según la lógica de la concepción anteriormente co­mentada, no tiene ninguna “tarea de desarrollo” y está “pet­rificado”? Pero Michelangelo aprende y afirma el derecho del hombre a autodesarrollarse y perfeccionarse ilimitada­mente.

  Desde el punto de vista de los psicólogos soviéticos, el pro­ceso de desarrollo del hombre es, en principio, infinito porque el desarrollo es el modo fundamental de existencia de la perso­na. Al mismo tiempo, el desarrollo de la personalidad en la madurez tiene sus peculiaridades psicológicas específicas y nos detendremos a analizarlas.

La madurez como responsabilidad


La conciencia de la responsabilidad y la aspiración a ella es el rasgo decisivo de la madurez. Jurídicamente, la persona res­ponsable es la persona responsable ante la ley. Desde el punto de vista psicológico la persona responsable es la que respon­de por su comportamiento, por el contenido de su vida y lo hace, en primer lugar, ante sí mismo y ante otras per­sonas.

  La capacidad para juzgar personalmente y la aptitud para elegir la línea de conducta es el elemento principal de la res­ponsabilidad. De manera general podemos considerar que es­tas dos características constituyen los atributos de la indivi­dualidad desarrollada. La individualidad es la principal con­quista de la madurez: lo que con la edad el hombre maduro pierde en espontaneidad es sustituido por una individualidad mas desarrollada, la que se manifiesta de la manera más clara en los dos momentos ya mencionados.

  El conocido escritor Thornton Wilder en su novela Los Idus de Marzo, vinculó de manera un tanto paradójica la res­ponsabilidad con la libertad, al señalar que “la libertad es res­ponsabilidad”. Nos parece que este juicio muy profundo per­mite aclarar las tesis con las que iniciamos el presente parágra­fo. Al examinar la vida del hombre no podemos dejar de ad­vertir que, a primera vista, ella representa un continuo pasaje desde un estado en que la persona es libre y su vida no está li­gada con ninguna actividad determinada, a un estado de de­pendencia cada vez mayor con respecto a sus actividades vita­les. En la juventud asimiló y dominó un amplio espectro de ca­pacidades para realizar distintos tipos de actividad y en la ma­durez no puede dejar de experimentar la pérdida de su libertad en relación con estas actividades. Sobre el hombre maduro pe­sa la historia de su vida, su experiencia vital, producto de la ac­tividad que ha realizado ininterrumpidamente durante toda la etapa anterior de su vida.

         En determinado sentido, sobre la actividad pende la “mal­dición” del resultado, por cuanto ella se objetiva en sus pro­ductos, uno de los cuales es la propia personalidad humana, lo que el hombre hizo de sí mismo. La “tentación de probar los frutos del saber”, la actividad humana, no tiene nada en co­mún con la conservación del estado de equilibrio con el mun­do, porque no es posible adquirir el “capital” de las capacida­des humanas sin perder la “inocencia”. El hombre paga con su personalidad por la vida; salda con su carácter, la actividad; con su conciencia cotidiana, la posibilidad de creación. Libre para elegir según el llamado de su corazón la esfera de activi­dad, la profesión, el compañero de su vida que le son caros, con ello depende de su esfera de existencia, está limitado por la esfera profesional de aplicación de sus capacidades, por las obligaciones ante la familia. Es muy difícil romper estos lazos, incluso si le parece que, por ejemplo, su unión matrimonial es casual y puede fácilmente rechazarla; el resultado de esta enga­ñadora “facilidad” son traumas espirituales que se cicatrizan muy lentamente.

         Y he aquí que encontrándose en esta situación de depen­dencia multilateral, obligado a aceptar la carga de lo vivido hasta ese momento, estando al parecer totalmente privado de libertad, el hombre comienza a comprender el poder de la ne­cesidad y la objetividad de las relaciones sociales en las que es­tá incluido... ¡y se convierte en un ser libre!

         Tratemos de analizar el problema con más detalle.

         Hegel planteó muy agudamente una cuestión fundamental de la concepción del hombre: la correlación entre la determi­nación externa y la libertad de la voluntad. Hegel señala que “la unidad viva del espíritu” (es decir, el hombre) se resiste a ser desmembrada en capacidades, en fuerzas que se represen­tan como mutuamente independientes o, lo que es lo mismo en actividades presentadas de esa forma. Sin embargo, Hegel comprendía bien que en presencia de la división del trabajo, esta situación representa históricamente una contradicción objetiva. Por eso dice que existe una gran necesidad de compren­der esas contradicciones entre la libertad del espíritu y los esta­dos de su determinación, etc. Hegel resuelve esta cuestión de la siguiente manera: el espíritu por su concepto (sustancia) es libertad y en este sentido se contrapone a la naturaleza. En la naturaleza no reina la libertad, sino la necesidad. Inicialmente, el espíritu es libre sólo en concepto (“personalidad pura”). Cuando comienza a desarrollarse el espíritu se vincula con el mundo sensible (individualidad de la corporeidad) y la realiza­ción de su libertad (desarrollo de la personalidad) procede por etapas (individualización del sujeto cognoscente); la cima de este movimiento (su finalidad) es el saber absoluto en forma de filosofía. La determinación externa es ajena al espíritu, por eso existe para el espíritu como momento verdadero sólo en forma de necesidad (y es captado sólo como aquello que tiene la posi­bilidad de ser real en el pensamiento y que está de acuerdo con sus leyes objetivas). En este sentido, según Hegel, la libertad es el conocimiento de la necesidad.

         Si eliminamos del pensamiento de Hegel la cáscara del idealismo objetivo, si rechazamos la concepción del hombre como “espíritu”, la absolutización del conocimiento filosófico y otros atributos de la especulación hegeliana y tratamos de conservar lo importante, “... la interpretación materialista de la dialéctica de Hegel...”, debemos reconocer que su idea de la libertad como conocimiento de la necesidad es, en principio, justa y constructiva. Permite resolver la paradoja existencial que nos obligó a exponer el pensamiento hegeliano, a saber: ¿cómo resolver el problema de la libertad y la necesidad, que constituye el dilema vital para el hombre en el umbral de la madurez? Hegel lo resuelve de la siguiente manera: pone al hombre ante la necesidad de aceptar las condiciones que le im­pone el mundo y aceptarse a sí mismo y a la libertad de su vo­luntad como libertad de elección de la necesidad de transfor­mar el mundo de acuerdo con la idea que él encierra, en con­traposición a los sufrimientos hipocondríacos derivados de ideales abstractos y de la sed irracional por una subjetividad universal (“idealismo exagerado”, según la expresión de Vissa­non Belinski). Sin embargo, la mayoría de las personas, al pasar a la vida práctica, resulta sumergida en una determinada esfera objetal; los objetos de sus ocupaciones pueden cambiar en sus peculia­ridades especificas, pero en ellos siempre actúa una cierta regla general o ley. Al conocer el contenido objetal de la realidad en sus manifestaciones particulares, el hombre se eleva sobre el objeto sólo cuando reconoce en estas particularidades algo universal. Cuando su propia actividad alcanza la correspon­dencia con su objetivo (digamos, cuando se ha formado como profesional), el hombre se hace capaz de transformar el objeto de su actividad, introduciendo en él el momento de su indivi­dualidad (lo nuevo). De esta forma, el hombre al realizarse en el objeto, al fundirse con él, adquiere un cierto “equilibrio” con ese objeto, ya no encuentra en ‘sus objetos ninguna resis­tencia”.
         Luego de esta obligada excursión a la filosofía debemos volver a la esfera del análisis psicológico. Ante todo, saquemos las conclusiones de las tesis citadas, tratando de formularlas mas concretamente que en la filosofía. En el umbral de la ma­durez el hombre resuelve el dilema existente entre la libertad y la necesidad en su actividad y con ello define su lugar en la vida y reflexiona sobre su modo de vida y actividad. Para ser libre el hombre debe aceptar como propias las condiciones ob­jetivas de su actividad; con ello se convierte de “subjetividad vulgar”, como diría Hegel, en individualidad que, sobre la ba­se de las formas y modos asimilados de actividad se afirma a sí misma en el mundo como sujeto responsable con su forma de comportamiento y juicios propios.

         ¿Cómo se convierte la actividad normativa, socialmente es­tablecida (y, por ello, impersonal) del hombre en actividad in­dividual? Esta es la pregunta que exige respuesta.

El problema de “la norma” de la personalidad

Comencemos con el planteo más general del problema.
El psicólogo soviético B. S. Bratus señaló una interesante particularidad de las ideas contemporáneas de la personalidad madura: sabemos mucho más de sus anomalías y desviaciones patológicas que de la personalidad “normal”, desde el punto de vista psicológico. No cabe duda que la psicopatología es una importantísima disciplina psicológica y que sus datos pue­den aclarar muchos aspectos de nuestra vida espiritual pero no todos, aunque en la psicología se han realizado intentos seme­jantes (por ejemplo, la ampliación desmedida del concepto de neurosis en el psicoanálisis). El psicólogo norteamericano Gordon Allport, representante de la “psicología humanística” (surgida como reacción al énfasis excesivo en psicopatología, a los intentos de construir la teoría de la personalidad sobre el estudio de sujetos “endebles”) considera que se debe estudiar la personalidad mediante la generalización de las cualidades creadoras que caracterizan a los representantes más destaca­dos del género humano ~. La psicología de la personalidad abarca desde las cumbres del espíritu humano hasta sus aspec­tos más recónditos e indecorosos. En una palabra, las catego­rías de “medida” y “norma” no gozan de mucho respeto por­que el dilema de la psicología que estudia la personalidad ma­dura es el siguiente: la “disolución” de la personalidad sana en la personalidad neurótica y el desconocimiento del carácter es­pecifico de la primera o la absolutización de la personalidad eminente, creadora.

         Este es el momento más adecuado para decir algunas pala­bras sobre los métodos que emplea la psicología para estudiar la personalidad madura. Se sabe que el método es el alma de cualquier ciencia. El nivel de desarrollo de la ciencia, la verda­dera riqueza de su contenido, la importancia de sus conclusio­nes, están determinados, a fin de cuentas, por el estado y el de­sarrollo de los métodos. Cuando hablamos de métodos nos re­ferimos, en esencia, a los medios de investigación. En este sen­tido cabe preguntarse: ¿de qué modo (por medio de qué méto­dos) podemos estudiar el desarrollo de la personalidad a lo lar­go de toda la vida?

         Estos métodos son muy diversos. He aquí algunos ejemplos: el psicólogo norteamericano David Levinson estudió la psicología de personajes literarios y cinematográficos, presuponien­do que la literatura y el cine reflejan, en forma bastante com­pleta y concentrada, los rasgos más típicos de la psicología de nuestros contemporáneos. Otro psicólogo norteamericano, Roger Gowed, colega de Levinson, realizó 600 entrevistas con 300 pacientes de clínicas psiquiátricas y con 300 personas sa­nas que voluntariamente se prestaron a ayudar al investiga­dor. Finalmente, un tercer psicólogo norteamericano, George Vailliant utilizó otro método, llamado investigación “longitu­dinal”: a lo largo de 38 años observó la vida de 268 egresados de la universidad de Harvard, habiendo comenzado el trabajo cuando él mismo y sus sujetos eran aún jóvenes. Las personas seleccionadas para la investigación respondían a determinados cuestionarios cada seis meses o un año.

         La observación, el cuestionario, la entrevista son métodos tradicionales de la psicología. Pero esta lista puede continuar: tests psicométricos, experimentos de constatación y de forma­ción (de enseñanza), caracterizaciones psicológicas (método sintético), análisis de las biografías, anamnesis, diarios, corres­pondencia, autobiografías, encuestas, informes verbales, me­morias: todos estos métodos y muchos otros se encuentran a disposición del psicólogo contemporáneo que estudia el de­sarrollo de la personalidad; puede utilizar todo el arsenal de métodos y procedimientos psicológicos.

         Parecería que con ayuda de todos estos métodos científicos, los psicólogos deberían haber aclarado hace tiempo las características normativas de la actividad del hombre y estar en condiciones de establecer las características normativas de las distintas edades y sus desviaciones. A primera vista y ba­sándonos en cl material que hemos expuesto, deberíamos ha­ber formulado algunas normas de la actividad. En parte lo hicimos cuando dijimos que en la infancia preescolar lo nor­mal es el desarrollo de la personalidad en cl juego, que lleva a la estructuración de determinadas neoformaciones psico­lógicas. Sin embargo, en este terreno no es posible hacer afir­maciones categóricas, porque el carácter normal de la activi­dad y de la personalidad siempre es relativo. Aclaremos este asunto.

         Alexéi Leóntiev, cuyos trabajos hemos citado reiterada­mente, al analizar el desarrollo ontogenético de la personali­dad señaló que en el proceso de asimilación de los procedi­mientos universales de acción con los objetos, en cuyo curso tiene lugar el desarrollo psíquico, el hombre realiza con las he­rramientas, con los instrumentos, con los objetos teóricos “una actividad práctica o cognoscitiva que es adecuada (aun­que no idéntica) a la actividad humana en ellos encarnada’. A. Leóntiev aclaró un tanto su idea: “... La relación adecuada del hombre hacia el instrumento se expresa ante todo en que aquél se apropia (práctica o teóricamente, sólo en su significa­do) de las operaciones encarnadas en el objeto, desarrollando así las capacidades humanas” . El carácter adecuado consiste en la correspondencia con el modelo (o norma de la actividad) plasmado en el contenido objetal. Pero ¿qué significa esta acla­ración sobre la “no identidad” del modelo y de la actividad para asimilarlo? A nuestro juicio, esto no es una aclaración, si­no un momento fundamental del enfoque para el que la activi­dad constituye el principio explicativo del proceso de desarro­llo psíquico; si no se tiene en cuenta ese momento fundamental no es posible interpretar correctamente dicha concepción. La esencia del asunto es la siguiente: aunque la apropiación de los procedimientos universales de acción (de las capacidades) tie­ne lugar sobre la base de los modelos históricamente elabora­dos de actividad, ni el proceso ni el resultado de esta asimila­ción son idénticos al procedimiento universal de acción, aun­que son adecuados a éste. En forma más categórica podemos decir que al asimilar cl modelo, el hombre no lo reproduce, si­no que lo crea de nuevo y, a veces, la creación no resulta igual al modelo. Para hablar estrictamente, en el curso de su desa­rrollo como personalidad el hombre no asimila nada, si se en­tiende por asimilación la reproducción del modelo, sino que crea de nuevo este modelo según el motivo que se encuentra en el contenido de la actividad objetal. Cada acción objetal, por más adecuada que sea al modelo, siempre es única. En esto consiste la base, desde el punto de vista de la actividad, del proceso de autodesarrollo personal en el cual el individuo crea continuamente su mundo, lo compara con el medio objetal en el que vive y que ha sido elaborado y asimilado en el proceso de antropogénesis y en la historia de la humanidad. Incluso cuando parece que el hombre sólo imita determinada forma de actividad y de personalidad, de cualquier manera, él incluye en este acto la actividad de su personalidad y transforma así la norma en base pasiva para modificarse a sí mismo.

         En esto consiste la posición ambivalente de las formas nor­mativas de la actividad, las que en todo momento se encuen­tran bajo la amenaza de destrucción, cambio, transformación en alguna otra cosa. En este sentido la norma siempre existe... y no existe nunca, por cuanto la tarea de asimilar la norma es al mismo tiempo la tarea de destruirla, de superarla en una nueva cualidad.

         Algo análogo ocurre con la personalidad del hombre, la que es el resultado inevitable, aunque secundario, de su activi­dad (ya que el hombre construye su personalidad también cuando no se lo plantea como objetivo especial). La personali­dad siempre se corresponde con ciertas ideas sobre el hombre, sobre su papel en la vida y sobre qué es lo humano en el hom­bre, en dependencia de las peculiares condiciones socio-históricas y culturales; sin embargo, la personalidad nunca coincide literalmente con estas normas, no es idéntica a ellas. A fin de cuentas, incluso la tipificación, o sea, el intento de cla­sificar lo que se encuentra con mayor frecuencia en las perso­nas, lo que se repite, no es más que un procedimiento teórico. En la vida no hay dos personas absolutamente idénticas, como tampoco en la naturaleza se puede encontrar dos objetos abso­lutamente idénticos, sean las hojas de un árbol, las gotas de agua de un río o los átomos de una molécula. Son nada más que parecidos.

         Esta comprensión de la actividad y de la personalidad im­plica determinado enfoque del problema de las normas aplica­bles al desarrollo psíquico. La norma, si se entiende por ella el modelo de la actividad, la combinación típica y más frecuente de las cualidades humanas, siempre constituye una faceta (aunque indispensable e importante) de la actividad humana y la base para el proceso de automovimiento del hombre, su autodesarrollo.

Veamos cómo estas tesis se aplican en la psicología evolutiva.

¿Por qué a las personas no les gusta “su” edad?

         El estadístico francés Moreau de Jonnés una vez señaló con amargura ‘: “Es casi imposible establecer con una preci­Sión más o menos aceptable la edad de las personas porque al­gunos no la saben y otros la ocultan”. Desde el punto de vis­ta psicológico es más interesante el segundo grupo, que incluye a las mujeres y... a los viejos; si las primeras al parecer en todo tiempo y lugar tratan de disminuir su edad (es decir, ocultar­la), los segundos, por más extraño que parezca, tienden a exa­gerar la duración de su vida. Unas y otros desesperaron a mas de un demógrafo que intentó inútilmente comprender, por ejemplo, por qué en una misma cohorte evolutiva (es decir, las personas que nacieron en un mismo año), si se calcula primero la cantidad de niñas adolescentes y, un tiempo después, la can­tidad de mujeres entre los 18 y 30 años, éstas son mucho más que las primeras, lo que, claro, la matemática no puede tole­rar. Nadie, en su sano juicio, puede suponer que estas niñas, crecieron y, al mismo tiempo, se multiplicaron. La explicación de este rompecabezas demográfico (el “exceso” de mujeres jó­venes) es sencilla: muchas mujeres de mayor edad, en situacio­nes no oficiales y estrictamente oficiales (como lo es un censo de población) se esfuerzan por “quitarse” unos cuantos años. Entre paréntesis la “justa ira” de los demógrafos no toma en cuenta el “contexto cultural”, ya que nadie debe pasar por alto el que los temas científicos pueden ser, al mismo tiempo, deli­cados. El poeta romano Ovidio advirtió que nunca se debe preguntar a la mujer su edad... especialmente si no es joven, si ya ha pasado la flor de la vida y si debe arrancarse las canas. Sólo una persona infinitamente ingenua puede considerar la coquetería femenina un prejuicio!

         Al contrario, los viejos y, más aún, los longevos, tratan por todos los medios de agregarse años; algunos “recordistas” se las ingenian para agregar veinte y hasta cuarenta años a su no poca edad. El investigador alemán Oscar Anderson llamó a es­te fenómeno “coquetería senil”. Menciona el caso de una persona que dijo tener 121 años, cuando su edad real era de 85; esa misma edad se atribuyó otro, que tenía en realidad 80 (se agregó 41 años)’. Según la opinión de los demógrafos de la ONU, la exageración de la edad por parte de los ancianos se debe, frecuentemente, al deseo de obtener diferentes beneficios antes de lo que corresponde. Sin entrar en detalles digamos, sin embargo, que seguramente no es ésa la única explicación del fenómeno.

         Por lo visto existe un fenómeno particular —la coquetería de la edad— cierto deseo pertinaz de ser o, por lo menos, pa­recer una persona de otra edad. Una niña pequeña —casi un bebé— insistirá con ardor, hasta las lágrimas, que “no es pe­queña”, aunque aún lo es y lo sabe bien. El adolescente está ansioso por que lo reconozcan como un adulto y así lo llamen. Sobre las mujeres que “se rejuvenecen” ya se ha escrito todo y lo hicieron todos los que, en algún momento, desearon refe­rirse a este delicado tema. Entre paréntesis, digamos que en igual medida muchos hombres pueden entrar en la categoría de quienes desean parecer más jóvenes; tratan esforzadamente de ocultar su edad y, en primer lugar, sus poco agradables atri­butos: abdomen, calvicie, sienes canosas. Resulta paradójico, pero es un hecho real que a muy pocas personas les gusta la edad que tienen en realidad y se esfuerzan por parecer de un grupo evolutivo mayor o menor. ¿Cómo explicar este capricho de nuestra autoconciencia evolutiva?

         El fenómeno señalado ha interesado mucho a los psicólo­gos; sin embargo, las investigaciones se realizaron predomi­nantemente en la psicología infantil. Así, a los niños de 6 a 12 años, que investigaron Bianca Zazzo y una sede de psicólogos franceses, se les propuso elegir la edad preferida: ser un niño pequeño, conservar su edad real o ser mayor. Además, en las entrevistas se preguntaba al sujeto si querría ser ahora sólo un año mayor o convertirse rápidamente en joven o en adulto. B.        Zazzo partió de la premisa siguiente: la aceptación de la propia edad real es un indicador de mayor madurez, de un nivel más alto de autoconciencia y autovaloración. Esta presunción nos parece (y trataremos de mostrarlo más adelante), en general, discutible. Pero veamos primero los resultados obteni­dos por B. Zazzo.

     Ella estudió niños de diferentes capas de la sociedad francesa (“obreros”, “empleados” y “personal superior”) y las diferencias evolutivas y socioculturales de las respuestas que obtuvo fueron bastante claras, Los niños fueron unánimes prác­ticamente sólo en una cosa: en no desear ser pequeños. En los hijos de “obreros” y del “personal superior” domina el deseo de ser adultos. Es verdad que, con la edad, los niños comien­zan a preferir con más frecuencia su propia edad (ocurre antes en los niños del “medio social más alto”, es decir, del “personal superior”). B. Zazzo interpreta estos hechos como indica­dores de un “gran infantilismo” en los niños provenientes del medio obrero, aunque señala que las orientaciones de los adul­tos ejercen una influencia importante: en un medio social más alto se enfatiza el desarrollo de la persona (madurez moral, in­dependencia, nivel de intereses, etc.); en el medio obrero, la madurez práctica, la adaptación a las exigencias ligadas con el rol social. Los niños de los “empleados” en todos los casos ocupan una posición intermedia.

     Un mérito del trabajo de B. Zazzo y sus colegas es la gran atención que se presta al medio social de desarrollo de la per­sonalidad: las diferencias obtenidas en este plano son impor­tantes y demostrativas. Pero ahora nos interesa otra cosa: la aceptación de la “propia edad” o la preferencia por otra. La conclusión de B. Zazzo de que las ideas acerca de si mismo son una fuerza motriz esencial en el desarrollo de la personalidad es incuestionable. Pero estamos dispuestos a discutir su con­clusión de que al evaluar positivamente su Yo actual, el niño y el adolescente integran su desarrollo pasado y, de esta forma, se preparan para la etapa posterior. A nuestro juicio, esta tesis contiene sólo una parte de la verdad y refleja únicamente una cara de la medalla. Como hemos dicho varias veces, la aspiración a convertirse en adulto es un factor tan importante del desarrollo de la personalidad en la niñez como la tendencia aquí señalada de conservar su edad. Más aún, en los adolescentes la predominancia de la satisfacción con su edad puede ser un freno para el desarrollo de la personalidad (recordemos el concepto de infantilismo). Por lo visto, se debe considerar preferible una determinada unidad de satisfacción e insatisfacción, la coexistencia y la lucha interna de tendencias motivacionales contrapuestas. Llamamos a esta particularidad de la autoconciencia evolutiva (que no consideramos un atributo exclusivo de niños y adolescentes) un tipo de formación psicológica en presencia de la que el hombre, asimilando determinados procedimientos de acción, pensamiento y conducta normativos para la edad dada, experimenta, al mismo tiempo, satisfacción por los logros e insatisfacción por el nivel alcanzado, a la luz de las tareas de su desarrollo futuro. En esta situación son legí­timos tanto el esfuerzo por corresponder a su edad como el deseo de pasar a otro estado diferente del actual. Esto se manifiesta claramente en todas las crisis evolutivas del desarrollo que acentúan el segundo aspecto de la contradicción (anhelos de cambios).

     De esta forma llegamos a una tesis muy importante que se refiere a otra particularidad de la personalidad humana en desarrollo: su capacidad para trascender cualquier forma limitada. Ya hemos señalado esta característica cuando discutimos el problema de la “norma” de la personalidad, al definir la asi­milación de la norma como su superación en una nueva forma de actividad y personalidad. Aquí diremos que esta peculiaridad también es propia de la dinámica evolutiva del desarrollo de la personalidad, en la que la adquisición de una edad, su asimilación es, a fin de cuentas, sólo un momento del desarro­llo que debe ser sustituido por una nueva etapa, por el pasaje a un nuevo estado evolutivo; este pasaje ya está contenido en la edad precedente como tendencia a trascender sus límites.

     En este plano, la vida en una determinada edad implica al mismo tiempo vivenciar esa edad y liberarse de ella. La naturaleza de la personalidad humana es tal que permanentemente traspasa los propios límites (se autodesarrolla), se extrapola permanentemente a si misma en el futuro, por cuanto el deseo de futuro es deseo de desarrollo.

    Además, la adquisición de una determinada forma y el traspaso de sus límites puede ocurrir no sólo con respecto al futuro, sino también al pasado, lo que aparece como una nostalgia por lo vivido y por lo que uno ha perdido. Esto se manifiesta de manera especialmente marcada en las personas de edad madura y avanzada. El mismo mecanismo parece trabajar al revés. La nueva situación social de desarrollo en la edad madura, por ejemplo, exige del hombre abandonar las formas juveniles de actividad, adquirir seriedad, responsabilidad, un nuevo estilo de vida; el sujeto se resiste por cuanto, extrapolándose en el futuro, que de hecho ya ha llegado, no encuentra una imagen adecuada de su Yo. Por eso idealiza las etapas ya vividas y sobre la base de la experiencia que ya posee y de las tendencias actuales, trata de volver a una edad más temprana (ya nos hemos referido a la atracción especial que ejerce la juventud en este plano). El fenómeno mencionado puede evaluarse de distintas maneras: se pueden calificar irónicamente los intentos de “rejuvenecimiento”; afirmar con todo fundamento que, como es imposible volver atrás la historia, también lo es volver a etapas más tempranas de la ontogénesis; considerar que estas conductas son “inadecuadas”, etc. Sin embargo, nuestra tarea es comprender y por eso nos limitamos a la observación.

La “crisis de identidad”, la “hipocondría” y la “muerte en el contexto de los objetos”

El conocido filósofo danés Sóren Kierkegaard decía que el hombre adulto vive convencido de que las ilusiones y las dudas pertenecen a la juventud y que no tienen ninguna relación con él. Sin embargo, esta creencia es una ilusión peor que las de la juventud. Los investigadores modernos mostraron que en muchas personas maduras se observa lo que puede denomi­narse “crisis de identidad”. Hablando estrictamente, la idea de la “crisis de identidad” no es nueva, pero se aplicaba principal­mente en la psicología infantil para caracterizar algunos rasgos de los adolescentes. Por crisis de identidad se entiende cierta no-correspondencia del hombre consigo mismo, su incapacidad para determinar quién es, cuáles son sus objetivos en la vida, cómo es percibido por los otros, qué lugar ocupa en de­terminado grupo social y en la sociedad, etc. Pero si este con­cepto posee una fuerza explicativa suficiente para caracterizar a los adolescentes y jóvenes, su aplicación a la personalidad madura parece, a primera vista, paradójica.

    Sin embargo, creemos que existen sólidos argumentos para emplearlo también en relación con los adultos, porque el fenómeno mencionado se observa con bastante frecuencia en la vida cotidiana y se ha descrito reiteradamente en la literatura; además, no es difícil describir su cuadro típico en términos psicológicos. Se trata de la pérdida de sensibilidad ante lo nuevo, la sensación de “retrasarse con respecto a la vida”, el descenso del nivel profesional; el sujeto, acostumbrado a considerarse un especialista capaz, necesario, una persona que tiene el status social correspondiente, descubre que se ha convertido en otro. Surgen dudas con respecto a las posibilidades propias, inseguridad, la sensación torturante de que es necesario reducir la autovaloración; desaparece la sensación alegre de estar viviendo una vida plena y es reemplazada por un estado depre­sivo, cuyas causas no se comprenden inmediatamente y que se vivencian como agotamiento de las posibilidades propias, etc.

     Al analizar la dinámica evolutiva de la vida del hombre, Hegel notó un fenómeno similar que llamó “hipocondría”. Señala correctamente que, en lo fundamental, la vida del hombre adulto es práctica y como tal está inevitablemente ligada con “minucias” y “trivialidades”. Y aunque esto es algo muy natural, dice Hegel, por cuanto la acción implica el inevitable pasaje a los detalles, para el hombre puede resultar muy doloroso y la imposibilidad de realizar inmediatamente sus ideales pue­de llevarlo a la hipocondría. “Casi nadie ha podido evitar esta hipocondría, aún cuando sus manifestaciones sean insignifi­cantes en muchas personas. Cuanto más tarde domina al hom­bre, más graves son sus síntomas. En las naturalezas débiles puede prolongarse toda la vida. En este estado enfermizo, el hombre no quiere renunciar a su subjetividad y no puede supe­rar su repulsión por la realidad; es por eso que se encuentra en un estado de relativa incapacidad, que muy fácilmente puede convertirse en incapacidad real.”

     No es posible precisar el momento en que se inicia esta crisis evolutiva; ello depende, fundamentalmente, de las características de la vida individual y, en ese plano, la variabilidad en el tiempo y en la intensidad con que ocurren los fenómenos in­dicados es grande. Estudiaremos su esencia, es decir trataremos de aclarar por qué surge la “crisis de identidad”, la “hipocondría” en el hombre adulto, que se encuentra en la flor de la edad, en la época akme.

     Pensamos que la respuesta a este problema debe buscarse, por una parte, en los cambios asociados a la aparición de nuevas generaciones que influyen en el curso de algunas edades; por otra parte, en la especificidad de la actividad laboral creativa del hombre. Estas dos cuestiones, en forma general, fue­ron analizadas más arriba. Veamos cómo se manifiestan en el contexto de la situación social de desarrollo del hombre maduro.

     Examinemos qué consecuencias producen las diferencias intergeneracionales, el proceso ininterrumpido de sucesión de las generaciones. Entre los 40 y los 50 años, el hombre ocupa una posición intermedia entre sus padres, que ya han llegado a la vejez y sus hijos, que habitualmente en esa época terminaron la escuela y comienzan su vida autónoma. Los viejos se jubilan, requieren más cuidado; por lo general, se apartan, liberando para la generación media el campo de la actividad social y profesional, “entregan la responsabilidad” en todas las esferas de la vida. Las orientaciones valorativas de las personas maduras comienzan a jugar el papel rector en la vida de la sociedad; amados con todos los medios de la actividad humana que fueron elaborados en la historia de la humanidad y desarrollados en la historia de su generación, los adultos pueden afirmar sus gustos, su modo de vida, su estilo de actividad- en realidad, se constituyen en los legisladores de la “moda” (en el sentido más amplio de esta palabra). Por lo general en esta edad la mayoría de las personas alcanzan el apogeo de la carrera profesional y social, en sus manos se concentran las funciones de dirección en las más diversas esferas de la vida social. El hombre maduro ocupa hoy, como en otros períodos históricos, el lugar central en la estructura social y evolutiva de la sociedad, constituye la principal “correa de transmisión” del mecanismo estatal, social y económico. Su rol es socialmente muy importante.

     Al mismo tiempo, al alcanzar el apogeo, el punto más alto de su “vuelo”, el hombre agota en gran medida las “energías” (usamos este término en sentido figurado) que lo han llevado a su órbita. Como si fueran cohetes portadores que han cumplido su parte, la niñez, la adolescencia y la juventud liberan al satélite del peso de los depósitos vados para que pueda entrar en órbita; pero la energía gastada es irrecuperable y el satélite puede seguir moviéndose sólo por inercia, utilizando la aceleración obtenida; le restan únicamente recursos para maniobrar en el espacio cósmico.

     La imagen figurada es sólo eso y no se le puede exigir que tenga la propiedad de una ley universal; el hombre maduro que se mueve por la velocidad obtenida en las etapas anterio­res de su desarrollo es una imagen con cuya ayuda (en ausencia de datos experimentales) “formulamos” nuestra hipótesis sobre ciertas causas de las manifestaciones psicológicas de la madurez. Trataremos ahora de “vestir” el esqueleto de esta imagen con el “traje” de los fenómenos psicológicos concretos.

     Ya hemos explicado qué significa “el punto más alto de la órbita” en el vuelo del hombre en la madurez; es importante aclarar la imagen del “satélite” que se mueve por inercia y realiza maniobras. La clave de esta imagen está en la caracterización de la actividad del hombre maduro. Por lo general, a esta edad el hombre tiene en su haber uno o dos logros personales de carácter creador: hace un descubrimiento, introduce alguna racionalización en la esfera económica, técnica o social, realiza su programa pedagógico en sus hijos, etc. Estos “objetos” de su actividad vital insumen en las etapas precedentes de su vida todas las fuerzas, exigen el máximo esfuerzo del individuo. Sin embargo, como ya hemos visto, la actividad objetal requiere determinados contenidos objetales que se desarrollan en el curso de esa actividad. El hombre pone su personalidad, su individualidad y finalmente se objetiva, en los asuntos que realiza: en sus descubrimientos, en los productos de su creación artística, técnica o social, en los hijos que ha educado. Tarde o temprano llega el período en que el hombre ya maneja con dificultad la carga del contenido objetal de su actividad, ella es “absorbida” por el objeto y “se extingue”, al encarnarse y rea­lizarse en él. Por ejemplo, la madre y el padre se encarnan en los hijos como objeto de sus esfuerzos paternales, de su actividad pedagógica; el maestro, en el alumno como objeto de la actividad educativa; el científico, en los descubrimientos y en las personas que continúan su actividad científica; el artista, en sus obras; el obrero, en los diversos productos que sus manos producen. Esta carga, por si misma bastante pesada, aumenta mucho, porque en el proceso ininterrumpido del desarrollo de la vida los elementos nuevos amenazan con desplazarla al pa­sado. El descubrimiento envejece, los hijos engendran sus pro­pios hijos, lo que hace necesario reestructurar la educación para adaptarla a las nuevas condiciones; en sustitución de determinadas corrientes artísticas y métodos aparecen otros, “experimentales”, que encierran descubrimientos artísticos; la tecnología, la esfera objetal de existencia del hombre cambia impetuosamente. No se puede detener el progreso, pero para el individuo es triste ver cómo envejece, pasa a segundo plano y luego desaparece lo que hizo con tanto trabajo, a costa de un enorme esfuerzo. Todo esto puede provocar no sólo la “muerte en el contexto de los objetos”, como conclusión lógica de la actividad del hombre plasmada en determinados objetos y co­mo objetivación de las capacidades, sino también la tristeza, la “hipocondría”, la “crisis de identidad”.

     Hemos utilizado estos términos casi como sinónimos, pero ahora debemos diferenciarlos y aclararlos definitivamente. La “muerte en el contexto de los objetos” es inevitable. Por mas brillante e imponente que sea su personalidad, un hombre ais­lado nada puede hacer ante el proceso histórico de la actividad social; él será siempre un momento, puede que importante, del proceso histórico-social de transformación del entorno objetal de la vida humana. Por más trascendente que sea el aporte de un individuo, su posibilidad de transformar el objeto es finita. No se puede hacer nada “para siempre”, porque este “para siempre” será un momento del desarrollo histórico del género humano, un hito en esta historia, un testimonio para las épocas futuras, pero no la coronación del desarrollo.

     Muchas personas pueden superar la “hipocondría” y la su­peran de hecho cuando comprenden el rol y el lugar de su actividad en el proceso histórico y social; cuando no sólo aceptan la necesidad de lo nuevo, sino que se incluyen activamente en el6proceso innovador, utilizando toda la influencia de su posición social y profesional.

     En lo que se refiere a la “crisis de identidad”, su resolución es el medio para aceptar el carácter inevitable de la “muerte en el contexto de los objetos” y el factor para superar la “hipocondría”. En la nueva situación social de desarrollo, cuando el hombre se encuentra en la cúspide de la vida y ya no tiene fuerzas para elevarse más (este “más” simplemente no existe) él puede, sin embargo, sobre la base de la reflexión sincera, de un severo autoanálisis, restablecer su identidad en las nuevas con­diciones, lo que significa hallar para sí y para su Yo un lugar en estas nuevas condiciones, elaborar las formas de comporta­miento y los modos de actividad correspondientes. En el medio científico, que es el más cercano a nosotros y que por eso conocemos mejor, dicha crisis en el científico que ya conoce la “muerte en el contexto de los objetos” y presenta elementos de “hipocondría”, se resuelve de la mejor manera a través de los discípulos. de la transmisión de su herencia científica a manos de quienes continuarán su obra.

     Nos pueden objetar que el científico a los 40 6 50 años se encuentra en el pináculo de sus posibilidades creadoras Y (J~C para él no ha llegado aún la hora de pensar en la “muerte en el contexto de los objetos” y otras “tonterías” psicológicas. Este punto de vista tiene muchos adeptos; es difícil encontrar a un científico que, en la cúspide de su carrera, reconozca que está “muerto” en el sentido creativo, que ha agotado sus posibili­dades y que ya ha hecho “todo” lo que podía. También existen impresionantes ejemplos de longevidad creadora. Pero nosotros hablamos “en general”, sin pretender que nuestra opinión sea aceptada incondicionalmente y cuando nos referimos a los marcos cronológicos de los fenómenos señalados nos limitamos a mostrar con tacto “ciertos casos” y dejamos que cada uno “decida por sí mismo” si está o no incluido en ellos.

¿La “vejez de la juventud” o la “juventud de la vejez”?

     Las definiciones figuradas que encabezan este parágrafo pertenecen al gran poeta romántico Víctor Hugo. En estas pa­labras él expresó la esencia de esa época de la vida humana, cuando el hombre se encuentra en el límite entre la madurez y la vejez y no se encuentra por entero ni en una ni en otra edad. En nuestra época este periodo recibió el nombre mucho menos poético de “presenil”.

     El inicio dcl periodo que algunos llaman “jubileo” y otros, a la francesa, “l’age de decroisscment” (la edad de declinación), puede establecerse convencionalmente a los cincuenta años. Entre paréntesis, lo importante no son las denominaciones. Esta época de la vida humana tiene un carácter especial, transicional y puede describirse como una peculiar crisis evolutiva, aún poco estudiada.

     Se sabe que Auguste Comte, el “padre del positivismo”, entró a los 50 años en una fase de religiosidad que no tenía nada en común con las ideas del positivismo. Beethoven, en ese mismo período de su vida, rindió tributo en su obra al misticismo del cual, en conjunto, está muy alejada. Finalmente, Dmitri Ovsiánnikov-Kulikovskí hace curiosos comentarios sobre las Confesíones de Tolstói. Considerándolas con toda razón una obra autobiográfica, Ovsiánnikov-Kulikovslci señala que las Confesiones establecen categórica mente la existencia de una edad de transición, alrededor de los 50 años (Tolstói tenia entonces 47 años), cuando habitualmente el mundo interno del hombre se complejiza con sentimientos, ideas, estados de áni­mo que se venian preparando hace tiempo, pero que sólo en­tonces alcanzan la madurez y una transparente claridad. Esta edad representa un viraje tan radical en la vida psíquica como el que vivimos en la juventud temprana. Ambos están marcados por estados espirituales especiales, en los cuales se destaca una tristeza “sin causa”, una peculiar opresión del espíritu, el taediun vitae y, a veces, pensamientos sobre la muerte.

        Hemos analizado parcialmente las causas de la aparición de la crisis evolutiva en la transición de la madurez a la vejez cuando hablamos de fenómenos tales como la “muerte en el contexto de los objetos”, la “hipocondría” y la “crisis de identidad”. Conviene continuar este tema y desarrollarlo en el siguiente sentido: la “crisis de identidad” o la pérdida temporal de la identidad del propio Yo, la crisis específica de la imagen del Yo en el hombre adulto se resuelve en la actividad dirigida a encontrar su lugar en la nueva situación social de desarrollo, a renovar su personalidad en las nuevas condiciones de la vida. Esta tarea, como ya hemos señalado, tiene un carácter prácticamente universal que el niño, el adolescente y el joven adulto resuelven de diferentes maneras. La resuelve también el hombre maduro, pero en este caso el aspecto “filosófico” tiene igual peso que la actividad práctica.

     Nosotros hablamos de la actividad práctica como medio para superar la “crisis de identidad” y recordamos que el hombre, como dijo el famoso pensador alemán I. Herder, no representa la máquina más perfecta en manos de la naturaleza, sino un ser que hace de sí mismo la finalidad y el objeto de la acción; por eso toda la organización del hombre debe investigarse desde el punto de vista de su actividad. Insistimos en ello otra vez más, citando a Friedrich Schiller, quien señaló que la naturaleza da a los animales y a las plantas una misión y ella misma la realiza; en cambio, da al hombre sólo una misión y deja en sus manos el llevarla a cabo. Esta “orientación hacia sí mismo” se reflejó en innumerables mitos, que representan al hombre como llegado de un mundo más perfecto, del “siglo de oro” o del “paraíso”. En nuestra época nos expresamos más racionalmente: el hombre es aquello que él ha hecho de sí mismo, su personalidad es el producto de su actividad, etc. Sobre esto ya hemos escrito con bastante detalle; aquí sólo diremos que también durante el pasaje de la madurez a la vejez la actividad conserva su papel rector en el desarrollo de la personalidad.

     En lo que concierne al momento “filosófico” y a cierta tendencia a la “contemplación”, que se incrementan con la edad, son producto inevitable de la autorreflexión del hombre, de la evaluación de su camino vital, de la realización de un “balance provisorio”; es “provisorio”, por cuanto la fase activa de la vida aún no ha terminado, aunque ya comienza a ceder en la competencia con la actividad creadora de las generaciones jóvenes. Para restablecer su “identidad con el género”, sentir su fuerza real en el período en que aparecen los primeros sínto­mas de envejecimiento (algunos científicos dicen que esto ocurre a los 45 años; otros refieren los correspondientes cambios a periodos más tempranos, señalando que cl envejecimiento es una característica dinámica, a diferencia de la vejez como defi­nición estática), el hombre debe manifestar no sólo una activi­dad práctica, sino también movilizar su voluntad, las cualida­des espirituales, mantener su mente sana en un cuerpo cada vez más sometido a enfermedades y achaques. El cuerpo, tomando revancha sobre el espíritu, orienta el alma del hombre su mundo intelectual y emocional a la “reflexión filosófica” (ponemos estas palabras entre comillas porque no se trata del pensamiento filosófico profesional, sino de cierta tendencia del hombre, menos estricta pero más difundida, a captar en términos generalizados los fenómenos de su vida). Al examinar su pasado, el hombre parece adquirir una nueva visión de los acontecimientos de su biografía, lo evalúa de una nueva forma a la luz de la experiencia vital, cuando ya no puede modificar nada de ese pasado ni tiene prácticamente fundamentos para esperar cambios sustanciales en su personalidad en el futuro, porque todos sabemos cuántos años hemos vivido pero nadie sabe cuánto le queda por vivir. En esta situación, la personalidad humana adquiere por primera vez un estado de estabilidad, cierta plenitud y culminación. Al contemplarse a sí mismo como producto de su vida, el hombre reflexiona sobre si mismo con especial intensidad.

     En el libro Ni un día sin escribir aunque sea una línea de Yu. Olesha, conocido escritor soviético, se describe vivamente esta situación: “... eso de vivir hasta la vejez es una experiencia fantástica. Yo no bromeo. ¿Acaso no es verdad que pude no ha­ber vivido hasta la vejez? Pero he vivido y lo fantástico es que me parece que me muestran a los otros. Por cuanto sigo teniendo la sensación del ‘yo vivo’ como en la infancia, con esta sensación me percibo a mi mismo, viejo, como antes joven y fresco. Este Viejo es algo nuevo para mi, por cuanto, repito, podría no haber visto a este viejo; por lo menos durante muchos, muchísimos años no pensé que lo vería. Y de pronto desde el espejo me mira a mí, joven por dentro y por fuera, un viejo. ¡Es algo fantástico!”. Un poco más adelante dice: “... ahora somos dos: yo y esa otra persona. En la juventud también cambié, pero de manera inadvertida y en lo esencial seguía siendo el mismo. Pero aquí hay un cambio brusco, yo me he convertido en otra persona. ¡Hola! ¿Quién eres tú? Yo soy tú. ¡No, no es verdad!”. ¡Qué compleja gama de sentimientos!

     El hecho de que en los años restantes el hombre pueda hacer mínimos cambios y “correcciones”, para los que queda una reserva pequeña de fuerzas y tiempo, otorga una especial intensidad y agudeza a este autoanálisis. Es una torturante transición desde el estado de actividad máxima e impetuosa a su paulatina reducción y limitación, debidas a la salud menguante, la insuficiencia de fuerzas creadoras y la necesidad de ceder lugar a las nuevas generaciones. Sin embargo, hoy un hombre de 50 ó de 60 años no se siente aún “viejo” y en el momento de jubilarse (en la URSS las mujeres se jubilan a los 55 años y los hombres a los 60) hace los últimos intentos por volver a la actividad. Para nuestra conciencia, la vejez no posee el encanto de la juventud: nos enorgullecemos de ésta y lamentamos la vejez y despreciamos la desintegración. Con la mentira o los artificios cosméticos tratamos de ocultar los indicios de la vejez. Pero ¿es en verdad tan repulsivo este fenómeno, al punto que el hombre prefiera parecer “ridículo” en sus intentos de rejuvenecerse que mostrarse viejo? Trataremos de responder a esta pregunta analizando dicha edad como un fenómeno evolutivo peculiar.


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