miércoles, 4 de abril de 2012

EL DÍA QUE NIETZSCHE LLORÓ




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Diciembre de 1882. La joven y deslumbrante Lou Salomé concierta una misteriosa cita con Josef Breuer, célebre médico vienés, con el objeto de salvar la vida de un tal Friedrich Nietzsche, un atormentado filósofo alemán, casi desconocido pero de brillante porvenir, que manifiesta tendencias suicidas. Breuer, influido por las novedosas teorías de su joven protegido Sigmund Freud, acepta la peligrosa estrategia que Salomé le propone –psicoanalizar a Nietzsche sin que éste se dé cuenta–, sin saber que es victima de una intriga personal tramada por la mujer.
El día que Nietzsche lloró es una irónica vuelta de tuerca en la historia de la filosofía y el psicoanálisis, y una divertida ocasión de repasar la biografía de figuras que, como Freud y Nietzsche, han configurado el rostro contemporáneo de la cultura occidental.

Irvin D. Yalom es psicólogo de profesión y tiene a su cargo una cátedra de psiquiatría en la Universidad de Stanford. Ha escrito varios libros de texto sobre psicoterapia, entre ellos Teoría y práctica de la psicoterapia de grupo, que tuvo un gran éxito de venta en su país. En el campo de la narrativa, se destaca Love's Executioner (Verdugo del amor) que mereció los elogios de la crítica literaria por su inteligente forma de conjugar psicoterapia y pensamiento con los mejores ingredientes de una novela de suspenso.
“una fantasía sobre una relación entre Nietzsche y Breuer... novela inteligente, cuidadosamente documentada, de rica imaginación”
Boston Globe

“La mejor dramatización de las ideas de un gran pensador desde el Freud de Sartre”
Chicago Tribune

“Yalom cumple su promesa de enérgico narrador y brillante adivino de la psique humana”
Rolo May

“Fascinante por su amable retrato de la partida de ajedrez que es el psicoanálisis en acción... cosecha las ideas de Nietzsche sobre los cuatro grandes dilemas de la existencia: la muerte, la libertad, la soledad y el problema de darle sentido a la vida”
Los Ángeles Times

“Yalom, figura prominente dentro de la psicoterapia existencial, consigue recrear un carácter tan perfilado e inimitable como el de Nietzsche, logrando una novela imaginativa, pero creíble, intelectual y a la vez llena de suspenso... Este Nietzsche de ficción acaba siendo mucho más real que el de los biógrafos: más de carne y hueso, más vivo y, sobre todo más transparente. Hacia el final de la novela, Nietzsche le dice a Breuer que por fin alguien le ha comprendido. Algo parecido se podría decir de Yalom: ha sabido insuflar vida a ese enigma decimonónico cuya sombra aún nos acompaña”
La Vanguardia, Barcelona

AGRADECIMIENTOS

Al círculo de amigos que me ha apoyado durante todos estos años:

Mort, Jay. Herb, David, Helen, John, Maxy, Saul, Cathy, Larry, Carol, Rollo, Harvey, Ruthellen, Stina, Herant, Bea, Maxianne, Bob, Pat.

A mi hermana Jean y a Maxilyn, mi mejor amiga.


FRASES INTRODUCTORIAS

Hay quienes no pueden aflojar sus propias cadenas
y sin embargo pueden liberar a sus amigos.

Debes estar preparado para arder en tu propio fuego:
¿Cómo podrías renacer sin haberte convertido en cenizas?

Así habló Zaratustra

UNO

Las campanas de San Salvatore interrumpieron el ensimismamiento de Josef Breuer. Sacó el macizo reloj de oro del bolsillo del chaleco. Las nueve. Volvió a leer la pequeña tarjeta de borde plateado que había recibido el día anterior.

21 de octubre de 1882
Doctor Breuer:
Quisiera verle por un asunto muy urgente. El futuro
de la filosofía alemana depende de ello. Le espero mañana
a las nueve de la mañana en el café Sorrento.
Lou Salomé

¡Nota impertinente! Hacía años que nadie se dirigía a él de forma tan atrevida. No conocía a ninguna Lou Salomé. El sobre no llevaba dirección. No había manera de decirle a aquella persona que las nueve de la mañana era una hora improcedente, que a Frau Breuer no le gustaría desayunar sola, que el doctor Breuer estaba de vacaciones y que los "asuntos muy urgentes" no le interesaban. Que, en realidad, el doctor Breuer estaba en Venecia para huir de los asuntos urgentes.
A las nueve en punto, sin embargo, estaba ya en el café Sorrento, escrutando los rostros que había a su alrededor, preguntándose cuál sería el de la impertinente Lou Salomé.
–¿Más café, señor?
Breuer asintió con la cabeza al Camarero, un muchacho de unos catorce años, con el cabello negro y húmedo peinado hacia atrás. ¿Durante cuánto tiempo habría fantaseado? Volvió a consultar el reloj. Otros diez minutos de vida desperdiciados. Y desperdiciados ¿en qué? Como de costumbre, había estado fantaseando con Bertha, la hermosa Bertha, paciente suya desde hacía dos años. Recordaba su voz provocativa: "Doctor Breuer, ¿por qué me tiene miedo?" Recordaba la respuesta de la mujer cuando le había dicho que ya no era su médico: "Esperaré. Usted siempre será el único hombre de mi vida".
Se reprendió a sí mismo: “¡Por el amor de Dios, basta! ¡Deja de pensar! ¡Abre los ojos! ¡Mira a tu alrededor' ¡Deja entrar al mundo!”
Breuer levantó la taza e inhaló el aroma del rico café junto con el frío aire veneciano de octubre. Volvió la cabeza y miró a su alrededor. Las otras mesas del café Sorrento estaban ocupadas por hombres y mujeres que desayunaban, la mayoría turistas de cierta edad. Algunos tenían la taza de café en una mano y el periódico en la otra. Más allá de las mesas, las palomas revoloteaban y se posaban. Sólo la ondulante estela de una góndola que bordeaba la orilla alteraba las tranquilas aguas del Gran Canal, en las que se reflejaban los grandes palacios que se alzaban en sus márgenes. Las otras góndolas aún dormían en el canal, amarradas a los postes que sobresalían en oblicuo de las aguas, semejantes a lanzas arrojadas al azar por la mano de un gigante.
"¡Sí, eso es, mira a tu alrededor, imbécil! –se dijo Breuer–. La gente viene a Venecia de todos los rincones del mundo; gente que se resiste a morir sin conocer toda esta belleza. ¿Cuánto me habré perdido en la vida sólo por dejar de mirar? ¿O por mirar sin ver?" El día anterior había dado un paseo solitario por la isla de Murano y al cabo de una hora no había visto ni memorizado nada. Ninguna imagen se había filtrado por su retina hasta la corteza cerebral. Pensar en Bertha le ocupaba todo el tiempo: evocaba su seductora sonrisa, sus ojos adorables, el tacto de su cuerpo cálido y dócil, y su respiración acelerada cuando la examinaba o le daba un masaje. Escenas así tenían poder, vida propia; y cada vez que bajaba la guardia, le invadían la mente y se apoderaban de su imaginación. "¿Será ésta mi suerte para siempre? –se preguntó–, ¿estoy destinado a ser sólo un escenario donde los recuerdos de Bertha representan continuamente su drama?"
Alguien se puso en píe en una mesa contigua. El chirrido de la silla metálica sobre el ladrillo sobresaltó a Breuer, que de nuevo volvió a buscar a Lou Salomé.
¡Al1í estaba! Tenía que ser la mujer que avanzaba por la Riva del Carbón y se disponía a entrar en el café. Sólo aquella mujer interesante, alta, delgada, envuelta en pieles, que avanzaba con paso majestuoso entre el laberinto de las atestadas mesas podría haber escrito aquella nota. Y a medida que se acercaba, Breuer vio que era joven, quizá más joven aún que Bertha, posiblemente una colegiala. ¡Pero aquella presencia imponente..., extraordinaria! ¡Llegaría lejos!
Lou Salomé siguió avanzando hacia él sin la menor vacilación. ¿Cómo podía estar tan segura de que era él? Con un rápido ademán, Breuer se pasó la mano izquierda por la rojiza barba para comprobar que no le hubieran quedado restos del desayuno. Con la derecha se estiró la negra levita para eliminar cualquier arruga del cuello. Cuando la mujer se encontraba a pocos pasos de él, se detuvo un instante y lo miró a los ojos con osadía.
El cerebro de Breuer dejó de parlotear. Mirar no requería concentración. La retina y la corteza cooperaban a la perfección, permitiendo que la imagen de Lou Salomé entrara con toda libertad en su mente. Era una mujer de belleza poco común: frente poderosa, barbilla fuerte, ojos azules brillantes, labios carnosos y sensuales, pelo rubio ceniza cepillado de forma descuidada y recogido en lo alto en un lánguido moño que dejaba al descubierto las orejas y el cuello, largo y elegante. Notó con especial placer los mechones de pelo que se escapaban del moño y se esparcían, temerariamente, en todas direcciones.
Otros tres pasos y ya estaba junto a él.
–Doctor Breuer, soy Lou Salomé. ¿Puedo sentarme?
–Hizo un ademán para señalar la silla. Se sentó con tal rapidez que Breuer no tuvo tiempo de saludarla, esto es, ponerse en pie, hacer una reverencia, besarle la mano, apartarle la silla de la mesa.
–¡Camarero! ¡Camarero! –Breuer chascó los dedos–. Café para la señora. Caffè e latte? –Miró a Fräulein Salomé. Ésta asintió y, a pesar del frío de la mañana, se quitó la capa de pieles.
–Sí, caffè e latte.
Breuer y su invitada permanecieron en silencio un momento. Lou Salomé lo miró a los ojos y empezó a hablar.
–Tengo un amigo que está desesperado. Temo que se mate en un futuro muy cercano. Para mí significaría una gran pérdida y una tragedia personal porque tendría cierta responsabilidad. Aunque podría soportarlo y sobreponerme. Pero –se inclinó hacia él, bajando la voz– dicha pérdida se extendería más allá de mí: la muerte de este hombre tendría consecuencias trascendentales para usted, para la cultura europea, para todos. Créame.
Breuer estuvo a punto de decir: “Estoy seguro de que exagera, Fräulein”, pero no pudo pronunciar palabra. Lo que en otra joven habría sido una hipérbole adolescente parecía distinto en aquel caso: algo que había que tomarse en serio. Su sinceridad y convicción resultaban irresistibles.
–¿Quién es ese hombre? ¿lo conozco?
–¡Todavía no! Pero con el tiempo todo el mundo lo conocerá. Se llama Friedrich Nietzsche. Tal vez esta carta de Richard Wagner al profesor Nietzsche sirva de presentación. –Extrajo una carta del bolso, la abrió y se la dio a Breuer–. Primero debo decirle que Nietzsche no sabe que estoy aquí ni que poseo esta carta.
La última frase hizo dudar a Breuer. "¿Debo leerla? El profesor Nietzsche no sabe que me la enseña, ni siquiera sabe que la tiene esta mujer. ¿Cómo la habrá conseguido? ¿La habrá tomado prestada? ¿La habrá robado?"
Breuer se enorgullecía de muchas cualidades suyas. Era leal y generoso. Su perspicacia para el diagnóstico era famosa: en Viena era el médico personal de grandes hombres de ciencia, artistas y filósofos como Brahms, Brucke y Brentano. A los cuarenta años era conocido en toda Europa y ciudadanos distinguidos de todo Occidente viajaban para consultarle. Pero, sobre todo, se enorgullecía de su integridad: ni una sola vez en la vida había cometido un acto deshonroso. A no ser que se le quisieran reprochar sus pensamientos carnales sobre Bertha, pensamientos que en buena ley deberían dirigirse a su mujer, Mathilde.
Dudó antes de coger la carta. Aunque sólo un instante. Otra mirada a aquellos ojos cristalinos bastó para convencerle y cogió la carta. Llevaba fecha del 10 de enero de 1882 y empezaba: "Mi querido Friedrich". Algunos párrafos se habían señalado con un círculo.
Acaba de entregar usted al mundo una obra inigualable. Su libro se caracteriza por una seguridad absoluta y una originalidad profundísima. ¿De qué otra manera mi esposa y yo podríamos haber visto cristalizado el más ferviente deseo de nuestra vida, que algún día algo nos llegará desde fuera para apoderarse por completo de nuestro corazón y de nuestra alma? Ambos hemos leído su libro dos veces, una vez a solas, durante el día, y luego en voz alta, por la tarde. Prácticamente nos disputamos el único ejemplar que tenemos y lamentamos que el otro que se nos prometió no haya llegado.
¡Pero está usted enfermo! ¿Está también desanimado? De ser así, haría con alegría cualquier cosa para disipar su desánimo. ¿Cómo empezar? Por ahora sólo puedo reiterarle mis incondicionales elogios. Acéptelos, al menos, con espíritu cordial, aunque le dejen insatisfecho.
Reciba un muy sincero saludo de su
Richard Wagner

¡Richard Wagner! A pesar de su educación vienesa, de su familiaridad y trato con los grandes hombres de la época, Breuer quedó deslumbrado. ¡Una carta escrita por la propia mano del maestro! Pero pronto recuperó la compostura.
–Muy interesante, mi querida Fräulein, pero dígame con exactitud qué puedo hacer por usted.
Volviendo a inclinarse hacia delante, Lou Salomé puso con delicadeza la mano enguantada sobre la de Breuer.
–Nietzsche está enfermo, muy enfermo. Necesita su ayuda.
–Pero ¿cuál es la naturaleza de su enfermedad? ¿Cuáles son los síntomas? –Nervioso por el roce de la mano femenina, Breuer se sintió aliviado al nadar en aguas familiares.
–Dolores de cabeza. Más que nada, fuertes dolores de cabeza. Y náuseas continuas. Y ceguera inminente: su vista se ha ido deteriorando de forma gradual. Y problemas de estómago. A veces no puede comer durante días. E insomnio. No hay producto que le alivie y eso que toma cantidades peligrosas de morfina. Y Mareos. Durante días enteros se siente mareado, como si estuviera en alta Max.
Las largas listas de síntomas no eran ni una novedad ni un atractivo para Breuer, que veía entre veinte y treinta pacientes al día y que estaba en Venecia precisamente para librar–se de tales ocupaciones. No obstante, ante la vehemencia de Lou Salomé, se vio obligado a escucharla con atención.
–La respuesta a su petición, mi querida señora, es que sí, que veré a su amigo. Eso no admite dudas. Después de todo, soy médico. Pero, por favor, permítame hacerle una pregunta. ¿Por qué su amigo y usted no se han dirigido a mi de un modo más directo? ¿Por qué no han escrito a mi consultorio de Viena pidiendo una cita? –Mientras pronunciaba estas palabras, Breuer buscó con la mirada al camarero, para pedirle la cuenta, y pensó en lo contenta que se pondría Mathilde al verle regresar tan pronto al hotel.
Pero no podía rechazar a aquella atrevida.
–Doctor Breuer, unos minutos más, por favor. Le aseguro que no exagero cuando le hablo de la gravedad del estado de Nietzsche, de su profunda desesperación.
–No lo pongo en duda. Pero vuelvo a preguntarle, Fräulein Salomé, ¿por qué no va Herr Nietzsche a verme a mi consultorio de Viena? ¿O por qué no visita a un médico de Italia? ¿Dónde vive? ¿Quiere que le dé una recomendación para un médico de su ciudad? ¿Por qué yo? Y ya que estamos en ello, ¿cómo se enteró de que me encontraba en Venecia? ¿O de que soy amante de la ópera y admiro a Wagner? –Lou Salomé permaneció impávida y sonriente mientras Breuer disparaba sus preguntas; la sonrisa se hizo más traviesa conforme se sucedían las descargas–. Fräulein, sonríe usted como si poseyera un secreto. Creo que le gustan los misterios.
–Muchas preguntas, doctor Breuer. Llama la atención: llevamos sólo unos minutos hablando y fíjese cuánto hay ya que saber. Buen augurio de conversaciones futuras. Permítame seguir hablando de nuestro paciente.
¡Nuestro paciente! Breuer se Maravilló otra vez de su audacia. La mujer prosiguió.
–Nietzsche ha agotado los recursos médicos de Alemania, Suiza e Italia. Ningún médico ha logrado comprender su mal ni aliviar sus síntomas. Me dice que en los últimos veinticuatro meses ha visto a veinticuatro de los mejores médicos de Europa. Ha abandonado su patria y a sus amigos, ha dejado su plaza en la universidad. Se ha convertido en un viajero que busca un clima tolerable, un par de días de alivio para su dolor.
La joven hizo una pausa y levantó la taza, mientras mantenía la mirada fija en Breuer.
–Fräulein, en mi práctica médica muchas veces veo a pacientes en condiciones poco corrientes o intrigantes. Pero permítame que le hable con franqueza: no hago milagros. En una situación así (con ceguera, dolor de cabeza, vértigo, gastritis, debilidad, insomnio), cuando ya se ha consultado a muchos médicos excelentes, no hay muchas probabilidades de que yo pueda hacer otra cosa que ser el médico excelente número veinticinco que le ausculta en otros tantos meses. –Breuer se echó atrás, sacó un cigarro y lo encendió. Lanzó una delgada columna de humo azul, aguardó a que se desvaneciera y prosiguió–. De nuevo, sin embargo, la invito a que me permita examinar al profesor Nietzsche en mi consultorio. Aunque pudiera ocurrir que la causa y cura de su estado estén más allá de la ciencia médica de 1882. Quizá naciera su amigo demasiado pronto, una generación antes de lo que le tocaba.
–¡Demasiado pronto! –La joven se echó a reír–. Una observación muy aguda, doctor Breuer. ¡Cuántas veces he oído a Nietzsche decir lo mismo! Ahora estoy segura de que es usted el médico indicado.
A pesar de su deseo de Marcharse y de la recurrente imagen de Mathilde ya arreglada y paseándose con impaciencia por la habitación del hotel, Breuer manifestó un inmediato interés.
–¿Por qué dice eso?
–Nietzsche habla de sí mismo calificándose a menudo de "filósofo póstumo", de filósofo para el que el mundo todavía no está preparado. El libro que prepara en estos momentos empieza con ese tema: Zaratustra, un profeta rebosante de sabiduría, decide instruir a la gente. Pero nadie entiende sus palabras. Nadie está preparado para comprenderle y el profeta, al darse cuenta de que ha llegado demasiado pronto, regresa a su soledad.
–Fräulein, sus palabras me intrigan: la filosofía me apasiona. Pero mi tiempo es hoy limitado y aún no he oído una respuesta directa a la pregunta de por qué su amigo no acude a mí consultorio de Viena.
–Doctor Breuer –Lou Salomé lo miró a los ojos–, perdone mi falta de precisión. Puede que me ande con demasiados rodeos. Siempre me ha gustado la compañía de espíritus ilustres; puede que porque necesite modelos para mí propio desarrollo o porque disfrute coleccionándolos. Pero es un privilegio hablar con un hombre de la profundidad y posición de usted. –Breuer se ruborizó. No podía resistir la mirada de la joven y apartó la suya mientras ella continuaba–. Quizá sea poco concreta para prolongar este momento de compañía.
–¿Más café, Fräulein? –Breuer hizo una seña al camarero–. Y más bollos como éstos. ¿Ha pensado alguna vez en las diferencias entre las panaderías alemanas y las italianas? Permítame exponerle mi teoría acerca de la concordancia entre el pan y el carácter nacional.
De modo que Breuer no se apresuró a regresar junto a Mathilde. Y mientras tomaba un tranquilo desayuno con Lou Salomé, meditaba acerca de la ironía de la situación. ¡Qué extraño ir a Venecia para reparar el daño hecho por una mujer hermosa y encontrarse departiendo a solas con otra más hermosa aún! Observó que, por primera vez en muchos meses, su mente estaba libre de la obsesión por Bertha.
"Quizá haya esperanza para mí, después de todo. Quizá pueda utilizar a esta mujer para borrar a Bertha de mí mente. ¿Habré descubierto un equivalente psicológico de la terapia farmacológica sustitutiva? Una sustancia benigna, como la valeriana, puede reemplazar otra más peligrosa como la morfina. Del mismo modo, Lou Salomé podría sustituir a Bertha y eso significaría un progreso. Después de todo, esta mujer es más refinada, más completa. Bertha es... ¿cómo decirlo?, presexual, una mujer frustrada, una niña que se agita con torpeza dentro de un cuerpo adulto."
Sin embargo, Breuer sabía que era precisamente esa inocencia presexual lo que le atraía de Bertha. Las dos mujeres le excitaban: pensar en ellas le producía un escalofrío en la espalda. Y ambas mujeres le asustaban: eran peligrosas, cada una a su manera. Aquella Lou Salomé le asustaba por su poder, por lo que podría hacerle. Bertha le asustaba por su sumisión, por lo que podría hacerle a ella. Tembló al pensar en los riesgos en que había incurrido con Bertha, en lo cerca que había estado de violar el principio fundamental de la ética médica y de causar la ruina de su persona, su familia, su vida entera.
Estaba tan absorto en la conversación y tan deslumbrado por su joven compañera de desayuno, que fue ésta y no él quien volvió a referirse a la enfermedad del tal Nietzsche y, en concreto, al comentario de Breuer sobre los milagros médicos.
–Tengo veintiún años, doctor Breuer, y ya no creo en los milagros. Me doy cuenta de que el fracaso de veinticuatro médicos excelentes sólo puede significar que hemos llegado al límite del conocimiento médico contemporáneo.
Pero no me interprete mal. No me hago ilusiones sobre sus posibilidades de curar a Nietzsche. Esta no es la razón por la que he acudido a usted.
Breuer dejó la taza y se limpió la barba y el bigote con la servilleta.
–Perdóneme, Fräulein, pero no entiendo nada. Usted ha empezado diciendo, ¿no es así?, que necesitaba mi ayuda porque tenía un amigo que estaba muy enfermo.
–No, doctor Breuer. He dicho que tengo un amigo que está desesperado, que corre peligro de suicidarse. Es la desesperación del profesor Nietzsche, no su corpus, lo que le pido que cure.
–Pero, Fräulein, si su amigo está desesperado a causa de su salud y yo no tengo remedio médico para él, ¿qué se puede hacer? No puedo socorrer a una mente enferma. –Breuer interpretó que el asentimiento de Lou Salomé significaba que había reconocido las palabras del médico de Macbeth y prosiguió–: Fräulein Salomé, no hay remedio para la desesperación, no existen médicos del alma. Poco puedo hacer, salvo recomendarle ciertos excelentes balnearios de Austria e Italia. O una conversación con un cura u otro consejero religioso, con un miembro de su familia, o con un buen amigo.
–Doctor Breuer, sé que usted puede hacer mucho más. Tengo un espía. Mi hermano Jenia es estudiante de medicina y ha estado en su clínica vienesa este año.
¡Jenia Salomé! Breuer trató de recordar el nombre. Había tantos estudiantes...
–Por él supe de su amor por Wagner y que estaría de vacaciones en Venecia esta semana, y que se hospedaría en el hotel Analfi. También me dijo cómo reconocerlo. Pero lo mas importante es que también me enteré de que es usted un médico de la desesperación. El verano pasado, Jenia asistió a una reunión informal en la que usted describió el tratamiento al que sometió a una joven llamada Anna O., una mujer sumida en la desesperación y a quien usted trató con una nueva técnica, "una cura dialogada", basada en el razonamiento, en el análisis de las asociaciones mentales. Jenia dice que usted es el único médico en Europa capaz de ofrecer un verdadero tratamiento psicológico.
¡Anna O.! Breuer dio un respingo al oír el nombre y derramó el café al llevarse la taza a los labios. Se secó la mano con la servilleta, con la esperanza de que Fräulein Salomé no hubiera notado el accidente. Anna O. ¡Era increíble! Dondequiera que fuese, encontraba a Anna O., su nombre secreto, la clave que ocultaba a Bertha Pappenheim. Discreto hasta la exageración, Breuer nunca utilizaba el verdadero nombre de sus pacientes cuando hablaba de ellos con sus alumnos. Inventaba un seudónimo, adelantando el orden alfabético de las iniciales del paciente: de ese modo, B.P., las iniciales de Bertha Pappenheim, habían pasado a ser Anna O.
–Usted causó una extraordinaria impresión en Jenia, doctor Breuer. Cuando describió su conferencia y la cura de Anna O., mi hermano dijo que para él era un honor estar cerca de la luz del genio. Debo decirle que Jenia no es un joven impresionable. Nunca le había oído hablar así. Entonces decidí conocerle algún día, quizá incluso estudiar con usted. La llegada de ese día se convirtió en necesidad apremiante al empeorar el estado de Nietzsche durante estos dos últimos meses.
Breuer miró a su alrededor. Muchos parroquianos habían terminado y se habían ido del café, pero él seguía allí sentado, en plena fuga de Bertha, conversando con una joven sorprendente a quien la misma Bertha había conducido hasta su vida. Sintió un escalofrío .¿No habría manera de escapar de Bertha?
–Fräulein. –Breuer se aclaró la garganta–. Fräulein, el caso que describió su hermano no fue más que un caso único en el que empleé una técnica experimental. No hay razón para creer que esta técnica particular pueda ayudar a su amigo. En realidad, existen razones para creer que no daría resultado.
–¿Por qué, doctor Breuer?
–Me temo que no pueda explayarme por cuestiones de tiempo. De momento, me limitaré a señalar que Anna O. y su amigo tienen enfermedades muy distintas. Ella padecía histeria y tenía ciertos síntomas de incapacitación, como debe de haberle explicado su hermano. Mi enfoque consistió en borrar de forma sistemática cada síntoma instando a la paciente a recordar, gracias al mesmerismo, el olvidado trauma psíquico en que se había originado. Una vez descubierto el origen concreto, el síntoma desaparecía.
–Suponga, doctor Breuer, que consideramos la desesperación como un síntoma. ¿No podría abordarla de la misma manera?
–La desesperación no es un síntoma médico, Fräulein. Es algo vago, impreciso. Cada uno de los síntomas de Anna O. afectaba a una parte específica de su cuerpo; cada uno estaba causado por una descarga de excitación intracerebral a través de una vía nerviosa. Según la ha descrito usted, la desesperación de su amigo es por completo ideativa. No hay método para abordar ese estado.
Por primera vez, Lou Salomé vaciló.
–Pero doctor Breuer –y volvió a poner la mano sobre la de él–, antes de que usted asistiera a Anna O. no existía tratamiento psicológico para la histeria. Según tengo entendido, los médicos prescribían baños o ese horrible tratamiento eléctrico. Estoy convencida de que sólo usted podría idear un nuevo tratamiento para Nietzsche.
De repente, Breuer se dio cuenta de la hora. Debía volver junto a Mathilde.
–Fräulein, haré todo lo que esté a mi alcance para ayudar a su amigo. Aquí tiene mi tarjeta. Veré a su amigo en Viena.
La joven echó un vistazo a la tarjeta antes de guardársela en el bolso.
–Doctor Breuer, me temo que no es tan sencillo. Nietzsche no es, ¿cómo le diría yo?, un paciente que coopere. En realidad, no sabe que he venido a hablar con usted. Es una persona sumamente reservada y orgullosa. Nunca admitirá que necesita ayuda.
–Pero usted dice que habla de suicidio.
–En cada conversación, en cada carta. Pero no pide ayuda. Si se enterara de nuestra conversación, nunca me lo perdonaría y estoy segura de que se negaría a verle. Aunque pudiera persuadirle de que lo hiciera, limitaría la consulta a sus males corporales. Jamás, ni por asomo, se pondría en la situación de pedirle que aliviara su desesperación. Tiene una opinión muy firme acerca de la debilidad y la fuerza.
Breuer empezó a sentirse contrariado e impaciente.
–De modo, Fräulein, que el drama se vuelve más complejo. Usted quiere que me reúna con un tal profesor Nietzsche, a quien considera uno de los más grandes filósofos de nuestra época, para convencerle de que vale la pena vivir la vida, o por lo menos su vida. Y además, debo hacerlo sin que nuestro filósofo se entere de lo que hago.
–Lou Salomé asintió, lanzó un profundo suspiro y se echó atrás. Pero ¿cómo es posible? –prosiguió Brauer–. Lograr el primer objetivo, es decir, curar la desesperación, es, en si mismo, algo que está fuera del alcance de la ciencia médica. Pero la segunda condición, tratar al paciente de manera subrepticia, traslada nuestra empresa al reino de lo fantástico .¿Hay otros obstáculos aún no revelados?, Habla sólo sánscrito este profesor Nietzsche o se resiste a abandonar su eremitorio tibetano? –Breuer sentía deseos de bromear, pero se contuvo al advertir la expresión confusa de Lou Salomé–. En serio, Fräulein Salomé, ¿cómo podría conseguirlo?
–¡Ahora se da usted cuenta, doctor Breuer! ¡Ahora se da cuenta de por qué he acudido a usted y no a una persona de inferior categoría!
Las campanas de San Salvarore dieron la hora. Las diez. Mathilde ya debía de estar impaciente. Ah, de no ser por ella... Breuer volvió a llamar al camarero. Mientras esperaban la cuenta, Lou Salomé le hizo una invitación insólita.
–Doctor Breuer, ¿querrá desayunar conmigo mañana? Como le he dicho antes, en parte soy responsable de la desesperación del profesor Nietzsche. Todavía tengo que contarle muchas cosas.
–Lo lamento, pero mañana es imposible. No todos los días recibo una invitación para desayunar con una mujer encantadora, pero no estoy libre. El carácter de este viaje, en compañía de mi esposa, me impide volver a dejarla sola.
–Permítame, en ese caso, sugerir otro plan. He prometido a mi hermano que lo visitaría este mes. Hasta hace poco tenía planeado hacer el viaje con el profesor Nietzsche. Permítame verle a usted en Viena para proporcionarle más información. Mientras tanto, intentaré persuadir al profesor Nietzsche de que vaya a su consulta con el pretexto de su deteriorada salud física.
Salieron juntos del café. Sólo quedaban unos cuantos usuarios. Los camareros estaban despejando las mesas. Cuando Breuer se disponía a marcharse, Lou Salomé lo cogió del brazo y se puso a andar a su lado.
–Doctor Breuer, la ocasión ha sido demasiado breve. Soy ambiciosa y quisiera robarle más tiempo. ¿Me permite acompañarle hasta su hotel?
La petición se le antojó a Breuer atrevida y masculina; sin embargo, en labios de ella le pareció normal y exenta de afectación: la naturalidad con que las personas deberían hablar y vivir. Si a una mujer le gustaba la compañía de un hombre, ¿por qué no podía pasear del brazo con él? Ahora bien, ¿qué mujeres solían hablar de aquel modo? Pero ella era diferente. ¡Era una mujer libre!
–Jamás había lamentado tanto rechazar una invitación –dijo Breuer, pegando contra sí el brazo femenino–, pero ya es hora de regresar y debo hacerlo solo. Mi querida pero preocupada esposa estará esperándome en la ventana y tengo la obligación de respetar sus sentimientos.
–Por supuesto, pero –y Lou Salomé apartó el brazo para situarse ante Breuer, dueña de sí, firme como un hombre– la palabra "obligación" me resulta opresiva. He reducido mis obligaciones a una sola: perpetuar mi libertad. El matrimonio y los compromisos que implica, los celos y la posesión, esclavizan el espíritu. Nunca ejercerán dominio sobre mi. Espero, doctor Breuer, que llegue el día en que hombres y mujeres no se vean tiranizados por sus recíprocas debilidades. –Se volvió con la misma seguridad con que había llegado–. Auf Wiedersehen. Seguiremos hablando en Viena.

DOS

Cuatro semanas después, Breuer estaba sentado ante el escritorio de su consultorio, en el número 7 de la Bäckerstrasse. Eran las cuatro de la tarde y esperaba con impaciencia la llegada de Fräulein Lou Salomé.
No tenía costumbre de hacer un alto durante la jornada laboral, pero, deseoso de verla, había despachado a toda prisa a los tres últimos pacientes. Todos tenían enfermedades claras y sencillas que le habían exigido poco esfuerzo.
Los dos primeros –sesentones– tenían prácticamente lo mismo: respiración laboriosa y una tos bronquial seca y crujiente. Desde hacia años, Breuer venía tratándoles el enfisema crónico, que, con el tiempo frío y húmedo, se complicaba con una bronquitis aguda, a consecuencia de lo cual sus pulmones presentaban un cuadro preocupante. A ambos les recetó morfina para la tos (polvos de Dover, doscientos cincuenta miligramos tres veces al día), dosis pequeñas de un expectorante (ipecacuana), vahos y cataplasmas de mostaza en el tórax. Aunque algunos médicos se burlaban de las cataplasmas de mostaza, Breuer creía en su eficacia y las recetaba con frecuencia, sobre todo aquel año, en que media Viena sufría enfermedades respiratorias. Hacía tres semanas que la ciudad no veía el sol, sólo una implacable llovizna helada.
El tercer paciente, un criado de la casa del príncipe heredero Rodolfo, era un joven febril, picado de viruela, con dolor de garganta y tan tímido que Breuer, a la hora de examinarlo, tuvo que ponerse serio para que se desnudara. El diagnóstico fue amigdalitis folicular. Aunque era partidario de extraer en seguida las amígdalas con tijeras y pinzas, Breuer pensó que aquéllas no estaban maduras para la extracción. Antes bien le recetó compresas frías para el cuello, gárgaras de clorato de potasa y vahos de agua carbónica. Como era la tercera vez que el paciente tenía problemas de garganta aquel invierno, Breuer le aconsejó que robusteciera su piel y su resistencia con baños diarios de agua fría.
Mientras esperaba, cogió la carta de Fräulein Salomé que había recibido tres días antes. Con la misma osadía que en la primera nota, anunciaba que llegaría a su consultorio aquel mismo día, a las cuatro, para hacerle una consulta. Se le dilataron las fosas nasales. "Ella me dice a mí a qué hora llegará. Ella publica el edicto. Me concede el honor de..."
Pero se corrigió al instante. "No te lo tomes tan en serio, Josef. ¿Qué importancia tiene? Aunque Fräulein Salomé no podía saberlo, el miércoles por la tarde es el momento ideal para verla. En el enmarañado curso de los acontecimientos, ¿qué importancia tiene?"
"Ella me dice a mí..." Breuer meditó acerca de su propio tono de voz: se trataba, precisamente, de la misma exagerada autoestima que tanto detestaba en colegas como Billroth y el mayor de los Schnitzler, y en muchos pacientes ilustres, como Brahms y Wittgenstein. La cualidad que valoraba en sus conocidos más cercanos, muchos de ellos pacientes suyos, era la falta de pretensiones. Era lo que le atraía de Anton Bruckner. Puede que Bruckner nunca llegara a ser un compositor de la talla de Brahms, pero por lo menos no veneraba la tierra que pisaban sus propios pies.
A Breuer le gustaban sobre todo los jóvenes e irreverentes hijos de algunos conocidos: el joven Hugo Wolf, Gustav Mahler, Teddie Herzl y Arthur Schnitzler, que tan escasas posibilidades tenía como estudiante de medicina. Se identificaba con ellos y, cuando no había personas mayores cerca, los deleitaba con cáusticas estocadas a la clase dominante. Por ejemplo, la semana anterior, en el baile del Policlínico, había divertido a un grupo de jóvenes, afirmando: "Sí, sí, es cierto que los vieneses son muy religiosos. Su dios se llama "Decoro"
Breuer, el eterno científico, recordaba la facilidad con que, en sólo unos minutos, había pasado de la arrogancia a la modestia. ¡Qué fenómeno tan interesante! ¿Podría repetirlo?
De vez en cuando hacia experimentos mentales. Primero trataba de adoptar la personalidad vienesa con toda la pomposidad que aborrecía. Inflándose y musitando "¡Cómo se atreve esa...!", entornando los ojos y triturando los lóbulos frontales, experimentaba el resentimiento y la indignación de quienes se toman a si mismos demasiado en serio. Luego, suspirando con fuerza y relajándose, lo tiraba todo por la borda y volvía a su propia piel, a un estado mental en que podía reírse de sí mismo y de su ridícula pose.
Advertía que cada uno de aquellos estados mentales tenía su propio colorido emocional: el estado pomposo poseía aristas agudas –antipatía e irritabilidad–, así como arrogancia y sentimiento de soledad. El otro estado, por el contrario, hacía que se sintiera campechano, amable y receptivo.
Se trataba de emociones definidas e identificables, pensó Breuer, pero también modestas. ¿Qué sucedía con emociones más poderosas y con los estados mentales que las producían? ¿Habría una manera de controlar esas emociones más fuertes? ¿No podría conducir a una terapia psicológica más eficaz?
Consideró su propia experiencia. Sus estados mentales más susceptibles estaban en relación con mujeres. Había veces –aquel día, arrellanado en la fortaleza de su consultorio, era una de ellas– en que se sentía fuerte y seguro. En tales ocasiones veía a las mujeres como lo que eran:
criaturas combativas y con aspiraciones que tenían que contender con los interminables y apremiantes problemas de la vida cotidiana; y veía la realidad de sus pechos: racimos de células mamarias que flotaban en charcos lipoideos. Conocía sus pérdidas, sus problemas dismenorreicos, su ciática y sus protuberancias anómalas; vejigas y úteros caídos, hemorroides abultadas y varices azulencas.
Pero había otros momentos –momentos de encantamiento, en que era presa de mujeres de tamaño antinatural, de pechos hinchados como globos mágicos– en que experimentaba el anhelo de fundirse con el cuerpo femenino, chuparles los pezones, deslizarse en su tibia humedad. Ese estado mental podía llegar a ser abrumador, capaz de trastornar toda una vida. Y su trabajo con Bertha había estado a punto de costarle lo que más apreciaba en la vida.
Todo era cuestión de perspectiva, de cambiar el cuadro mental. Si pudiera enseñar a los pacientes a hacerlo libremente, sería lo que Fräu1ein Salomé buscaba: un médico de la desesperación.
El ruido de la puerta de recepción interrumpió sus meditaciones. Aguardó un momento para no dar sensación de impaciencia y salió a la sala de espera para recibir a Lou Salomé. Venía mojada, pues la llovizna vienesa se había convertido en lluvia, y antes de poder ayudarla a quitarse el abrigo empapado, ella misma se lo quitó y se lo entregó a la enfermera y recepcionista, Frau Becker.
Después de conducir a Fräulein Salomé a su despacho e indicarle que se sentara en un macizo sillón tapizado en cuero negro, Breuer se sentó en el sillón contiguo. No pudo menos de observar:
–Veo que prefiere valerse por sí misma. ¿No priva eso a los hombres del placer de servirla?
–Usted y yo sabemos que algunos servicios masculinos no son necesariamente recomendables para la salud femenina.
–Su futuro marido necesitará una continua reeducación. Los hábitos de toda una vida no se olvidan con facilidad.
–¿Casarme? No, el matrimonio no es para mí. Ya se lo he dicho. Tal vez aceptara un matrimonio a tiempo parcial. Puede que me conviniese, pero no consentiría nada que me impusiera ataduras.
Mientras miraba a su bella y osada visitante, Breuer reconoció que el matrimonio a tiempo parcial podía ser atractivo. Le costaba acordarse de que él le doblaba la edad. La joven llevaba un vestido negro, largo y sencillo, abotonado hasta el cuello y un zorro alrededor de los hombros. "Curioso", se dijo Breuer. "En la fría Venecia se olvida de las pieles, pero se las deja puestas en mi achicharrante consultorio" Pero había llegado el momento de ir al grano.
–Bien, Fräulein, hablemos de la enfermedad de su amigo.
–Desesperación, no enfermedad. ¿Puedo darle unos consejos en lo referente al profesor Nietzsche?
"¿Es que su presunción no conoce límites?", pensó Breuer indignado. "Habla como si fuera mi colega, como si fuera el director de una clínica o una médica con treinta años de práctica, no como una colegiala sin experiencia. ¡Cálmate Joseph!.", se reprochó. "Es muy joven, no reverencia a ese dios de los vieneses, el Decoro. Además, conoce al profesor Nietzsche mejor que tú. Su inteligencia es evidente y es probable que tenga algo importante que decir. Dios sabe que no sabes curar la desesperación: no puedes curar la tuya."
–Por supuesto, Fräu1ein –respondió con calma–. Proceda, por favor.
–Jenia, mi hermano, a quien he visto esta mañana, dice que usted utilizó el magnetismo animal para ayudar a que Anna O. recordara el origen psicológico de sus síntomas. Recuerdo que en Venecia dijo usted que el descubrimiento del origen del síntoma hizo que éste desapareciera. Es el cómo lo que me intriga. Algún día, cuando tengamos más tiempo, espero que me revele el mecanismo exacto mediante el que, al llegar al conocimiento del origen, se elimina el síntoma.
Breuer cabeceó e hizo un ademán con las manos, las palmas extendidas hacia Lou Salomé.
–Es una observación empírica. Aunque tuviéramos todo el tiempo del mundo, me temo que no podría proporcionarle la precisión que pide. Vayamos a sus recomendaciones, Fräulein.
–Mi primer consejo es que no pruebe el método de Mesmer con Nietzsche. Con él no resultaría. Su mente, su intelecto, es un milagro: una de las maravillas del mundo, como usted mismo comprobará. Pero, por usar una expresión suya, es humano, demasiado humano, y tiene sus puntos débiles.
Lou Salomé se quitó las pieles, se puso en pie con lentitud y atravesó la habitación para dejarlas en el sofá. Echó una ojeada a los diplomas colgados en la pared, enderezó uno que estaba torcido y volvió a sentarse, cruzando las piernas.
–Nietzsche es extraordinariamente sensible a toda cuestión de poder. Rehusaría implicarse en un proceso que percibiría como una entrega de poder a otra persona. En cuanto a su filosofía, se siente atraído por los griegos presocráticos, en particular por su idea de Adonis, la creencia de que desarrollamos nuestros dones naturales sólo a través de la lucha, y desconfía por completo de los motivos de quien da de lado la lucha y se las da de altruista. En estas cuestiones, su maestro es Schopenhauer. Cree que nadie desea ayudar a nadie; lejos de ello, la gente sólo desea dominar a los demás e incrementar su poder. Las pocas veces que ha cedido poder a otros ha terminado sintiéndose devastado y furioso. Le ocurrió con Richard Wagner. Y creo que ahora le está ocurriendo conmigo.
–¿Qué significa eso de que ahora le está ocurriendo con usted? ¿Se considera usted responsable, de alguna manera, de la desesperación del profesor Nietzsche?
–Él lo cree así. Por eso, mi segundo consejo es que no se alíe usted conmigo. Veo que está intrigado. Para que lo entienda debo contarle todo acerca de mi relación con Nietzsche. No omitiré nada y responderé a todas sus preguntas con absoluta franqueza. No será fácil. Me pongo en sus manos, pero mis palabras deben permanecer en secreto.
–Cuente con ello, FräuIein –replicó Breuer, maravillado por la sinceridad de la joven. Resultaba refrescante charlar con una persona tan franca.
–Bien, pues... conocí a Nietzsche hace unos ocho meses, en abril.
Frau Becker llamó a la puerta y entró con café. Si se sorprendió al ver a Breuer sentado junto a Lou Salomé y no en su asiento habitual, detrás del escritorio, no lo manifestó. En silencio, depositó una bandeja con el servicio de porcelana, cucharillas y una brillante cafetera de plata, y se retiró en el acto. Breuer sirvió el café mientras Lou Salomé proseguía su historia.
–Salí de Rusia el año pasado a causa de mi salud, una dolencia respiratoria que ha mejorado mucho. Primero viví en Zurich y estudié teología con Biederman. También trabajé con Gottfried Kinkel, el poeta; creo que no le he dicho que soy poetisa aficionada. Cuando mi madre y yo nos trasladamos a Roma a principios de año, Kinkel me dio una carta de recomendación para Malvida von Meysenbug. ¿La conoce? Es autora de las Memorias de una idealista.
Breuer asintió. Estaba familiarizado con la obra de Malvida von Meysenbug, sobre todo con sus cruzadas en defensa de los derechos de las mujeres, el radicalismo político y diversas reformas del proceso educativo. Se sentía menos a gusto con sus recientes folletos antimaterialistas, que consideraba basados en afirmaciones pseudo científicas.
–Así que fui al salón literario de Malvida –prosiguió Lou Salomé– y allí conocí a un filósofo encantador, un hombre brillante, Paul Rée, de quien me hice muy amiga. Herr Rée había asistido a las clases de Nietzsche en Basilea, hace muchos años, y desde entonces mantenía con él una buena amistad. Me di cuenta de que Herr Rée admiraba a Nietzsche más que a nadie en el mundo. Pronto se me ocurrió que, si él y Nietzsche eran amigos, Nietzsche y yo también teníamos que serlo. Paul... Herr Rée... –Se ruborizó un instante, Breuer lo notó y la joven se dio cuenta–. Bueno, permítame llamarlo Paul, pues así lo llamo ahora y hoy no tenemos tiempo para convencionalismos sociales. Tengo una estrecha amistad con Paul, aunque no me casaré con él ni con nadie. Pero bueno –prosiguió con impaciencia–, ya he dedicado suficiente tiempo a explicarle mi rubor. ¿Acaso no somos los únicos animales que se ruborizan? –Sin saber qué decir, Breuer se limitó a asentir con la cabeza. Por un momento, envuelto en su mundo médico, se había sentido seguro. Pero ahora, desnudo ante el encanto de la joven, su seguridad se esfumaba. El comentario que había hecho sobre su rubor era sorprendente: nunca había oído a una mujer, ni a nadie en absoluto, hablar de las relaciones sociales de forma tan directa. ¡Y eso que sólo tenía veintiún años!–. Paul estaba convencido de que Nietzsche y yo llegaríamos a ser amigos íntimos –siguió diciendo Lou Salomé– y de que estábamos hechos el uno para el otro. Quería que me convirtiera en discípula, protegida y apéndice de Nietzsche. Quería que Nietzsche fuera mi maestro, mi sacerdote laico.
Les interrumpió un golpe leve en la puerta. Breuer se levantó para abrir y Frau Becker le murmuró que acababa de llegar otro paciente. Breuer volvió a sentarse, aseguró a Lou Salomé que tenían tiempo de sobra, ya que los pacientes que acudían sin anunciarse sabían que se exponían a una larga espera, y la instó a continuar.
–Bien, Paul concertó una cita en la basílica de San Pedro, un lugar inadecuado para el encuentro de nuestra profana Trinidad, nombre que luego adoptamos, aunque Nietzsche solía hablar de "relación pitagórica".
Breuer se dio cuenta de que miraba el pecho de la joven en lugar de su rostro. "¿Cuánto tiempo habré estado haciéndolo? ¿Lo habrá notado?", se preguntó. En su imaginación, cogió una escoba y barrió todos los pensamientos sexuales. Se concentró en sus ojos y sus palabras.
–Me sentí atraída por Nietzsche en el acto. No es un hombre físicamente interesante: estatura media, voz suave y ojos que no pestañean y que parecen mirar más hacia dentro que hacia fuera, como si protegiera algún tesoro interior. No sabía entonces que está medio ciego. Aun así, había en él algo irresistible. Las primeras palabras que me dirigió fueron: "¿De qué estrellas hemos caído para encontrarnos aquí?". Los tres empezamos a hablar. ¡Y qué conversación! Durante un tiempo pareció que iban a materializarse las esperanzas de Paul relativas a que se estableciera entre Nietzsche y yo una amistad o una relación socrática. Desde el punto de vista intelectual, nos adecuábamos muy bien. Establecimos una relación mental perfecta: dijo que teníamos cerebros gemelos. Ah, leyó en voz alta las joyas de su último libro, puso música a mis poemas y me contó lo que le ofrecería al mundo durante los próximos diez años, pese a que ya entonces creía que su salud no le permitiría vivir más de una década. Paul, Nietzsche y yo no tardamos en decidir que conviviríamos en un ménage à trois. Empezamos a hacer planes para pasar el invierno en Viena o en Paris. –¡Un ménage à tríos! Breuer se aclaró la garganta y se removió con incomodidad. Vio que la joven sonreía ante su desconcierto. "¿Habrá algo que esta mujer no advierta? Haría diagnósticos excelentes. ¿Se le habrá ocurrido estudiar medicina? ¿No podría ser discípula mía? ¿Mi protegida? ¿Mi colega, para trabajar a mi lado en el laboratorio, en el consultorio?" Aquella fantasía tenía fuerza, verdadera fuerza, pero las palabras femeninas la disiparon–. Sí, sé que el mundo no sonríe ante dos hombres y una mujer que viven juntos castamente. –La joven subrayó el adverbio "castamente" de una manera soberbia, con energía suficiente para dejar las cosas claras y con la dulzura justa para salir al paso de los reproches–. Pero somos librepensadores idealistas y rechazamos toda restricción impuesta por la sociedad. Creemos en nuestra capacidad para crear nuestra propia estructura moral.
Breuer no hizo ningún comentario y, por primera vez, su visitante pareció no saber cómo continuar.
–¿Continúo? ¿Tenemos tiempo? ¿Le he ofendido?
–Continúe, por favor, amable Fräulein. He reservado este tiempo para usted. –Alargó la mano hacia el escritorio, cogió el calendario y le enseñó las grandes iniciales, L.S., que había garabateado en la página del miércoles 22 de noviembre de 1882–. Como ve, no tengo nada más programado para esta tarde. Por otra parte, no me ha ofendido. Por el contrario, admiro su franqueza. ¡Ojalá todos mis amigos hablaran con la misma sinceridad! La vida sería más rica y auténtica.
Aceptando el elogio sin comentarios, Lou Salomé se sirvió más café y siguió con la historia.
–Primeramente debo aclararle que mi relación con Nietzsche, si bien fue intensa, duró poco. Nos vimos sólo cuatro veces y casi siempre tuve de carabina a mi madre, a la madre de Paul, o a la hermana de Nietzsche. Nietzsche y
yo casi nunca tuvimos ocasión de pasear o hablar a solas. La luna de miel intelectual de la profana Trinidad también fue breve. Hubo fisuras, luego sentimientos románticos y lujuriosos. Quizá estuvieran presentes desde el comienzo. Puede que la culpa fuera mía por no darme cuenta a tiempo. –Cabeceó como para desprenderse de aquella responsabilidad–. Hacia el final de nuestro primer encuentro, Nietzsche manifestó su inquietud con respecto a mi plan del ménage à trois, pues pensaba que el mundo no estaba preparado aún para algo así, y me pidió que lo mantuviera en secreto. Le preocupaba, sobre todo, su familia: ni su madre ni su hermana debían enterarse de nada, por ningún concepto. ¡Cuántos convencionalismos! Me quedé sorprendida y decepcionada, y me pregunté si, en realidad, no me habría dejado engañar por su lenguaje valiente y sus proclamas librepensadoras. Poco después, Nietzsche adoptó una actitud todavía más radical: aseguró que tal forma de vida sería socialmente peligrosa para mí y que incluso podía llegar a destruirme. Entonces, para protegerme, dijo a Paul que pidiera mi mano en su nombre. ¿Puede imaginarse en qué posición puso a Paul? No obstante, Paul, por lealtad a su amigo, en tono obediente aunque también un poco flemático, me comunicó la proposición de Nietzsche.
–¿Le sorprendió? –preguntó Breuer.
–Muchísimo, sobre todo después de nuestra primera reunión. También me trastornó. Nietzsche es un gran hombre y posee fuerza, dulzura y una presencia extraordinaria. No niego, doctor Breuer, que me sintiera atraída por él, pero no en términos románticos. Quizá percibiera mi atracción y no me creyese cuando le dije que tanto el matrimonio como los romances estaban lejos de mis intenciones.
Una ráfaga repentina de viento sacudió las ventanas y distrajo a Breuer un instante. Sintió el cuello y los hombros tensos. Había estado escuchando con tal concentración que no había movido ni un solo músculo. En ocasiones, algún paciente le había hablado de cuestiones personales, pero nunca de aquel modo. Nunca cara a cara, sin pestañear. Bertha había desnudado muchas cosas, pero siempre en un estado de "ausencia" mental. Lou Salomé podía ser directa y, sin embargo, aunque describiera sucesos remotos, creaba momentos de intimidad que parecían característicos de una conversación entre amantes. A Breuer no le resultó difícil entender por qué Nietzsche le había propuesto matrimonio después de verla una sola vez.
–¿Y luego, Fräulein?
–Luego decidí que cuando volviera a verlo sería más franca con él. Pero no fue necesario. Nietzsche pronto se dio cuenta de que estaba tan asustado por la perspectiva del matrimonio como yo horrorizada ante la idea. Cuando lo vi dos semanas después, en Orta, lo primero que me dijo fue que debía olvidar su proposición. Me instó, en cambio, a que entabláramos una relación ideal: apasionada, casta, intelectual y no conyugal. Los tres nos reconciliamos. Nietzsche estaba tan entusiasmado y contento con el ménage à trois que una tarde, en Lucerna, insistió en que posáramos para esta fotografía, la única de la Trinidad profana.
En la fotografía que entregó a Breuer se veía a dos hombres delante de un carro; la joven estaba arrodillada en la caja del mismo, empuñando un látigo pequeño.
–El de delante, el que lleva bigote y mira hacia arriba, es Nietzsche –dijo con ternura–. El otro es Paul.
Breuer observó la foto con detenimiento. Le turbó ver a aquellos dos hombres –patéticos gigantes encadenados– enjaezados por la bella joven del diminuto látigo.
–¿Qué le parecen mis cuadras, doctor Breuer? –Fue la primera vez que uno de sus alegres comentarios no daba en el blanco, pero Breuer recordó que sólo tenía veintiún años. Se sintió incómodo: no le gustaba descubrir fallos en aquella refinada criatura. Simpatizaba con los dos hombres esclavizados: sus hermanos. Sin duda, él podría haber sido uno de ellos. La joven debió de notar su abstracción, supuso Breuer, pues se apresuró a proseguir la historia–. Nos vimos dos veces más, en Tautenberg, hace unos dos meses, con la hermana de Nietzsche, y luego en Leipzig, con la madre de Paul. Pero Nietzsche no dejaba de escribirme. Aquí tengo una de sus cartas; en ella responde a otra mía en que le digo cuánto me emocionó su libro Aurora.
Breuer leyó a toda prisa la breve misiva que le entregó la joven.

Mi querida Lou:
Yo también tengo auroras a mi alrededor y no pintadas. Hay algo que ya no creía posible: encontrar una amiga para mi felicidad y sufrimiento máximos. Pero ahora me parece posible. una perspectiva dorada en el horizonte de toda mi vida futura. Me emociono sólo de pensar en el alma osada y plena de mí querida Lou.
FIN.

Breuer guardó silencio. Ahora sentía un lazo de empatía, más estrecho aún, con Nietzsche. Encontrar auroras y doradas perspectivas, aMar un alma plena y osada: "todos necesitamos eso", pensó, "al menos una vez en la vida".
–Durante ese tiempo –prosiguió Lou–, Paul empezó a escribirme cartas igualmente apasionadas. Y a pesar de todos mis esfuerzos por evitarlo, la tensión dentro de nuestra Trinidad se acrecentó de forma alarmante. La amistad entre Paul y Nietzsche se desintegraba. Finalmente, empezaron a criticarse en las cartas que me escribían.
–Pero supongo –interrumpió Breuer– que a usted no le sorprendería. ¿Dos hombres ardientes en relación estrecha con la misma mujer?
–Quizá pecara de ingenua. Creía que los tres podríamos compartir una existencia intelectual, que podríamos hacer juntos un trabajo filosófico serio. –Inquieta, al parecer, por la pregunta de Breuer, se puso en pie, se estiró un poco y anduvo hasta la ventana, deteniéndose en el camino para inspeccionar los objetos que había sobre el escritorio: un almirez renacentista con la correspondiente mano, una pequeña figura funeraria egipcia y una complicada versión en madera de los conductos del oído interno–. Tal vez sea obstinada –dijo, mirando por la ventana–, pero sigo sin convencerme de la imposibilidad de nuestro ménage à trois. Podría haber funcionado de no ser por la odiosa interferencia de la hermana de Nietzsche. Nietzsche me invitó a pasar el verano con él y con Elisabeth en Tautenberg, una aldea pequeña de Turingia. Elisabeth y yo nos reunimos en Bayreuth, donde nos encontramos con Wagner y asistimos a una representación del Parsifal. Luego viajamos juntas a Tautenberg.
–¿Por qué dice que es odiosa, Fräulein?
–Elisabeth es una pazguata cizañera, mezquina, falsa y antisemita. Cometí el error de decirle que Paul es judío y lo propaló por todo el círculo de Wagner, para que Paul nunca fuera bien recibido en Bayreuth.
Breuer dejó la taza de café. Si bien al principio Lou Salomé lo había transportado al dulce y seguro reino del amor, el arte y la filosofía, ahora sus palabras lo devolvieron a la realidad, al feo mundo del antisemitismo. Aquella misma mañana había leído en la Neue Freie Presse un reportaje acerca de fraternidades juveniles que recorrían la universidad y entraban en las aulas gritando “Juden hinaus” (Judíos fuera) y obligaban a salir a todos los judíos. Al que se resistía, lo echaban a la fuerza.
–Fraulein, yo también soy judío y debo preguntarle si el profesor Nietzsche comparte las ideas antisemitas de su hermana.
–Sé que es usted judío. Me lo dijo Jenia. Es importante que usted sepa que a Nietzsche sólo le importa la verdad. Aborrece la mentira que comportan los prejuicios, todos los prejuicios. Aborrece el antisemitismo de su hermana. Le sorprende y asquea que Bernard Förster, uno de los antisemitas más violentos de Alemania, la visite con frecuencia. Su hermana Elisabeth... –Ahora hablaba más deprisa y su voz se elevó una octava. Breuer se dio cuenta de que, aunque la joven sabía que se estaba desviando de la historia, no podía detenerse–. Elisabeth, doctor Breuer, es horrible. Me llamó prostituta. Mintió a Nietzsche diciéndole que enseñaba esa foto a todo el mundo y me jactaba de que le gustaba probar mi látigo. ¡Siempre miente! Es una mujer peligrosa. Algún día, mire lo que le digo, causará un gran daño a Nietzsche. –Lou Salomé seguía de pie, asida al respaldo de una silla. Tomó asiento y prosiguió con más calma–. Como puede imaginar, las tres semanas que pasé en Tautenberg con Nietzsche y Elisabeth fueron complicadas. El tiempo que pasé a solas con él fue sublime. Maravillosos paseos y conversaciones profundas acerca de todo. A veces, su salud le permitía hablar diez horas al día. Me pregunto si habrá existido alguna vez entre dos personas una franqueza filosófica como la nuestra. Hablamos de la relatividad del bien y del mal, de la necesidad de liberarse de la moralidad pública para vivir moralmente y de la religión de los librepensadores. Las palabras de Nietzsche me parecían ciertas: teníamos cerebros gemelos; para entendernos nos bastaba pronunciar palabras y frases a medias, un ademán. Sin embargo, aquel paraíso era imperfecto porque todo el tiempo estábamos bajo la mirada atenta de la víbora de su hermana: me la imaginaba escuchando, malinterpretando, siempre intrigando.
–Dígame: ¿por qué querría Elisabeth calumniarla?
–Porque lucha por su vida. Es una mujer de mente limitada y pobre de espíritu. No soporta la idea de perder a su hermano a causa de otra mujer. Se da cuenta de que Nietzsche es (y siempre será) su única razón de ser. –Miró su reloj y luego la puerta cerrada–. Me preocupa la hora, de modo que le contaré el resto a toda prisa. El mes pasado, Paul, Nietzsche y yo, pese a las objeciones de Elisabeth, pasamos tres semanas en Leipzig con la madre de Paul y de nuevo tuvimos conversaciones filosóficas, sobre todo sobre el desarrollo de la fe religiosa. Nos separamos hace sólo dos semanas. Nietzsche seguía creyendo que pasaríamos juntos la primavera, en París. Pero no sucederá. Ahora lo sé. Su hermana lo ha predispuesto contra mí y él últimamente ha empezado a enviarme cartas llenas de desesperación y de odio, hacia Paul y hacia mí.
–Y hoy, Fräulein Salomé, ¿en qué situación están las cosas?
Todo se ha deteriorado. Paul y Nietzsche son enemigos. Paul se enfada cada vez que lee las cartas que me envía Nietzsche y cada vez que se entera de que abrigo sentimientos de ternura hacia él.
–¿Paul lee sus cartas?
–Si, ¿por qué no? Nuestra amistad se ha vuelto más íntima. Sospecho que siempre mantendremos una relación estrecha. No tenemos secretos entre nosotros: incluso leemos nuestros respectivos diarios. Paul me rogaba una y otra vez que rompiera con Nietzsche. Por fin accedí y escribí una carta a Nietzsche para comunicarle que, aunque siempre valoraría su amistad, nuestro ménage à trois ya no era posible. Le dije que había demasiado dolor, demasiada influencia destructiva, a causa de su hermana, de su madre y de las peleas entre él y Paul.
–¿Y cuál fue la respuesta?
–¡Violenta! ¡Escalofriante! Escribe cartas demenciales; unas insultantes, otras amenazadoras o francamente desesperadas. Fíjese en las que recibí la semana pasada.
Le alargó dos cartas cuyo solo aspecto revelaba agitación: caligrafía desigual, muchas palabras abreviadas o subrayadas varias veces. Breuer leyó con dificultad los párrafos que ella había destacado con círculos, pero incapaz de entender más que alguna que otra palabra, le devolvió las cartas.
–Olvidaba lo difícil que resulta entender su letra. Permítame descifrarle esta carta, dirigida a Paul y a mi:
"No permitas que mis arrebatos de megalomanía o de vanidad herida os preocupen. Si algún día acabo con mi vida en un brote de pasión, tampoco habría razón para preocuparse. ¿Qué son mis fantasías para vosotros?... He conseguido comprender la situación después de tomar, por desesperación, una elevada dosis de opio..." –Interrumpió la lectura–. Creo que es suficiente para que se forme usted una idea de su desesperación. Me alojo en la mansión familiar de Paul, en Baviera, desde hace varias semanas, de modo que recibo allí toda la correspondencia. Para no hacerme sufrir, Paul ha destruido algunas de las cartas más corrosivas, pero ésta se le ha pasado por alto: "Si ahora os destierro de mi vida es para censurar todo vuestro ser. [...] Habéis causado un daño, me habéis hecho daño, y no sólo a mí sino a todas las personas que me han amado: esta espada pende sobre vosotros". –Levantó la mirada–. Ahora, doctor, ¿entiende por qué le aconsejo que no se alíe conmigo de ningún modo?
Breuer aspiró una bocanada de humo. Si bien le intrigaba Lou Salomé y estaba absorto en el melodrama que le revelaba, se sentía preocupado. ¿Era prudente entrar en él? ¡Qué relaciones tan primitivas y poderosas! La Trinidad profana, la amistad de Nietzsche con Paul, ahora rota, el fuerte lazo que unía a Nietzsche con su hermana. Y la perversa relación entre ésta y Lou Salomé: tengo que guardarme, se dijo, de estas intrigas. La más explosiva es el amor desesperado de Nietzsche, ahora convertido en odio, hacia Lou Salomé. Pero era demasiado tarde para echarse atrás. Se había comprometido y en Venecia le había dicho alegremente: "Nunca me he negado a tratar a un enfermo".
Se volvió hacia Lou Salomé.
–Estas cartas me ayudan a entender su preocupación Fräulein Salomé. Y la comparto. Creo que la estabilidad de su amigo es precaria y que su suicidio parece una posibilidad real. Pero como ahora usted ejerce poca influencia sobre el profesor Nietzsche, ¿cómo podrá persuadirlo de que me visite?
–Si, es un problema y lo he estado considerando con detenimiento. Ahora incluso mi nombre es veneno para él y tendré que trabajar de forma indirecta. Eso significa que no debe saber que he concertado un encuentro con usted. ¡No debe decírselo jamás! Pero ahora que sé que usted está dispuesto a recibirle...
Dejó la taza y miró a Breuer con tanta atención que éste tuvo que responder a toda prisa.
–Por supuesto, Fräulein. Como le dije en Venecia: nunca me he negado a tratar a un enfermo.
Al oír aquellas palabras, una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de Lou Salomé. ¡Vaya, había estado sometida a mayor tensión de lo que él había imaginado!
–Dada su seguridad, doctor Breuer, iniciaré la campaña para que Nietzsche llegue a su consultorio sin que se entere de mi participación en el asunto. Ahora su comportamiento es tan inestable que estoy segura de que todos sus amigos se han alarmado y de que secundarán de buen grado cualquier plan sensato para ayudarle. Mañana, de regreso a Berlín, me detendré en Basilea para proponerle el plan a Franz Overbeck, un amigo de Nietzsche de toda la vida. Su reputación como experto en diagnósticos nos ayudará. Creo que el profesor Overbeck podrá persuadir a Nietzsche de que solicite una cita con usted para tratar su estado. Si tengo éxito, recibirá una carta mía. –Con movimientos rápidos, guardó las cartas de Nietzsche en el bolso, se puso en pie y se dirigió al sofá en busca del zorro, movimiento que hizo cimbrear sus caderas enfundadas en la estrecha falda. Alargó la mano y la puso sobre la de Breuer–. Y ahora, mi querido doctor Breuer... –Al poner la otra mano sobre la de Breuer, éste sintió que se le aceleraba el pulso. "No te portes como un viejo tonto", pensó, pero cedió ante la tibieza de aquella mano. Quiso decirle cuánto le gustaba que lo tocara. Quizá ella lo supiera, pues mantuvo la mano masculina entre las suyas mientras hablaba–. Espero que estemos en contacto continuo para resolver este asunto. No sólo por mis profundos sentimientos hacia Nietzsche y el temor de ser, sin quererlo, responsable parcial de su aflicción. Hay algo más. Espero, también, que usted y yo seamos amigos. Como habrá podido comprobar, tengo muchos defectos: soy impulsiva, le escandalizo, no tengo convencionalismos. Pero también poseo cualidades. Soy un lince para detectar la nobleza de espíritu en un hombre. Y cuando encuentro a un hombre así, prefiero no perderlo. Así pues, ¿nos escribiremos? –Le soltó la mano y se dirigió a la puerta, pero de pronto se detuvo. Buscó en el bolso y extrajo dos pequeños volúmenes–. Ah, casi me olvidaba. Creo que debería usted tener los dos últimos libros de Nietzsche. Le permitirán acceder a su espíritu. Pero él no debe saber que los ha visto. Le haría sospechar, ya que se han vendido muy pocos ejemplares. –Volvió a rozar el brazo de Breuer–. Y una cosa más. A pesar de tener muy pocos lectores ahora, Nietzsche está convencido de que se hará famoso. Una vez me dijo que el mañana le pertenece. De modo que
no diga a nadie que es paciente suyo. No pronuncie su nombre ante nadie. Si lo hace y él lo descubre, lo considerará una traición. Su paciente, Anna O..., ese no es su verdadero nombre, ¿no es cierto? ¿Utiliza usted seudónimos? –Breuer asintió–. Entonces le aconsejo que haga lo mismo con Nietzsche. Auf Wiedersehen, doctor Breuer. –Y le alargó la mano.
–Auf Wiedersehen, Fräulein –dijo Breuer, mientras se inclinaba y se la besaba.
La puerta se cerró tras ella. Breuer miró los dos delgados volúmenes en rústica y se fijó en los (títulos antes de dejarlos en el escritorio: Die Fröhliche Wissenschaft (El gay saber) y Menschliches, Allzumenschliches (Humano, demasiado humano). Se dirigió a la ventana para ver a Lou Salomé por última vez. La joven enderezó el paraguas, bajó a toda prisa los escalones de la entrada y, sin mirar atrás, subió a un coche que aguardaba.

TRES

Mientras se apartaba de la ventana, Breuer sacudió la cabeza para quitarse a Lou Salomé de la mente. Tiró del cordón que colgaba sobre el escritorio para indicar a Frau Becker que hiciera pasar al paciente que aguardaba en la sala de espera. Perlroth, un judío ortodoxo, cargado de espaldas y de barba larga, cruzó la puerta con paso vacilante.
Por lo que contó a Breuer, hacia cincuenta años le habían extraído las amígdalas con efectos traumáticos y el recuerdo de aquella crisis era tan negativo que hasta el momento se había negado a ver a los médicos. Incluso ahora había demorado la visita, pero "una situación desesperada", según sus propias palabras, no le había dejado otra opción. Breuer abandonó la máscara médica y fue a sentarse en el sillón contiguo al de Herr Perlroth, como había hecho con Lou Salomé, para charlar de forma coloquial con el nuevo paciente. Hablaron del tiempo, de la nueva ola de inmigrantes judíos de Galitzia, del incendiario antisemitismo de la Asociación Reformista Austríaca y de sus orígenes comunes. Herr Perlroth, como casi todos los miembros de la comunidad judía, había conocido y reverenciado a Leopold, el padre de Breuer, y a los pocos minutos ya había trasladado la confianza del padre al hijo.
–Bien, Herr Perlroth –dijo Breuer–, ¿en qué puedo ayudarle?
–No puedo orinar, doctor. Me paso todo el día y toda la noche levantándome. Corro al cuarto de baño, pero no sale nada. Me quedo un rato esperando y al final salen sólo cuatro gotas. Veinte minutos después, lo mismo. Vuelvo a levantarme, pero...
Tras formularle unas cuantas preguntas más, Breuer supo cuál era la causa de los problemas de Perlroth. La próstata del paciente le estaba obstruyendo la uretra. Ahora sólo quedaba una cuestión de capital importancia: ¿tenía Herr Perlroth una dilatación benigna de la próstata o se trataba de un cáncer? Al examinarle el recto, Breuer no encontró los duros nódulos del cáncer, sino un ensanchamiento esponjoso y benigno.
Al oír que no había evidencia de cáncer, Herr Perlroth sonrió con júbilo, cogió la mano de Breuer y se la besó. Pero su ánimo volvió a ensombrecerse cuando Breuer describió, de la manera más tranquilizadora posible, la naturaleza desagradable del tratamiento requerido: habría que dilatar el conducto urinario introduciendo por el pene una serie gradual de largas varillas metálicas o "sondas". Como Breuer no practicaba aquel tratamiento, remitió a Herr Perlroth a Max, su cuñado, que era urólogo.
Cuando Herr Perlroth se fue eran ya más de las seis, hora de las visitas a domicilio. Llenó el maletín de cuero negro, se puso el abrigo de forro de piel y el sombrero de copa, y salió a la calle, donde le aguardaba Fischmann, el cochero, en el coche de dos caballos. (Mientras examinaba a Herr Perlroth, Frau Becker había llamado a un Dienstmann que estaba en el cruce que había junto al consultorio –un joven mozo de cuerda de ojos y nariz enrojecidos, que llevaba insignia oficial, gorra de plato y abrigo militar caqui con galones, que le quedaba grande– y le había dado diez Kreuzer para que corriera a buscar a Fischmann. Breuer, más adinerado que la mayoría de médicos vieneses, alquilaba un coche para todo el año, en lugar de alquilarlo sólo cuando lo necesitaba.)
Como de costumbre, entregó a Fischmann la lista de pacientes a quienes tenía que visitar. Breuer hacía visitas a domicilio dos veces al día: por la mañana temprano, después de tomarse el café .con un crujiente y triangular Kaisersemmel, y por la tarde, al terminar las consultas. Como la mayoría de médicos de cabecera vieneses, Breuer enviaba a un paciente al hospital únicamente cuando no quedaba más remedio. No sólo se atendía mejor a las personas en su casa, sino que en éstas quedaban a salvo de las enfermedades contagiosas que con frecuencia abundaban en los hospitales públicos.
De ahí que Breuer usara tan a menudo el coche de dos caballos: lo había convertido en estudio móvil, bien surtido de números recientes de revistas médicas y libros de consulta. Unas semanas antes había invitado a un joven médico y amigo suyo, Sigmund Freud, a que lo acompañase durante toda la jornada. ¡Un error, quizá! El joven no sabía aún a qué especialidad médica dedicarse y era probable que, tras la dura experiencia de aquel día, hubiera decidido apartarse de la medicina general. Según los cálculos de Freud, Breuer se había pasado seis horas en el coche.
Después de visitar a siete pacientes, tres muy enfermos, Breuer terminó la jornada laboral. Fischmann se dirigió al café Griensteidí, donde Breuer solía tomar café con un grupo de médicos y científicos que desde hacía quince años se reunía todas las noches alrededor de una mesa reservada en el mejor rincón del local.
Aquella noche, sin embargo, Breuer cambió de idea.
–Lléveme a casa, Fischmann. Estoy demasiado cansado y mojado para ir al café.
Apoyó la cabeza en el respaldo de cuero negro y cerro los ojos. Aquel día agotador había empezado mal: no había podido dormir después de una pesadilla que le había despertado a las cuatro de la madrugada. El programa matinal había sido pesadísimo: diez visitas a domicilio y nueve pacientes en el consultorio. Por la tarde, más pacientes en el consultorio y después la estimulante pero enervante visita de Lou Salomé.
Ni siquiera ahora podía controlar sus pensamientos. Las fantasías sobre Bertha no dejaban de filtrarse: la llevaba cogida del brazo, paseaba con ella al sol, lejos de la gris y gélida aguanieve de Viena. Sin embargo, no tardaban en irrumpir imágenes discordantes: su matrimonio destrozado, los hijos abandonados y él se iba a América para siempre para empezar una nueva vida con Bertha. Los pensamientos lo acosaban. Los aborrecía: le quitaban la paz; eran intrusos, ni posibles ni deseables. Aun así, los acogía con complacencia: la única alternativa –desterrar a Bertha de su cerebro– parecía inconcebible.
El coche traqueteó al cruzar un puente de tablones sobre el río Viena. Breuer miró a los transeúntes que regresaban a toda prisa a sus casas, la mayoría hombres con paraguas negros y vestidos como él: abrigo oscuro con forro de piel, guantes blancos y sombrero de copa negro. Algo familiar le llamó la atención. Un hombre bajo de barba recortada, que adelantaba a los demás y ganaba la carrera. Habría reconocido en cualquier parte aquel paso enérgico. Muchas veces, en los bosques de Viena, había intentado llevar el ritmo de aquellas piernas vertiginosas, que nunca reducían la velocidad salvo para coger Herrenpilze, grandes hongos picantes que crecían entre las raíces de los abetos negros.
Breuer indicó a Fischmann que se detuviera, abrió la ventanilla y, levantando la voz, preguntó:
–Sig, ¿adónde vas?
Su joven amigo, que llevaba un abrigo azul de buen corte pero de paño áspero, cerró el paraguas y se volvió hacía el coche. Al reconocer a Breuer, sonrió.
–Al número 7 de la Bäckersrtasse. Una mujer encantadora me ha invitado a cenar.
–¡Ay, amigo! ¡Tengo malas noticias para ti! –exclamó Breuer riendo–. El encantador marido de esa señora se dirige a casa en este mismo instante. Sube, Sig. He terminado por hoy y estoy demasiado cansado para ir al Griensteidl. Tendremos tiempo de charlar antes de la cena.
Freud sacudió el paraguas, apoyó el pie en el bordillo de la acera y subió. Estaba oscuro y el farol que ardía dentro del coche proyectaba más sombra que luz. Tras un instante de silencio, se volvió para contemplar de cerca el rostro de su amigo.
–Pareces cansado, Josef. ¿Has tenido un día difícil?
–Mucho. Ha empezado y ha terminado con una visita a Adolf Fiefer. ¿Lo conoces?
–No, pero he leído artículos suyos en la Neue Freie Presse. Un excelente escritor.
–Somos amigos desde niños. Fuimos a la escuela juntos. Ha sido paciente mío desde que empecé a ejercer. Hace tres meses le diagnostiqué un cáncer de hígado. Se ha extendido como un incendio y ahora tiene una ictericia obstructora avanzada. ¿Sabes cuál es la etapa siguiente, Sig?
–Bien, si el conducto biliar está obstruido, la bilis seguirá entrando en el flujo sanguíneo hasta que muera por intoxicación hepática. Antes sufrirá un coma hepático. ¿no?
–Así es. En cualquier momento. Pero no se lo puedo decir. Mantengo una sonrisa esperanzada y falsa, aunque quiero despedirme de él. Nunca me acostumbraré a la muerte de un paciente.
–Ojalá ninguno de nosotros se acostumbre. –Freud suspiró–. La esperanza es fundamental, ¿y quiénes, sino nosotros, pueden alentaría? En mi opinión, es la parte más difícil del trabajo médico. Hay momentos en que no sé si estoy hecho para esto. La muerte es muy poderosa. Nuestros remedios son insignificantes, sobre todo en neurología. Gracias a Dios, casi he terminado con esa rotación. La obsesión por la localización exacta resulta obscena. Deberías haber oído la discusión que han tenido hoy por turnos Westphal y Meyer acerca de la localización exacta de un cáncer de cerebro; ¡y todo delante del paciente! Pero –hizo aquí una pausa– ¿quién soy yo para hablar? Hace seis meses, mientras trabajaba en el laboratorio de neuropatología, salté de alegría al ver que llegaba un cerebro infantil; por fin podía determinar el lugar exacto de la enfermedad. Puede que me esté volviendo cínico, pero cada vez estoy más convencido de que nuestras disputas acerca de la localización exacta de una lesión ocultan la verdad de fondo: que nuestros pacientes mueren y los médicos somos impotentes.
–Lo malo es que los alumnos de médicos como Westphal nunca aprenden a consolar a los moribundos.
Guardaron silencio mientras el coche se balanceaba a instancias del viento. La lluvia arreció otra vez, azotando el techo del vehículo. Breuer quería dar un consejo a su joven amigo, pero vaciló, escogiendo las palabras, pues sabía lo sensible que era Freud.
–Sig, permíteme decirte algo. Sé cuánto te decepciona la práctica de la medicina. Debe de parecerte un fracaso, como someterte a un destino inferior. Ayer, en el café, te oí criticar a Brücke por no ascenderte y por aconsejarte que no trabajes en la universidad. No se lo reproches. Sé que tiene una gran opinión de ti. Le he oído decir que eres el mejor estudiante que ha tenido.
–Entonces, ¿por qué no me asciende?
–¿A qué? ¿Al puesto de Exner, o de Fleischl, si es que alguna vez se van? ¿Por cien Gulden al año? Brücke está en lo cierto con respecto al dinero. Investigar es para los ricos. No puedes vivir con ese salario. ¿Cómo podrías mantener a tus padres? No podrías casarte ni en diez años. Puede que Brücke se condujese con brusquedad, pero tiene razón cuando dice que tu única oportunidad es casarte con una mujer con una buena dote. Cuando le propusiste matrimonio a Martha, hace seis meses, sabiendo que no tiene dote, tú, no Brücke, sellaste tu destino.
Freud cerró los ojos antes de responder.
–Tus palabras me duelen, Josef. Siempre he tenido la sensación de que no te gusta Martha.
Breuer sabia que a Freud le costaba hablarle con franqueza, dado que era dieciséis años mayor y no sólo su amigo, sino también su maestro, su padre, su hermano mayor. Extendió la mano para tocar la de Freud.
–No es cierto, Sig. De ningún modo. Estamos en desacuerdo sólo en cuanto a la sincronización. Pensaba que aún te quedaban demasiados años de aprendizaje para atarte ya a tu prometida. Estamos de acuerdo en la elección de Martha. La he visto sólo una vez, en una fiesta, antes de que su familia se fuera a Hamburgo, y simpatizamos en seguida. Me recordó a Mathilde cuando tenía su edad.
–No me sorprende –la voz de Freud se suavizó–, tu mujer era mi modelo. Desde que conocí a Mathilde, he estado buscando una mujer como ella. La verdad, Josef, dime la verdad. Si Mathilde hubiera sido pobre, ¿te habrías casado con ella?
–La verdad, y no me aborrezcas por la respuesta, pues fue hace catorce años y los tiempos han cambiado, la verdad es que habría hecho lo que mi padre me hubiera pedido. –Freud permaneció en silencio mientras sacaba un puro barato. Se lo ofreció a Breuer, quien, como siempre, lo rechazó. Mientras Freud encendía el cigarro, Breuer prosiguió–: Sig, siento lo mismo que tú. Eres yo. Eres como era yo hace diez, once años. Cuando Oppolzer, mí superior en medicina, murió repentinamente de tifus, mi labor universitaria terminó de una manera tan abrupta y cruel como la tuya. Yo también me consideraba un joven con un gran furuto. Esperaba sucederle. Le habría sucedido. Todos lo sabían. Pero escogieron a un gentil. Igual que tú, me vi obligado a conformarme con menos.
–Entonces ya sabes lo derrotado que me siento. ¡Es injusto! Mira quién ocupa la cátedra de medicina: ¡Northnagel, ese bruto! Y mira quién está en la cátedra de psiquiatría: ¡Meynert! ¿Soy yo menos capaz? ¡Podría hacer grandes descubrimientos!
–Y los harás, Sig. Hace once años, trasladé mi laboratorio y mis palomas a mi casa y continué mis investigaciones. Puede hacerse. Ya hallarás la forma. Pero nunca en la universidad. Y ambos sabemos que no es por el dinero. Los antisemitas hacen cada día más ruido. ¿Has visto el articulo de esta mañana, en la Neue Freie Presse, sobre las fraternidades gentiles que entraron en las aulas para echar a los judíos? Ahora amenazan con interrumpir todas las clases que den profesores judíos. ¿Y viste la Presse de ayer? ¿Y la noticia sobre el juicio que se celebraba en Galitzia contra un judío acusado de matar ritualmente a un niño cristiano? ¡Incluso afirman que necesitaba sangre cristiana para amasar el pan ácimo! ¿Puedes creerlo? Estamos en 1882 y la cosa sigue. Son cavernícolas, salvajes con barniz cristiano. ¡Por eso no tienes futuro en la universidad! Brücke dice que no quiere saber nada de tales prejuicios, pero ¿quien sabe lo que siente en el fondo? En privado me dijo que el antisemitismo acabaría al final con tus ambiciones universitarias.
–¡Pero quiero investigar, Josef! No sirvo para la práctica clínica, como tú. Toda Viena conoce tu intuición para el diagnóstico.. Yo no tengo ese don. Sería médico ambulante el resto de mi vida: ¡Pegaso uncido al arado!
–Sig, no sé de ninguna habilidad que no pueda enseñarte. –Freud se echó atrás, apartándose del resplandor del farol, deseoso de oscuridad. Nunca se había desnudado tanto ante Josef ni ante nadie, excepción hecha de Martha, a quien escribía todos los días para contarle sus ideas y sentimientos más íntimos–. No te desquites con la medicina –añadió Breuer–. Te estás volviendo cínico. Fijare en los adelantos de los últimos veinte años, incluso en neurología. Piensa en la parálisis por saturnismo, o en la psicosis del bromuro, o en la triquinosis cerebral. Eran misterios hace veinte años. La ciencia se mueve despacio, pero cada década conquistamos una nueva enfermedad. –Se produjo un largo silencio. Breuer prosiguió–: Cambiemos de tema. Quiero preguntarte algo. Ahora enseñas a muchos estudiantes de medicina. ¿Conoces a un estudiante ruso llamado Salomé, Jenia Salomé?
–¿Jenia Salomé? Creo que no. ¿Por qué?
–Su hermana ha venido a yerme hoy. Una entrevista extraña. –El coche cruzó la pequeña entrada del número 7 de la Bäckerstrasse, se detuvo con una repentina sacudida y el coche osciló sobre sus macizos muelles–. Ya hemos llegado. En casa te lo contaré.
Descendieron del coche en el imponente patio empedrado del siglo XVII, que estaba rodeado por altos muros cubiertos de hiedra. A cada lado, sobre arcadas sostenidas por majestuosas columnas, había cinco filas de grandes ventanas ojivales, cada una con doce cristales enmarcados en madera. Al percatarse de que los dos hombres se acercaban al zaguán, el Portier, siempre de guardia, oreó por el vidrio de la puerta de su vivienda, se apresuró a abrir y saludó con una reverencia.
Subieron la escalera, pasaron ante el despacho de Breuer, situado en el primer piso, y prosiguieron hasta el segundo donde se encontraba la espaciosa casa de la familia y donde esperaba Mathilde. La esposa de Breuer era una mujer llamativa de treinta y seis años. Tenía una brillante piel satinada, nariz elegante, ojos de color azul grisáceo y espeso pelo castaño que llevaba recogido en una larga trenza en lo alto de la cabeza. Con la blusa blanca y la larga falda gris ceñida en la parte de la cintura, tenía una figura graciosa a pesar de haber dado a luz el quinto hijo hacía unos meses.
Cogió el sombrero de Josef, le alisó el pelo con la mano y le ayudó a quitarse el abrigo, que entregó a Aloisia, la sirvienta, a quien llamaban "Louis" desde que había entrado a trabajar en la casa, hacía quince años. Luego se volvió hacia Freud.
–Sigi, estás empapado y helado. ¡A la bañera en seguida! Ya hemos calentado el agua y te he puesto en el estante ropa limpia de Josef. ¡Es una suerte que tengáis las mismas medidas! No puedo ser tan hospitalaria con Max.
Max, el marido de su hermana Rachel, era una mole que pesaba ciento veinte kilos.
–No te preocupes por Max –dijo Breuer–. Lo compenso con los pacientes que le envío.
–Volviéndose a Freud, añadió–: Hoy le he enviado a otro paciente con la próstata hipertrofiada. El cuarto en una semana. ¡He ahí una especialidad para ti!
–No –intervino Mathilde, cogiendo a Freud del brazo y conduciéndolo al cuarto de baño–. La urología no es para Sigi. ¡Pasarse el día limpiando vejigas y conductos! ¡Se volvería loco al cabo de una semana! –Se detuvo en la puerta–. Josef, los niños están comiendo. Ve a verlos, pero sólo un momento. Quiero que eches una cabezada antes de la cena. Has estado dando vueltas toda la noche. Casi no has dormido.
Sin pronunciar palabra, Breuer se dirigió al dormitorio, pero cambió de idea y decidió ayudar a Freud a llenar la bañera. Al volverse, Breuer vio que Mathilde se inclinaba hacia Freud y le susurraba:
–Ya lo ves, Sigi, casi no me habla.
Ya en el cuarto de baño, Breuer introdujo las mangueras de la bomba de petróleo en las tinas de agua caliente que Louis y Freud transportaban desde la cocina. La maciza bañera blanca, apoyada milagrosamente en garras felinas de bronce, se llenó en un instante. Cuando Breuer se fue y mientras caminaba por el corredor, oyó el placentero ronroneo de Freud al meterse en el agua caliente.
En la cama, Breuer no podía dormir: pensaba en Mathilde y en la íntima confianza que tenía con Freud. Éste parecía ya de la familia; ahora cenaba con ellos varias veces a la semana. Al principio, el vínculo era entre Breuer y Freud: cabía la posibilidad de que Sig pasara a ocupar el lugar de Adolf, el hermano menor de Breuer, muerto hacia varios años. Pero a lo largo del último año Mathilde y Freud habían estrechado la relación. Mathilde era diez años mayor que Sig y eso le permitía brindar al joven médico su afecto maternal; a menudo decía que Freud le recordaba al Josef que había conocido de joven.
"¿Qué importa", se preguntó Breuer, "si Mathilde habla con Freud de mi frialdad? Lo más probable es que Freud ya lo sepa: se da cuenta de todo lo que pasa en casa. No tiene buen ojo para los diagnósticos médicos, pero raras veces se le escapa nada que tenga que ver con las relaciones humanas. Y también debe de haber notado cuánto amor paterno necesitan los niños. Cuando lo ven, Robert, Bertha, Margarethe y Johannes le rodean llenos de júbilo y le llaman "tío Sigi". Incluso Dora, que sólo tiene un año, sonríe cada vez que aparece". La presencia de Freud en la casa era positiva; Breuer estaba demasiado ocupado y abstraído para proporcionar la presencia que necesitaba la familia. Sí, Freud le reemplazaba. Y él, la mayor parte del tiempo, no sentía vergüenza, sino gratitud hacia su joven amigo.
Y Breuer sabía que no podía objetar nada ante el hecho de que Mathilde se quejara de su matrimonio. ¡Tenía buenas razones para quejarse! Casi todos los días trabajaba hasta medianoche en el laboratorio. Se pasaba los domingos por la mañana en el estudio preparando las charlas de los domingos por la tarde para los estudiantes de medicina. Varias noches a la semana se quedaba en el café hasta las ocho o las nueve y ahora jugaba al tarot dos veces por semana en lugar de una. Su trabajo incluso había empezado a invadir la hora de la comida, que siempre había sido un momento inviolable de la vida familiar: una vez a la semana, por lo menos, Josef tenía tanto trabajo que no iba a su casa a comer. Y cada vez que iba Max a visitarlos, ambos se encerraban en el estudio y jugaban al ajedrez durante horas.
Tras renunciar a la siesta, Breuer fue a la cocina para averiguar si ya estaba lista la cena. Sabía que a Freud le gustaban los baños prolongados, pero deseaba cenar cuanto antes porque quería tener tiempo para trabajar en el laboratorio. Llamó a la puerta del cuarto de baño.
–Sig, cuando termines, ven al estudio. Mathilde no tiene inconveniente en que comamos allí, en mangas de camisa.
Freud se secó a toda prisa, se puso la ropa interior de Josef, dejó la ropa sucia en la cesta de la colada y se dispuso a ayudar a Breuer y a Mathilde con las bandejas de la cena. (Como para la mayoría de los vieneses, la comida principal de los Breuer era la de mediodía; por la noche comían un modesto refrigerio de sobras frías.) La puerta de la cocina, de paneles de cristal, estaba empañada y chorreaba agua. Abriéndola de un empujón, Freud percibió el fuerte aroma de la sopa de avena con zanahorias y apio.
Mathilde le hizo una seña con el cazo.
–Sigi, hace tanto frío que he hecho sopa. Es lo que los dos necesitáis.
Freud cogió la bandeja que la mujer sostenía con ambas manos.
–¿Sólo dos razones? ¿Tú no comes?
–Cuando Josef dice que quiere cenar en el estudio, casi siempre quiere decir que quiere hablar contigo a solas.
–Mathilde –objetó Breuer–, yo no he dicho eso. Sig desaparecerá si no disfruta de tu compañía mientras come.
–No, estoy cansada. Además, esta semana no habéis tenido tiempo de estar solos.
Cuando recorrían el pasillo, Freud se detuvo un momento en los dormitorios de los niños para darles las buenas noches con un beso; se resistió a las peticiones de contarles un cuento y les prometió que lo haría la próxima vez. Se reunió con Breuer en el estudio, una habitación revestida de paños de madera oscura y con un balcón en el centro, con gruesas cortinas de terciopelo marrón. En la parte inferior del balcón, entre los paneles interiores y los exteriores, había almohadones para aislar la estancia del frío. Delante del balcón había un macizo escritorio de nogal oscuro sobre el que había un montón de libros abiertos. Una espesa alfombra oriental, con motivos de flores en tonos azul y marrón, cubría el suelo. En tres de las paredes había estanterías atestadas de libros encuadernados en piel oscura. En un rincón de la habitación, sobre una mesa de juego de estilo Biedermeier, y de patas en espiral negras y doradas, Louis había dejado pollo asado frío, ensalada de col, alcaravea, nata agria, barritas de pan salado y agua mineral. Mathilde cogió los tazones de sopa de la bandeja que llevaba Freud, los puso sobre la mesa y se dispuso a marcharse.
Consciente de la presencia de Freud, Breuer extendió la mano para tocar el brazo a su mujer.
–Quédate un rato. Sig y yo no tenemos secretos para ti.
–Ya he comido con los niños. Vosotros no me necesitáis.
–Mathilde –insistió Breuer con voz suave–, dices que no me ves lo suficiente. Pero aquí estoy y me abandonas.
Mathilde cabeceó.
–Volveré dentro de un rato con pastel de manzana.
Breuer miró a Freud en actitud de súplica, como preguntándole: "¿Qué puedo hacer?". Un instante después, en el momento en que Mathilde cerraba la puerta, sorprendió la significativa mirada que dirigía a Freud, como diciéndole: "Ya ves en qué se ha convertido nuestra vida en común". Por primera vez, Breuer se percató del incómodo y delicado papel que se le había asignado a su joven amigo: ser confidente de dos cónyuges que ya no se aman.
Mientras los dos hombres comían en silencio, Breuer advirtió que la mirada de Freud recorría las estanterías.
–¿Reservo una estantería para tus futuros libros, Sig?
–¡Cuánto me gustaría! Pero no esta década, Josef. No tengo tiempo para pensar. Lo único que escribe un auxiliar clínico del Hospital General de Viena es tarjetas postales. Estaba pensando, no en escribir, sino en leer. ¡Qué interminable es la labor del intelectual, introducir todos estos conocimientos en el cerebro por los tres milímetros de diámetro del iris!
Breuer sonrío.
–¡Excelente imagen! Schopenhauer y Spinoza destilados, condensados y canalizados a través de la pupila, a lo largo del nervio óptico y directamente hasta los lóbulos occipitales. Me gustaría comer con los ojos. En la actualidad siempre me siento demasiado cansado para leer en serio.
–¿Y la siesta? –preguntó Freud–. ¿Qué ha ocurrido? Creía que te ibas a echar un rato antes de cenar.
–No puedo hacer siestas. Creo que estoy demasiado cansado. La misma pesadilla me despertó en mitad de la noche. Esa en la que me caigo.
–Dime otra vez, Josef: ¿cómo era exactamente?
–Siempre es igual. –Breuer se bebió todo un vaso de agua mineral, dejó el tenedor y se echó atrás para que se le asentara la comida en el estómago–. Y es muy vívida. Debo de haberla tenido diez veces este año. Primero, tiembla la tierra. Estoy asustado y salgo a buscar... –Trató de recordar cómo había descrito el sueño en ocasiones anteriores. En la pesadilla siempre buscaba a Bertha, pero había límites para lo que se proponía revelar a Freud. No sólo se avergonzaba de haberse enamorado de Bertha, sino que tampoco veía ningún motivo para complicar la relación entre Freud y Mathilde revelando cosas que Sig estaría obligado a mantener en secreto ante ella–. A buscar a una persona. El suelo empieza a licuarse bajo mis pies, como sí se tratara de arenas movedizas. Me hundo poco a poco en la tierra y en mi caída desciendo, exactamente, cuarenta pies (trece metros). Por fin me pongo a descansar encima de una losa grande. Hay algo escrito. Quiero averiguar lo que pone, pero no lo consigo.
–Un sueño muy estimulante, Josef. De una cosa estoy seguro: la clave para descifrarlo es la frase ilegible que hay en la losa.
–Eso, si el sueño tiene algún significado.
–Debe tenerlo, Josef. ¿El mismo sueño, diez veces? Seguro que no permitirías que te alterase el sueño un asunto trivial. Lo que también me interesa es eso de los cuarenta pies. ¿Cómo sabes que se trata exactamente de esa distancia?
–Lo sé, pero no sé cómo.
Freud, como de costumbre, había vaciado el plato a toda velocidad y engulló el último bocado.
–Estoy seguro de que la cifra es exacta. Después de todo, tú has forjado el sueño. ¿Sabes, Josef? Sigo recopilando sueños y creo, cada vez con mayor convicción, que en los sueños las cantidades concretas siempre tienen un significado. Tengo otra muestra que creo que no te he contado. La semana pasada estuvimos cenando con Isaac Schönberg, un amigo de mi padre.
–Lo conozco. Su hijo Ignaz se interesa por la hermana de tu prometida, ¿no?
–Sí, y lo que manifiesta por Minna es algo más que "interés". Bien, Isaac cumplía sesenta años y me contó un sueño que había tenido la noche anterior. Iba andando por un camino largo y oscuro, y tenía sesenta monedas de oro en el bolsillo. Como tú, no tenía dudas acerca de la cantidad exacta. Intentaba conservar las monedas, pero se le caían por un agujero del bolsillo y estaba demasiado oscuro para encontrarlas. Creo que no es una coincidencia que soñara con sesenta monedas cuando cumplía sesenta anos. Estoy seguro (¿cómo podría ser de otro modo?) de que las sesenta monedas representan los sesenta años.
–¿Y el agujero en el bolsillo? –preguntó Breuer mientras se servía otra ración de pollo.
–El sueño debe de ser un deseo de perder años para volver a ser joven –respondió Freud, que, imitando a su amigo, también se sirvió más pollo.
–Puede que el sueño expresara un temor: se le escapan los años y pronto no le quedará ninguno. Recuerda que iba por un camino largo y oscuro y trataba de buscar algo que se le había perdido.
–Sí, supongo que sí. Tal vez los sueños expresen deseos o temores. O ambas cosas. Pero dime, Josef, ¿cuándo tuviste ese sueño por primera vez?
–A ver, déjame pensar. –Breuer recordaba que la primera vez había sido poco después de empezar a dudar de la eficacia del tratamiento que venia dando a Bertha; luego, hablando con Frau Pappenheim, había surgido la posibilidad de trasladar a Bertha a la Clínica Bellevue, en Suiza. Había sido a principios de 1882, hacia casi un año, como había dicho a Freud.
–¿Y no fue este enero –preguntó Freud– cuando celebramos en esta misma casa, con la familia Altmann al completo, tu último cumpleaños? Cumpliste cuarenta. Si has tenido ese sueño desde entonces, ¿no es lógico suponer que los cuarenta pies se refieran a tu edad?
–Bien, dentro de un par de meses tendré cuarenta y uno. Si tienes razón ,¿no debería caer cuarenta y un pies en el sueño, a partir de enero próximo?
Freud levantó los brazos.
–De ahora en adelante, necesitaremos consultar con otra persona. Yo he llegado a los limites de mi teoría sobre los sueños. ¿Cambian los sueños ya soñados para adaptarse a los cambios producidos en la vida del soñante? ¡Interesante pregunta! De todos modos, ¿por qué se transforman los años en pies? Y el pequeño fabricante de sueños que tenemos en la mente, ¿por qué se toma tanto trabajo para disfrazar la verdad? Mi suposición es que la caída no cambiará a cuarenta y un pies. Creo que el fabricante de sueños tendría miedo de cambiarlo cuando tengas un año más, porque sería demasiado transparente y revelaría el código onírico.
–Sig –dijo Breuer sofocando la risa mientras se limpiaba la boca y el bigote con la servilleta–, aquí es donde siempre disentimos: cuando te pones a hablar de otra mente, una mente distinta, un duende sensible dentro de nosotros que concibe sueños rebuscados y los presenta disfrazados ante nuestra conciencia... me parece ridículo.
–Estoy de acuerdo, parece ridículo; no obstante, fíjate en la evidencia, en todos los científicos y matemáticos que han dicho que han resuelto problemas importantes en sueños. Josef, no existe explicación mejor. Por ridículo que parezca, tiene que haber una inteligencia inconsciente, distinta. Estoy seguro...
Entró Mathilde con una cafetera humeante y dos raciones de pastel de manzana y pasas.
–¿De qué estás tan seguro, Sigi?
–De lo único que estoy seguro es de que quiero que te quedes un rato con nosotros. Josef estaba a punto de hablarme de un paciente a quien ha visitado hoy.
–Sigi, no puedo. Johannes está llorando y, si no voy ahora, despertará a los demás.
Cuando se fue, Freud se volvió hacia Breuer.
–Bien, Josef, ¿no querías hablarme de tu extraño encuentro con la hermana de no sé qué estudiante de medicina?
Breuer vaciló, tratando de poner en orden sus pensamientos. Quería discutir la propuesta de Lou Salomé con Freud, pero temía hablar del tratamiento de Bertha.
–Bien, su hermano le habló del tratamiento que yo había aplicado a Bertha Pappenheim. Y quiere que aplique el mismo tratamiento a una persona amiga suya que sufre un trastorno emocional.
–Y este estudiante de medicina, este Jenia Salomé, ¿por qué conocía el caso de Bertha Pappenheim? Siempre re has mostrado reticente a hablar conmigo de ese caso, Josef. No sé nada de él, aparte de que recurriste al magnetismo animal.
Breuer se preguntó si no habría detectado un asomo de envidia en la voz de Freud.
–Sí, no he hablado mucho acerca de Bertha. Su familia es muy conocida. Y he evitado en particular hablar contigo de ello desde que supe que Bertha es muy amiga de tu prometida. Hace unos meses, dándole el seudónimo de Anna O., describí el tratamiento en una charla para estudiantes de medicina.
Freud se inclinó hacia él.
–No sabes hasta qué punto me corroe la curiosidad por los detalles del nuevo tratamiento. ¿No puedes contarme al menos lo que contaste a tus estudiantes? Sabes que sé guardar secretos profesionales, incluso delante de Martha.
Breuer vaciló. ¿Cuánto debía revelarle? Por supuesto, Freud ya conocía gran parte del tratamiento. Por otro lado, durante meses Mathilde no había ocultado que se sentía muy molesta por el hecho de que su marido pasara tanto tiempo con Bertha. Y Freud se encontraba en casa el día que Mathilde, por fin, había explotado de rabia y había prohibido a Breuer que volviera a mencionar el nombre de aquella paciente delante de ella.
Por suerte, Freud no había presenciado la catastrófica escena final del tratamiento. Breuer nunca la olvidaría. Había ido a su casa aquel día y la había encontrado retorciéndose de dolor –se trataba de un parto, no menos doloroso por el hecho de corresponder a un embarazo falso– y proclamando ante todo el mundo: "¡Ya viene el niño del doctor Breuer!". Cuando Mathilde lo supo –aquellas noticias circulaban rápidamente entre las amas de casa judías–, exigió que Breuer dejara el caso a otro médico inmediatamente.
¿Habría informado Mathilde a Freud? Breuer no quería preguntar. En aquel momento. Quizá más tarde, cuando se hubieran sosegado los ánimos. Por eso escogió las palabras con mucho cuidado.
–Bien, Sig, ya sabes que Bertha presentaba todos los síntomas típicos de la histeria (perturbaciones sensoriales y motrices, contracturas musculares, sordera, alucinaciones, amnesia, afonía, fobias) y otras manifestaciones insólitas. Por ejemplo, sufría extrañas alteraciones lingüísticas. A veces no podía hablar alemán durante semanas enteras, sobre todo por la mañana. Manteníamos nuestras conversaciones en inglés. Más extraña aún era su doble vida mental: una parte de sí vivía en el presente, la otra reaccionaba emocionalmente frente a hechos que habían ocurrido un año antes, según averiguamos al consultar el diario de su madre del año anterior. Tenía, también, una seria neuralgia facial que sólo aliviaba la morfina, por lo que se volvió adicta a esta droga.
–¿Y la trataste recurriendo al magnetismo animal? –preguntó Freud.
–Al principio, ésa era mi intención. Pensaba seguir el método de Liebault y eliminar los síntomas mediante sugestión hipnótica. Sin embargo, gracias a Bertha, que es mujer de una creatividad extraordinaria, descubrí un principio innovador. Durante las primeras semanas, la visitaba a diario y siempre la encontraba en tal estado de agitación que poco trabajo efectivo podía hacerse. Pero luego descubrimos que su agitación se aliviaba cuando me describía detalladamente todo lo desagradable que le había sucedido durante el día. –Breuer cerró los ojos para concentrarse. Sabia que aquello era importante y quería incluir todos los datos significativos–. El proceso fue lento. Bertha solía necesitar todas las mañanas una hora de "deshollinación", como ella misma decía, para eliminar de su mente los sueños y fantasías desagradables, pero cuando regresaba yo por la tarde, ya se habían acumulado nuevos elementos irritantes que también había que deshollinar. Sólo después de haber arrancado por completo de su mente estos resabios diarios podíamos dedicarnos a aliviar los síntomas más duraderos. Y en este punto, Sig, hicimos un descubrimiento sorprendente.
Al oír el tono de Breuer, Freud, que estaba encendiendo un cigarro, se quedó inmóvil y tan deseoso de escuchar las palabras siguientes que el fósforo acabó quemándole el dedo.
–Ach, mein Gott! –exclamó, sacudiendo el fósforo y chupándose el dedo–. Sigue, Josef. ¿Cuál fue ese descubrimiento tan sorprendente?
–Bien, descubrimos que, cuando ella se remontaba al origen mismo de un síntoma y me lo describía, ese síntoma desaparecía solo, sin necesidad de sugestión hipnótica...
–¿Origen? –preguntó Freud, tan fascinado ahora que dejó el cigarro en el cenicero, donde se fue consumiendo solo–. ¿Qué quieres decir, Josef, con el origen del síntoma?
–El agente exasperante original, la experiencia que había dado origen al síntoma.
–Ponme un ejemplo.
–Te hablaré de su hidrofobia. Bertha no podía o no quería beber agua desde hacía semanas. Tenía mucha sed, pero cuando cogía un vaso de agua no podía beberla y se veía obligada a calmar la sed comiendo melón y otras frutas.
Cierto día, en pleno trance (se automagnetizaba y de forma automática caía en trance en cada sesión), recordó que hacia unas semanas había entrado en la habitación de su enfermera y había visto al perro lamer el agua de su vaso. En cuanto me describió este recuerdo, desahogó la rabia y el asco que sentía y pidió un vaso de agua, que bebió sin dificultad. El síntoma no volvió a reaparecer.
–Notable, muy notable –exclamó Freud–. ¿Y después?
–Pronto abordamos cada uno de los síntomas de esta manera sistemática. Algunos síntomas (por ejemplo, la parálisis del brazo y las alucinaciones en que veía calaveras y serpientes) se debían a la conmoción que había sufrido al morir su padre. Cuando describió todos los detalles y las emociones relacionadas con el episodio (para estimular su recuerdo, le pedí que colocara los muebles tal como se encontraban en el momento de la defunción), todos los síntomas desaparecieron en el acto.
–¡Qué hermoso es eso! –Freud se había puesto en pie y paseaba emocionado por la habitación–. Las implicaciones teóricas son impresionantes. ¡Y del todo compatibles con las teorías de Helmholtz! Cuando, mediante la catarsis emocional, se libera el exceso de la carga eléctrica cerebral responsable de los síntomas, los síntomas se comportan como es debido y desaparecen de inmediato. Pero pareces muy tranquilo, Josef. Es un descubrimiento fundamental. Debes publicar este caso.
Breuer dio un profundo suspiro.
–Tal vez, algún día. Pero no es éste el mejor momento. Hay demasiadas complicaciones personales. He de tener en cuenta los sentimientos de Mathilde. Ahora que te he descrito el tratamiento que apliqué, puede que te percates de la cantidad de tiempo que tuve que invertir en Bertha. Bien, Mathilde no podía, o no quería, apreciar la importancia científica del caso. Como sabes, acabó quejándose debido al número de horas que pasaba con Bertha y, de hecho, sigue tan enfadada que se niega a discutir el asunto conmigo. Además, no puedo publicar un caso que terminó tan mal. Ante la insistencia de Mathilde, me desentendí del caso y trasladé a Bertha al sanatorio de Binswanger, en Kreuzlingen, el pasado mes de julio. Todavía recibe tratamiento allí. Ha costado acabar con su morfinomanía y al parecer han vuelto algunos síntomas, como la imposibilidad de hablar alemán.
–Aun así –dijo Freud, pasando por alto el enfado de Mathilde–, es un caso que abre un nuevo camino. Podría significar el inicio de un nuevo enfoque terapéutico. ¿Lo seguiremos discutiendo cuando tengamos más tiempo? Me gustaría conocer hasta el último detalle.
–Ningún problema, Sig. En el consultorio tengo una copia del informe que envié a Binswanger. Unas treinta páginas. Puedes leerlo cuando quieras.
Freud miró su reloj.
–¡Caramba! Es ya muy tarde y todavía no me has contado lo de la hermana del estudiante de medicina. Su amiga, la que quiere que trates con la terapia coloquial ,¿es histérica? ¿Presenta síntomas como los de Bertha?
–No, Sig, es aquí donde la historia se pone interesante. No hay histeria y el paciente no es una mujer. La persona amiga es un hombre que está, o estaba, enamorado de ella. Cuando ella lo dejó por otro hombre, un antiguo amigo de él, el individuo sufrió una especie de mal de amores suicida. Es obvio que ella se siente culpable y que no quiere tener un suicidio en la conciencia.
–Josef, Josef –Freud parecía escandalizado–, el mal de amores no compete a la medicina.
–Esa fue también mi primera reacción. Fue lo que le dije a ella. Pero escucha el resto. La historia es increíble. El amigo, que es un notable filósofo y amigo personal de Richard Wagner, no quiere ayuda, o es demasiado orgulloso para pedirla. Ella quiere que yo haga de mago. Con el pretexto de tratar su estado físico, quiere que cure de forma subrepticia su problema psicológico.
–¡Eso es imposible! No lo harás, ¿verdad, Josef?
–Lo cierto es que ya he aceptado.
–¿Por qué? –Freud recogió el cigarro del cenicero y se inclinó hacia delante. La preocupación por su amigo le hizo fruncir el entrecejo.
–Ni siquiera yo lo sé. Desde que terminó el caso Pappenheim, me he sentido inquieto y estancado. Tal vez necesite distracción, un estímulo como éste. Pero hay otra razón por la que he aceptado. La hermana del estudiante de medicina es muy convincente. No se le puede decir que no. Seria una misionera excelente. Podría convertir un caballo en pollo. Es extraordinaria. No puedo describírtela en este momento. Tal vez algún día la conozcas. Entonces te darás cuenta.
Freud se puso en pie, se estiró, fue al balcón y abrió las cortinas de terciopelo. Como no podía ver a través del cristal empañado, limpió una pequeña parte con el pañuelo.
–¿Sigue lloviendo? –preguntó Breuer–. ¿Llamamos a Fischmann?
–No, ya casi no llueve. Iré andando. Pero se me ocurren más preguntas sobre tu nuevo paciente. ¿Cuándo lo verás?
–Todavía no se ha puesto en contacto conmigo. Ese es otro problema. Fräulein Salomé y él no están en buenas relaciones ahora. De hecho, me enseñó unas cartas que destilaban odio. Aun así, me asegura que "se las arreglará" para que él acuda a mí para solucionar sus problemas de salud. Y estoy convencido de que, en esto, como en todo, conseguirá lo que se propone.
¿Exigen consulta médica los problemas de ese hombre?
–Sin ninguna duda. Está muy enfermo y ya ha confundido a dos docenas de médicos, casi todos de excelente reputación. Fräulein Salomé me describió una larga lista de síntomas: terribles dolores de cabeza, ceguera parcial, náuseas, insomnio, vómitos, indigestión, problemas de equilibrio, debilidad. –Al ver que Freud cabeceaba con perplejidad, añadió–: Si quieres ser especialista, debes acostumbrarte a estos cuadros clínicos desconcertantes. Los pacientes polisintomáticos que van de un médico a otro son parte diaria de mi práctica. ¿Sabes, Sig? Este caso podría enseñarte algo. Te mantendré informado. –Breuer meditó un instante–. Hagamos una breve comprobación ahora. Hasta el momento, teniendo en cuenta los síntomas descritos, ¿cuál sería tu diagnóstico?
–No lo sé, Josef. Los síntomas no forman un todo coherente.
–No seas tan cauto. Adivina. Piensa en voz alta.
Freud se sonrojó. Por más sediento de conocimientos que estuviera, detestaba pasar por ignorante.
–Quizá una esclerosis múltiple o un tumor en el occipital. ¿Saturnismo? No lo sé.
–No olvides la hemicránea. ¿Y qué me dices de la hipocondría delirante?
–El problema –dijo Freud– es que ninguno de esos diagnósticos explica todos los síntomas.
–Sig –dijo Breuer, poniéndose en pie y hablando en tono confidencial–, te revelaré un secreto profesional. Un secreto que un día será la columna que te sostendrá como especialista. Lo aprendí de Oppolzer, que una vez me dijo: "Los perros pueden tener pulgas y también piojos".
–Eso quiere decir que el paciente...
–Sí –dijo Breuer, pasando el brazo por los hombros de Freud. Los dos hombres echaron a andar por el largo pasillo–. El paciente puede tener dos enfermedades. Así ocurre por lo general con los pacientes que llegan al especialista.
–Volvamos al problema psicológico. Tu Fräulein Salomé dice que este hombre no admite que tiene un problema psicológico. Si no quiere reconocer que posee impulsos suicidas, ¿cómo procederás?
–Eso no debería ser un problema –respondió Breuer en tono confidencial–. Cuando estudio una historia clínica, siempre encuentro la oportunidad de deslizarme hasta el reino psicológico. Cuando pregunto acerca del insomnio, por ejemplo, a menudo interrogo al paciente sobre los pensamientos que lo mantienen despierto. O, cuando el paciente ha enumerado todos sus síntomas, adopto una actitud comprensiva y le pregunto, de repente, si se siente desalentado por su enfermedad, con ganas de abandonarse; si quiere seguir viviendo. Pocas veces falla y el paciente acaba contándomelo todo. –Ya en la puerta de la calle, ayudó a Freud a ponerse el abrigo–. No, Sig, ése no es el problema. No me costará ganarme la confianza del filósofo y hacer que lo confiese todo. El problema consiste en qué hacer con lo que averigüe.
–Sí, ¿qué harás si es un suicida?
–Si me convenzo de que planea suicidarse, haré que lo encierren en seguida, en el manicomio de Brrinnlfeld o en un sanatorio privado, como el de Breslauer en Inzerdorf. Pero ése no será el problema. Piensa: si de verdad fuera un suicida, ¿se molestaría en acudir a mí?
–¡Claro, ya entiendo! –Freud, sonrojándose, se dio un golpecito en la sien.
–No –prosiguió Breuer–, el verdadero problema es qué hacer con él si no es un suicida, si sólo se trata de que sufre mucho.
–Sí –convino Freud–, ¿y entonces?
–Tendré que convencerlo de que vea a un sacerdote. O de que haga una larga cura en Maxienbad. O si no, inventaré mi propia manera de tratarlo.
–¿Inventar una manera de tratarlo? ¿Qué quieres decir? ¿Qué manera?
–Luego, Sig. Hablaremos más adelante. Ahora, vete. No te quedes dentro con el abrigo puesto.
Al cruzar la puerta, Freud se volvió hacia su amigo.
–¿Cómo has dicho que se llama ese filósofo? ¿Es alguien que yo conozca?
Breuer vaciló. Recordando la promesa hecha a Lou Salomé, inventó en el acto un nombre para Friedrich Nietzsche según el método por el que Anna O. había representado a Bertha Pappenheim.
–No, no es conocido. Se llama Müller, Eckart Müller.

CUATRO

Dos semanas después, instalado en su consultorio, enfundado en la bata blanca, Breuer leía una carta de Lou Salome.

23 de noviembre de 1882
Estimado doctor Breuer:
Nuestro plan funciona. El profesor Overbeck conviene con nosotros en que la situación es muy peligrosa. Nunca ha visto a Nietzsche tan mal. Hará lo posible por convencerle de que le visite a usted. Ni Nietzsche ni yo olvidaremos su bondad en este momento de apuro.
Lou Salomé

"Nuestro plan", "nosotros", "Nietzsche y yo". Breuer dejó la carta –después de haberla leído quizá por décima vez desde su llegada, hacía una semana– y cogió el espejo que había encima del escritorio para verse a sí mismo pronunciando la palabra "nuestro". Vio un delgado fragmento de labio rosado alrededor de un pequeño agujero oscuro, rodeado de pelos castaños. Dilató el agujero y vio que los labios se estiraban elásticamente alrededor de los dientes amarillentos que salían de las encías como lápidas medio enterradas. Pelos y agujero, hueso y dientes: erizo, morsa, mono, Josef Breuer.

Aborrecía el aspecto de su barba. Cada vez se veía a más hombres afeitados por la calle. ¿Cuándo se animaría a eliminar toda aquella masa de pelos? También aborrecía los brotes grisáceos que de forma insidiosa despuntaban en el bigote, en el lado izquierdo de la barbilla y en las patillas. Sabia muy bien que esos pelos grises eran los primeros exploradores de una despiadada invasión invernal. Y no habría forma de detener el paso de las horas, los días, los años.
Breuer aborrecía todo lo que reflejaba el espejo: no sólo la marea gris, los dientes y el pelo, sino también la nariz aguileña que se esforzaba por doblarse hacia la barbilla, las orejas absurdamente grandes y la frente despejada y amplia desde la que la calvicie había empezado a abrirse camino hacia la coronilla, sin piedad, dejando al descubierto la vergüenza del cráneo pelado.
¿Y los ojos! Se miró los ojos: siempre podía encontrar la juventud allí. Pestañeó. A menudo, cuando se miraba, pestañeaba y hacía muecas a su verdadero yo, al Josef de dieciséis años que habitaba en aquellos ojos. Pero aquel día no había ningún saludo del Josef joven. Antes bien, eran los ojos de su padre los que le miraban, unos ojos viejos y cansados, rodeados de párpados arrugados, enrojecidos. Breuer vio, fascinado, cómo la boca de su padre formaba un agujero para decir "nuestro, nuestro, nuestro". Breuer pensaba en su padre con creciente frecuencia. Hacía diez años que había muerto. Leopold Breuer había fallecido a los ochenta y dos años, cuarenta y dos más de los que Josef tenía ahora.
Dejó el espejo en el escritorio. ¡Le quedaban cuarenta y dos años! ¿Cómo soportaría cuarenta y dos años más? Cuarenta y dos años esperando que pasaran los años. Cuarenta y dos años mirando sus ojos envejecidos. ¿No había manera de escapar de la prisión del tiempo? ¡Ah, si pudiera volver a empezar! Pero ¿cómo?, ¿dónde?, ¿con quién? Con Lou Salomé, no. Ella era libre y podía revolotear cuando quisiera, entrar y salir de la prisión en que él estaba encerrado. Con ella nada sería nunca "nuestro": nunca nuestra vida, nuestra nueva vida.
También sabia que nunca habría nada "nuestro" con Bertha. Cada vez que escapaba de los antiguos y cíclicos recuerdos de Bertha –la almendrada fragancia de su piel, la portentosa redondez de sus pechos bajo la bata, la tibieza de su cuerpo cuando se apoyaba en él al caer en trance–, cada vez que miraba atrás y se veía a si mismo en perspectiva, se daba cuenta de que Bertha había sido desde siempre una fantasía.
La pobre, informe, demente Bertha. "¡Qué sueño ilusorio creer que podría completarla, formarla, para que ella a su vez pudiera darme... ¿qué? Esa era la pregunta. ¿Qué buscaba yo en ella? ¿Qué me hacia falta? ¿No tenía yo una buena vida? ¿Ante quién podía quejarme de que la vida me hubiera llevado, de forma irrevocable, hasta un conducto que cada vez se estrechaba más? ¿Quién puede comprender mi tormento, mis noches de insomnio, mi coqueteo con el suicidio? Después de todo, ¿no poseo todo lo que se puede desear: dinero, amigos, familia, una hermosa y encantadora mujer, buena reputación, respetabilidad? ¿Quién me reconfortará? ¿Quién evitará la pregunta obvia: “¿Qué más quieres?”"
La voz de Frau Becker anunciando la llegada de Friedrich Nietzsche sobresaltó a Breuer, a pesar de que le estaba esperando.
La regordeta y vigorosa Frau Becker, con sus gafas, su baja estatura y su pelo gris, administraba el consultorio de Breuer con sorprendente precisión. De hecho, desempeñaba tan bien su papel que no quedaban indicios visibles de su vida privada. En los seis meses que llevaba trabajando allí, no habían cambiado ni una sola palabra de índole personal. Por más que Breuer se esforzara, no podía recordar su nombre de pila, ni imaginarla haciendo otra cosa que las faenas del consultorio. ¿Frau Becker de excursión? ¿Leyendo la Neue Freie Presse por la mañana? ¿En la bañera? ¿La gorda Frau Becker desnuda? ¿Penetrada? ¿Jadeando de pasión? ¡Inconcebible!
A pesar de despreciarla como mujer, sin embargo, Breuer se percataba de que era una observadora astuta y valoraba sus impresiones iniciales.
–¿Qué impresión le ha causado el profesor Nietzsche?
–Herr doctor, tiene porte de caballero, pero no va vestido como un caballero. Parece tímido. Casi humilde. Y sus modales son amables, muy diferentes de los de las personas de buena cuna que vienen por aquí, por ejemplo, esa señora rusa que le visitó hace un par de semanas.
Breuer también había notado amabilidad en la carta que el profesor Nietzsche le había mandado solicitando hora, cuando le pareciera bien al doctor Breuer, aunque, a ser posible, dentro de las dos semanas siguientes. Explicaba en la carta que viajaría ex profeso a Viena para aquella consulta. Hasta que le avisara, permanecería en Basilea con un amigo, el profesor Overbeck. Breuer sonrió al contrastar la carta de Nietzsche con los mensajes en que Lou Salomé le ordenaba que estuviera disponible según la conveniencia de ella.
Mientras esperaba a que Frau Becker hiciera pasar a Nietzsche, inspeccionó a toda prisa el escritorio y de pronto descubrió, alarmado, los dos libros que le había entregado Lou Salomé. El día anterior los había hojeado aprovechando media hora que tenía libre y los había dejado, sin pensar, a la vista de todos. Se dio cuenta de que, si Nietzsche los veía, la terapia terminaría antes de empezar, pues seria imposible explicar su presencia sin mencionar a Lou Salomé. "Qué descuido tan infrecuente en mi. ¿Estaré saboreando la empresa?"
Tras guardar a toda prisa los libros en un cajón del escritorio, se puso de pie para recibir a Nietzsche. El profesor no era lo que esperaba, por la descripción de Lou Salomé. Tenía una expresión amable y era robusto –alrededor de un metro ochenta de estatura y setenta y cinco u ochenta kilos de peso–, si bien había algo curiosamente insustancial en su cuerpo, como si fuera posible atravesarlo con la mano. Vestía un traje negro, de corte casi militar. Debajo de la chaqueta llevaba un grueso jersey marrón, de campesino, que le cubría casi toda la camisa y la corbata malva.
Al darse la mano, Breuer notó la piel fría y el apretón fláccido de Nietzsche.
–Buenos días, Herr profesor, aunque no es buen día para viajar, supongo.
–No, doctor Breuer, nada bueno. Y el motivo que me ha traído aquí tampoco lo mejora. He aprendido a evitar el mal tiempo. Sólo su excelente reputación ha conseguido que me desplace tan al norte en invierno.
Antes de sentarse en el sillón que le indicó Breuer, Nietzsche colocó con delicadeza un estropeado maletín abultado, primero en un lado del asiento, luego en el otro, como si buscara el lugar ideal para dejarlo.
Breuer se sentó y siguió observando cómo iba acomodándose su paciente. A pesar de su aspecto modesto, Nietzsche transmitía una impresión de sólida presencia. Era su poderosa cabeza lo que llamaba la atención. En especial, los ojos, de color pardo claro, muy intensos y profundos,
incrustados bajo el prominente borde orbital. ¿Qué había dicho Lou Salomé de aquellos ojos? ¿Que parecían mirar hacia dentro, como si se fijaran en un tesoro oculto? Si, Breuer pensó que así era. Su paciente llevaba el brillante pelo castaño cepillado con cuidado. Aparte de un largo bigote, que caía como una cascada sobre los labios y por ambos lados de la boca, iba afeitado. Ante aquel bigote, Breuer evocó una extraña imagen que le llevó a sentir el impulso quijotesco de advertir al profesor que no comiera pasteles vieneses en público, sobre todo si se trataba de un pastel recubierto de Schlag, pues tardaría en limpiarse el mostacho.
La voz suave de Nietzsche era sorprendente: en sus dos libros, el tono era fuerte, osado y autoritario, casi estridente. Breuer encontraría de continuo la misma discrepancia entre el Nietzsche de carne y hueso y el Nietzsche del papel.
Aparte de su breve charla con Freud, Breuer no había pensado mucho en aquella anormal visita. Pero ahora, por primera vez, se preguntó si había actuado con sensatez al admitir aquel extraño caso. Lou Salomé, la hechicera, la principal conspiradora, había desaparecido hacia mucho y en su lugar llegaba aquel confiado y embaucado profesor Nietzsche. Se trataba de dos hombres manipulados, con falsas apariencias, por una mujer que ahora, sin duda, estaría ya embarcada en alguna nueva intriga. No, Breuer sintió que le faltaba valor para enfrentarse a aquella aventura.
"Aun así, ha llegado el momento de dejar atrás todo eso", pensó. "Un hombre que ha amenazado con quitarse la vida es ahora mi paciente y debo prestarle toda mi atención."
–¿ Cómo le ha ido el viaje, profesor Nietzsche? Tengo entendido que acaba de llegar de Basilea.
–Esa ha sido mi última parada –dijo Nietzsche, casi rígido–. Toda mi vida se ha convertido en un viaje y empiezo a creer que mi único hogar, el único lugar familiar al que siempre regreso, es mi enfermedad.
"No es hombre con el que se pueda hablar de temas cotidianos e intrascendentes", pensó Breuer.
–Entonces, profesor Nietzsche, procedamos de inmediato a investigar su enfermedad.
–¿No sería más eficaz leer estos documentos? –Nietzsche extrajo del maletín una gruesa carpeta llena de papeles–. Creo que he estado enfermo toda la vida, pero con más gravedad esta última década. He aquí los informes completos de mis consultas previas. ¿Me permite?
Breuer asintió y Nietzsche abrió la carpeta, se acercó al escritorio y puso el contenido (cartas, gráficas de hospital e informes de laboratorio) delante de Breuer.
Breuer leyó la primera página, que contenía una lista de veinticuatro médicos y la fecha de cada consulta. Reconoció varios nombres eminentes, médicos suizos, alemanes e italianos.
–Algunos de estos nombres me resultan conocidos. ¡Todos son excelentes profesionales! Aquí hay tres a quienes conozco muy bien: Kessler, Turin y Koenig. Estudiaron en Viena. Como sugiere usted, profesor Nietzsche, seria imprudente pasar por alto las observaciones y conclusiones de estos excelentes hombres; sin embargo, estoy en gran desventaja al empezar con ellos. Demasiada autoridad, demasiadas opiniones y conclusiones prestigiosas oprimen nuestra capacidad imaginativa. Por esa misma razón, me gusta leer una obra de teatro antes de verla representada y, por supuesto, antes de leer las críticas. ¿No cree que lo mismo sucede con su trabajo?
Nietzsche parecía sorprendido. "Bien", pensó Breuer, "el profesor Nietzsche tiene que comprender que soy un médico diferente. No está acostumbrado a los médicos que hablan de psicología o que hacen preguntas acerca de su trabajo".
–Sí –respondió Nietzsche–, ésa es una consideración importante en mi trabajo. Mi disciplina original es la filología. Mi primer trabajo, mi único trabajo, fue como profesor de filología en Basilea. Siento un especial interés por los filósofos presocráticos y siempre he considerado fundamental remitirme a los textos originales. Los intérpretes siempre son insinceros; no es su intención serlo, desde luego, pero no pueden salirse de su marco histórico ni, por otra parte, de su marco autobiográfico.
–Pero la resistencia a rendir homenaje a los intérpretes, ¿no lo convierte en un individuo poco popular en la comunidad filosófica académica? –Breuer se sentía seguro. Estaba embarcado ya en el proceso de convencer a Nietzsche de que él, su nuevo médico, era un alma gemela y que ambos tenían intereses gemelos. No costaría seducir al profesor Nietzsche. Porque para Breuer se trataba de una seducción, de conducir al paciente hacia una relación que no había buscado con el propósito de obtener una ayuda que no había pedido.
–¿Poco popular? ¡Sin duda! Hace tres años tuve que renunciar al puesto a causa de una enfermedad, la misma enfermedad, todavía sin diagnosticar, que hoy me ha traído ante usted. Pero, aunque tuviera una salud perfecta, creo que la desconfianza que me inspiran los intérpretes habría terminado por convertirme en un indeseable comensal del banquete académico.
–Pero, profesor Nietzsche, si todos los intérpretes se ven limitados por su marco autobiográfico, ¿cómo puede usted evitar esa limitación en su propio trabajo?
–Primero –respondió Nietzsche–, es preciso identificar la limitación. Luego, uno tiene que aprender a verse a sí mismo desde lejos, aunque a veces la enfermedad enturbia mi perspectiva.
A Breuer no se le escapaba que era Nietzsche, y no él, quien mantenía la conversación centrada en la enfermedad, lo que, después de todo, era la raison d'être del encuentro. ¿Había un reproche en las palabras de Nietzsche?
"No te esfuerces, Josef", se dijo. "La confianza de un paciente en su médico no debe buscarse de forma explícita; surge, de manera natural, de una consulta llevada de manera competente." Si bien Breuer examinaba con ojos críticos, tenía absoluta confianza en sí mismo como médico. "No te esfuerces por complacer, ni trates con condescendencia, ni trames intrigas ni estrategias", le decía el instinto. "Limitate a conducirte con la acostumbrada profesionalidad."
–Pero volvamos a lo nuestro, profesor Nietzsche. Lo que intento decirle es que preferiría elaborar un historial médico y examinarlo antes de ver sus informes. Después, en nuestra próxima visita, intentaré presentarle una síntesis lo más completa posible.
Breuer puso ante Nietzsche, sobre el escritorio, un cuaderno en blanco.
–En su carta me decía algo sobre su estado: que tiene jaquecas y problemas con la vista por lo menos desde hace diez años; que la enfermedad le molesta continuamente o, según sus propias palabras, que siempre le está esperando. Y hoy me informa de que por lo menos veinticuatro médicos han fracasado al intentar curarlo. Es todo lo que sé sobre usted. Así pues, ¿qué le parece si empezamos? Primero, cuéntemelo todo con sus propias palabras, por favor.

CINCO

Los dos hombres hablaron durante noventa minutos. Breuer, sentado en su sillón de cuero de respaldo alto, tomaba notas rápidas. Nietzsche, que hacía una pausa de vez en cuando para que la pluma de Breuer no se quedara atrás, estaba sentado en un sillón idéntico, aunque menor que el de Breuer. Como la mayoría de los médicos de la época, Breuer prefería que su paciente lo mirara desde abajo.
Las evaluaciones clínicas de Breuer eran completas y metódicas. En primer lugar, tras escuchar con atención la descripción que el paciente hacia, con toda libertad, de su enfermedad, analizaba cada síntoma: primera aparición, su transformación con el paso del tiempo, su respuesta a las diferentes terapias. El paso siguiente consistía en examinar cada órgano del cuerpo. Empezando por la parte superior de la cabeza, llegaba hasta los pies. Primero el cerebro y el sistema nervioso. Empezaba preguntando por el funcionamiento de cada uno de los doce nervios craneales: el sentido del olfato, la vista, los movimientos de los ojos, la audición, el movimiento y la sensación faciales y de la lengua, la deglución, el equilibrio, el habla.
Acto seguido, centraba la atención en el cuerpo, en el que revisaba, uno por uno, cada sistema funcional: respiratorio, cardiovascular, gastrointestinal y genitourinario. Aquel minucioso examen accionaba la memoria del paciente y aseguraba que éste no pasara por alto ni el más mínimo detalle Breuer nunca omitía nada, ni siquiera en el caso de que estuviera previamente convencido del diagnóstico.
A continuación, un escrupuloso historial médico: la salud del paciente durante la infancia, la salud de los padres y hermanos, y una investigación de todos los demás aspectos de su vida, a saber, profesión, vida social, servicio militar, desplazamientos geográficos, preferencias alimenticias y recreativas. El paso final de Breuer consistía en dar rienda suelta a su intuición y hacer todas las preguntas que le sugirieran los datos obtenidos hasta entonces. Así, días antes, ante un misterioso caso de molestias respiratorias, había acabado formulando un acertado diagnóstico de triquinosis diafragmática al preguntar con qué exhaustividad cocinaba la paciente el cerdo salado que comía.
A lo largo de todo aquel procedimiento, Nietzsche permaneció muy atento: de hecho. respondía moviendo la cabeza con expresión solícita a cada pregunta de Breuer, para quien, por otro lado, tal actitud no constituía una sorpresa. Breuer nunca se había encontrado con un paciente a quien, en secreto, no complaciera un examen microscópico de su vida. Y cuanto mayor era el poder de enaltecimiento, mayor era el placer del paciente. La alegría ante el hecho de ser observado era tan profunda que Breuer creía que el dolor verdadero de la vejez –la pérdida de los seres queridos, sobrevivir a los amigos– era la ausencia de examen, o sea, el horror de vivir sin ser observado.
Sin embargo, a Breuer si le sorprendieron la complejidad de los males de Nietzsche y la minuciosidad de sus observaciones. Las notas de Breuer llenaban páginas enteras. La mano empezó a cansársele conforme Nietzsche le describía el horrible conjunto de síntomas: monstruosas jaquecas que le paralizaban, mareos, vértigo, pérdida del equilibrio, náuseas, vómitos, anorexia, asco por la comida, fiebre, abundante sudor nocturno que le obligaba a cambiarse de camisa de dormir dos o tres veces por noche, accesos de fatiga que a veces rayaban en parálisis muscular generalizada, dolor gástrico, hematemesis, calambres intestinales, estreñimiento continuo, hemorroides y, por último, problemas de vista (fatiga ocular, inexorable deterioro de la visión, ojos lagrimeantes y doloridos, vista nublada e hipersensibilidad a la luz, sobre todo por la mañana).
Las preguntas de Breuer añadieron unos cuantos síntomas que Nietzsche había omitido o que no había querido mencionar: destellos visuales y escotoma, que por regla general precedían a las jaquecas; un insomnio que no respondía a ninguna medicación; fuertes calambres musculares por la noche; tensión generalizada; y rápidos e inexplicables cambios de humor.
¡Cambios de humor! ¡Lo que Breuer había estado esperando! Como había dicho a Freud, siempre aguardaba un momento propicio para adentrarse en el estado psicológico del paciente. Aquellos "cambios de humor" podían ser la clave que lo conduciría a la desesperación y. a las intenciones suicidas de Nietzsche.
Breuer procedió con cautela, pidiéndole que se explayara sobre el particular.
–¿Ha notado en sus sentimientos alteraciones que parezcan relacionadas con su enfermedad?
El semblante de Nietzsche no se alteró. Parecía no importarle que la pregunta pudiera conducir a una región más íntima.
–Ha habido momentos en que, el día antes del ataque, me he sentido particularmente bien y he llegado a pensar que se trataba de un sentimiento peligrosamente positivo.
–¿Y después del ataque?
–El ataque típico dura entre doce horas y dos días. Después de un ataque, por lo general me siento fatigado y pesado. Incluso mis pensamientos son lentos durante un par de días. Pero a veces, sobre todo después de un ataque de varios días, es diferente. Me siento fresco, limpio. Exploto de energía. Adoro tales momentos: mi mente desborda de ideas extrañísimas.
Breuer insistió. Una vez que encontraba el camino, no abandonaba la búsqueda con facilidad.
–Esa fatiga y esa sensación de pesadez, ¿cuánto duran?
–No mucho. Una vez que cede el ataque y mi cuerpo se siente normal, recupero el control. Entonces me obligo a vencer la pesadez.
"Tal vez", reflexionó Breuer, "sea esto más difícil de lo que pensaba". Tendría que ser más directo. Estaba claro que de forma voluntaria Nietzsche no le diría nada de la desesperación.
–¿Y la melancolía? ¿Hasta qué punto acompaña o sucede a los ataques?
–Tengo períodos negros. ¿Quién no? Pero no me dominan. No forman parte de mi enfermedad, sino de mí ser. Podría decirse que tengo la valentía de padecerlos.
Breuer percibió en Nietzsche una leve sonrisa y un osado tono de voz. Ahora, por primera vez, Breuer reconocía la voz del hombre que había escrito aquellos dos audaces y enigmáticos libros que tenía guardados en el cajón del escritorio. Por un instante consideró la posibilidad de desafiar de forma directa la distinción ex catedra hecha por Nietzsche entre el reino de la enfermedad y el reino del ser. ¿Y qué quería decir con lo de tener la valentía de padecer períodos negros? ¡Pero paciencia! Era preferible mantener el control de la visita. Ya habría ocasión de adentrarse en su estado psicológico.
Con cuidado, siguió con el interrogatorio.
–¿Ha escrito usted un diario detallado de sus ataques, de su frecuencia, de su intensidad, de su duración?
–Este año no. He estado demasiado preocupado por hechos y cambios importantes que ha habido en mi vida. Pero el año pasado hubo ciento diecisiete días de incapacidad absoluta y casi doscientos en los que estuve parcialmente incapacitado, con jaquecas menos fuertes, dolor de ojos, dolor de estómago o náuseas.
Breuer se encontraba ahora ante dos posibilidades prometedoras, pero ¿cuál debía seguir? ¿Debía preguntar sobre la naturaleza de esos "hechos y cambios importantes" (con toda seguridad, Nietzsche se refería a Lou Salomé) o debía fortalecer la comunicación entre médico y paciente mostrándose insistente? A sabiendas de que era imposible lograr demasiada comunicación, Breuer optó por la última.
–Veamos, ésto deja sólo cuarenta y ocho días libres de enfermedad. Es muy poco tiempo de "estar bien", profesor Nietzsche.
–Si miro atrás y pienso en años pasados, veo que raras veces he tenido temporadas de bienestar que duraran más de dos semanas. Y creo que puedo recordar cada una de esas veces.
Al detectar un tono de melancolía, de desolación, en la voz de Nietzsche, Breuer decidió arriesgarse. Se hallaba ante una oportunidad que podía llevarlo directamente a la desesperación del paciente. Dejó la pluma y, con voz profesional sincera y preocupada, observó:
–Tal situación (la mayor parte de los días un tormento, una vida consumida por el dolor) parece un campo de cultivo propicio para la desesperación, para el pesimismo en torno al sentido de la vida.
Nietzsche permaneció en silencio. Por una vez, no tenía la respuesta preparada. Movía la cabeza de un lado a otro, como sí meditara sobre la posibilidad de recibir consuelo. Sin embargo, sus palabras expresaron algo más.
–Sin duda, eso es cierto, doctor Breuer, para algunas personas, quizá para la mayoría (debo aquí apelar a su experiencia), pero no para mí. ¿Desesperación? No, tal vez alguna vez lo haya sido, pero no ahora. Mi enfermedad pertenece al dominio del cuerpo, pero no soy yo. Yo soy mi enfermedad y mi cuerpo, pero ellos no son yo. Ambos deben ser dominados, si no de forma física, entonces de forma metafísica. En cuanto a su otro comentario, mi "sentido de la vida" es algo que nada tiene que ver con este –se golpeó el abdomen con el puño– lamentable protoplasma. Tengo por qué vivir y puedo soportar cualquier cómo. Tengo una misión que durante diez años constituirá el sentido de mi vida. Aquí –se golpeó las sienes– estoy lleno de libros, libros formados ya en su totalidad, libros que sólo yo puedo dar a luz. A veces creo que mis jaquecas son dolores de parto cerebral.
Al parecer, Nietzsche no sólo no tenía intención de hablar de la desesperación, sino ni siquiera de reconocer su existencia. Breuer se percató de que seria inútil tratar de tenderle una trampa. De pronto recordó que, cuando jugaba al ajedrez con su padre, éste siempre le ganaba: era el mejor jugador de la comunidad judía de Viena.
¡Pero tal vez no hubiera nada que reconocer! Quizá Fraulein Salomé estuviera equivocada. Nietzsche hablaba como si su espíritu hubiera conquistado su monstruosa enfermedad. En cuanto al suicidio, Breuer tenía una prueba infalible, que consistía en plantearse la cuestión siguiente:
el paciente, ¿se proyectaba hacia el futuro? ¡Y Nietzsche había pasado aquella prueba! No tenía tendencias suicidas: hablaba de una misión que abarcaba diez años, de libros que todavía no había extraído de su mente.
Sin embargo, Breuer había leído con sus propios ojos las cartas en que Nietzsche hablaba de suicidio. ¿Estaría disimulando? ¿O sería que ya no sentía desesperación porque ya había decidido suicidarse? Breuer había conocido a pacientes así. Eran peligrosos porque parecían haber mejorado y, en cierto modo, habían mejorado, pues su melancolía había disminuido, sonreían, comían y recuperaban el sueño; pero su mejoría se debía a que habían descubierto una salida a su desesperación: el escape de la muerte.¿Cuál era el plan de Nietzsche? ¿Había decidido matarse? No, Breuer recordó lo que le había dicho a Freud: si Nietzsche quería suicidarse, ¿por qué ir a verlo? ¿Para qué tomarse la molestia de visitar a otro médico, de viajar de Rapallo a Basilea y de aquí a Viena?
Pese a la contrariedad de no obtener la información buscada, Breuer no podía culpar al paciente de falta de cooperación. Nietzsche respondía a cada pregunta médica de forma completa. En realidad, demasiado completa. Muchos de los que padecían jaquecas se mostraban sensibles a la dieta y al clima, de modo que a Breuer no le extrañó comprobar que esto también le sucedía a Nietzsche. En cambio, sí le sorprendió la exquisita abundancia de detalles en la exposición de su paciente. Sin pausa, Nietzsche habló durante veinte minutos de su reacción frente a las condiciones atmosféricas. Su cuerpo, dijo, era como un barómetro o un termómetro que reaccionaba con violencia a cada oscilación de la presión, la temperatura o la altitud atmosféricas. Los cielos grises lo deprimían, las nubes plomizas o la lluvia lo enervaban, la sequía lo vigorizaba, el invierno representaba una especie de "trismo" mental, el sol le hacia renacer. Durante años, su vida había consistido en la búsqueda del clima perfecto. Los veranos eran soportables. El valle de la Engadina, soleado, sin nubes ni viento, le sentaba bien, y todos los años, durante cuatro meses, residía en un modesto Gasthaus de la pequeña aldea suiza de Sils Maxia. Por el contrario, los inviernos eran una maldición. Nunca había encontrado un lugar donde pasar un invierno agradable. Durante los meses de frío, vivía en el sur de Italia y se trasladaba de ciudad en ciudad en busca de un clima saludable. El viento y la humedad de Viena eran veneno para él. Su sistema nervioso pedía sol y aire seco y tranquilo.
Cuando Breuer le preguntó por las comidas, Nietzsche pronunció otro discurso prolongado sobre la relación entre la dieta, los problemas gástricos y las jaquecas. ¡Qué precisión tan notable! Breuer nunca había tenido un paciente que respondiera a cada pregunta de forma tan concienzuda. ¿Qué significaba aquello?
¿Era Nietzsche un hipocondríaco obsesivo? Breuer había conocido a muchos hipocondríacos aburridos, llenos de autocompasión, que disfrutaban describiendo sus entrañas. Pero esos pacientes padecían una "estenosis de la Weltanschauung", un estrechamiento de la visión del mundo. ¡Y qué tediosa resultaba su presencia! No tenían más pensamientos que los referidos al cuerpo ni otros valores o ideas que los relativos a la salud.
No, Nietzsche no era de ésos. Su conversación era de gran interés y su persona, muy atractiva. Así lo había visto Fräulein Salomé, que, de hecho, todavía lo encontraba atractivo, aunque desde el punto de vista sentimental congeniara más con Paul Rée. Además, desde el principio de la entrevista, Breuer había observado que Nietzsche no describía sus síntomas para despertar compasión ni apoyo.
Entonces, ¿por qué tantos detalles minuciosos relativos a sus funciones corporales? Quizá sólo se debía a que Nietzsche gozaba de una excelente memoria y, por ello, hacía una evaluación médica de un modo ante todo racional, proporcionando datos completos a un facultativo experto. O tal vez se debía a que era extraordinariamente introspectivo.
Antes de finalizar la entrevista, Breuer obtuvo otra respuesta: Nietzsche tenía tan poco contacto con otras personas que pasaba muchísimo tiempo hablando con su propio sistema nervioso.
Una vez que hubo completado el historial clínico, Breuer procedió a efectuar el examen físico. Acompañó al paciente a la sala de revisión, una pequeña estancia esterilizada en la que sólo había un biombo (tras el que el paciente se desvestía), una silla, una camilla cubierta con una sábana almidonada, un lavabo, una báscula y un armario de acero con instrumental médico. Breuer dejó solo al paciente unos minutos para que se cambiara y cuando regresó, Nietzsche, que llevaba una bata que le dejaba la espalda al descubierto y no se había quitado los calcetines, estaba doblando con cuidado la ropa que acababa de quitarse. Pidió disculpas por el retraso.
–La vida nómada me exige que tenga sólo un traje. Por eso me aseguro de que esté cómodo cuando lo dejo descansar.
El examen físico de Breuer fue tan metódico como sus preguntas. Empezó por la cabeza y fue bajando por el cuerpo, escuchando, dando golpecitos, tocando, oliendo, sintiendo, mirando. A pesar de los numerosos síntomas del paciente, Breuer no encontró ninguna anormalidad física, a excepción de una gran cicatriz sobre el esternón (resultado de un accidente ecuestre durante el servicio militar), una cicatriz oblicua y diminuta sobre el puente de la nariz (debida a un duelo) y– algunos síntomas de anemia, como palidez del tejido conjuntivo y de los labios y arrugas en las palmas de las manos.
¿La causa de la anemia? Lo más probable es que fuera nutritiva. Nietzsche había dicho que a veces evitaba comer carne durante semanas enteras. Pero más tarde Breuer recordó que Nietzsche le había comentado que en ocasiones vomitaba sangre, así que podía estar perdiendo sangre debido a hemorragias gástricas. Le extrajo sangre para un recuento de glóbulos rojos y, tras un examen del recto, recogió una muestra de excremento para examinarla y comprobar si había sangre oculta.
En lo referente a los males visuales de Nietzsche, Breuer detectó una conjuntivitis unilateral que podía solucionarse con una simple pomada. Pese a sus considerables esfuerzos, Breuer no pudo enfocar bien la retina de Nietzsche con el oftalmoscopio: algo le obstruía la vista, una opacidad, quizás un edema en la córnea.
Breuer se concentró en el sistema nervioso de Nietzsche, no sólo a causa de la naturaleza de las jaquecas, sino también porque su padre había muerto, cuando él tenía cuatro años, de un "reblandecimiento cerebral", término genérico que podía referirse a cualquier tipo de anormalidad, ya fuera un ataque, un tumor o alguna especie de degeneración cerebral hereditaria. Sin embargo, después de revisar todos los aspectos del cerebro y de la función nerviosa –equilibrio, coordinación, sensación, fortaleza, propiocepción, audición, olfato, deglución–, Breuer no encontró evidencias de ninguna enfermedad estructural del sistema nervioso.
Mientras Nietzsche se vestía, Breuer regresó al consultorio para escribir el informe. Cuando Frau Becker, pocos minutos después, condujo a Nietzsche junto a él, Breuer se dio cuenta de que, a pesar de que se estaba agotando el tiempo y ya faltaba poco para que finalizara la visita, había fracasado por completo en lo tocante a que el paciente mencionara su melancolía o sus tendencias suicidas. Decidió intentarlo de nuevo mediante un recurso que utilizaba en sus entrevistas y que raras veces dejaba de producir resultados.
–Profesor Nietzsche, me gustaría que describiera, con todo detalle, un día típico de su vida.
–Me ha pillado, doctor Breuer. Es la pregunta más difícil que me ha hecho. Me muevo tanto que carezco de ambiente determinado. Mis ataques pautan mi vida...
–Elija cualquier día normal, libre de ataques, de las últimas semanas.
–Bien, me despierto temprano..., sí es que he podido dormir.
Breuer se animó. Ya tenía una oportunidad para adentrarse en el estado psicológico de Nietzsche.
–Permítame interrumpirle, profesor Nietzsche .¿ Por qué dice si ha podido dormir?
–Duermo muy mal. Unas veces son los calambres musculares; otras, el dolor de estómago; otras, una tensión que invade todo el cuerpo; otras, los pensamientos nocturnos, por lo general malignos. Unas veces permanezco despierto toda la noche y otras duermo dos o tres horas gracias a algún producto.
–¿Qué producto? ¿Qué cantidades toma? –preguntó en el acto Breuer. Si bien era esencial enterarse de todo lo referente a la automedicación de Nietzsche, en seguida se dio cuenta de que no había elegido la mejor alternativa. Mucho mejor habría sido preguntarle acerca de aquellos oscuros pensamientos nocturnos.
–Hidrato de cloral, casi todas las noches, por lo menos un gramo. A veces, si mí cuerpo está desesperado por dormir, añado morfina o veronal, pero entonces me paso el día siguiente sumido en el sopor. En ocasiones, hachís, pero al día siguiente me entorpece el pensamiento. Prefiero el cloral. ¿Continúo con este día, que ya ha amanecido mal?
–Si, por favor.
–Desayuno en mi habitación. ¿De veras quiere tantos detalles?
–Sí, se lo mego. Cuéntemelo todo con la máxima exactitud posible.
–Bien, el desayuno es sencillo. La hostelera me trae agua caliente. Eso es todo. A veces, si me siento bien, pido té poco cargado y pan. Luego, tomo un baño de agua fría (necesario si quiero trabajar con ahínco) y me paso el resto del día trabajando: escribiendo, pensando y, cuando me lo permite la vista, leyendo un poco. Si me siento bien, salgo a pasear, a veces durante horas. Mientras paseo, escribo. A menudo, es durante los paseos cuando mejor trabajo y tengo las mejores ideas...
–Si, yo también –se apresuró a decir Breuer–. Después de seis o siete kilómetros, me percato de que he solucionado los problemas más difíciles.
Nietzsche hizo una pausa, al parecer desconcertado por el comentario personal de Breuer. Estuvo a punto de decir algo al respecto, tartamudeó y decidió omitirlo y proseguir lo empezado.
–Siempre como en el hostal, en la misma mesa. Ya le he descrito mi dieta: comida sin especias, si es posible hervida, nada de alcohol ni de café. Hay semanas en que sólo tolero verduras hervidas sin sal. Nada de tabaco tampoco. Cambio un par de palabras con los otros huéspedes, pero raras veces entablo conversaciones prolongadas. Si tengo suerte, encuentro a algún huésped solícito que se ofrece a leerme algo en voz alta o a escribir al dictado. Mis recursos son limitados y no puedo pagar estos servicios. La tarde es igual que la mañana: camino, pienso, escribo. Por la noche, ceno en mi cuarto (de nuevo agua caliente o té poco cargado y bizcochos) y luego trabajo hasta que el cloral dice: "Detente, ya puedes descansar". Tal es mi vida corpórea.
–Habla usted sólo de hoteles .¿Y en su casa?
–Mi casa es mi baúl. Soy una tortuga: llevo la casa a cuestas. Coloco el baúl en un rincón de la habitación y, cuando el clima se torna oprimente, lo cargo y me mudo hacia cielos más altos y secos.
Breuer intentaba volver a los "malignos pensamientos nocturnos", pero entonces vislumbró una línea más prometedora que no podía sino conducir directamente a Fräulein Salomé.
–Profesor Nietzsche, noto que su descripción del día típico no contiene referencias a otras personas. Perdone mi pregunta, pues sé que no es una pregunta médica común, pero creo firmemente en la totalidad orgánica. Creo que el bienestar físico no se puede separar del bienestar social y psicológico.
Nietzsche se sonrojó. Extrajo un pequeño peine de nácar y durante breves instantes, repantigado en el sillón, procedió, con nerviosismo, a peinarse el poblado bigote. Luego, habiendo llegado, al parecer, a una conclusión, se enderezó, se aclaró la garganta y habló con firmeza.
–No es usted el primer médico que hace esa observación. Supongo que se refiere a la sexualidad. El doctor Lanzoni, un especialista italiano a quien visité hace años, sugirió que la soledad y la abstinencia agravaban mi estado y me recomendó que me procurara alivio sexual periódico. Seguí su consejo y llegué a un acuerdo con una joven campesina de una aldea cercana a Rapallo. Pero al cabo de tres semanas me moría de dolor de cabeza. Un poco más de terapia italiana y el paciente habría fallecido.
–¿Por qué resultó un consejo tan nocivo?
–Un instante de placer animal, seguido de horas de autodesprecio y del lavado del protoplásmico hedor del celo no es, en mí opinión, el camino hacia, ¿cómo lo ha dicho usted?, "la totalidad orgánica".
–Tampoco lo es para mí –convino Breuer de inmediato–. Sin embargo, ¿puede usted negar que estamos situados en un contexto social que históricamente ha facilitado la supervivencia y proporcionado el placer inherente a las relaciones humanas?
–Tal vez los placeres del rebaño no sean para todos –respondió Nietzsche, negando con la cabeza–. En tres ocasiones he hecho el esfuerzo y he tratado de tender un puente hacia los demás. Y en tres ocasiones he sido traicionado.
¡Por fin! Breuer apenas pudo ocultar su nerviosismo. Sin duda, una de las tres traiciones era la de Lou Salomé. Quizá Paul Rée representara otra. ¿Quién seria el responsable de la tercera? Por fin, por fin había abierto Nietzsche la puerta. Sin duda ya estaba despejado el camino para hablar de las traiciones y de la desesperación causada por la traición.
Breuer adoptó su tono más enfático.
–Tres tentativas, tres traiciones terribles y, desde entonces, el retiro a una dolorosa soledad. Usted ha sufrido y, quizá, de algún modo, el sufrimiento tenga relación con su enfermedad. ¿Estaría dispuesto a confiarme los detalles de esas traiciones?
Nietzsche volvió a negar con la cabeza. Parecía refugiarse en si mismo.
–Doctor Breuer, le he confiado mucho acerca de mi. Hace mucho que no cuento a nadie tantos detalles sobre mi ni tan íntimos. Pero créame si le digo que mi enfermedad es muy anterior a estas decepciones personales. Recuerde la historia de mi familia: mi padre murió de una enfermedad cerebral cuando yo era niño. Recuerde que las jaquecas y. la mala salud me han atormentado desde que iba a la escuela, mucho antes de las traiciones en cuestión. Por otra parte, mi dolencia no disminuyó mientras disfruté de estas amistades íntimas. No, no es que haya confiado poco: mi equivocación fue confiar demasiado. No estoy preparado para confiar de nuevo, no puedo permitirme ese lujo.
Breuer estaba atónito. ¿Cómo podía haber calculado tan mal? Hacía sólo un momento, Nietzsche parecía dispuesto, casi deseoso de confiar en él. ¡Y ahora se negaba! ¿Qué había sucedido? Trató de recordar lo sucedido. Nietzsche le había mencionado su intento de tender un puente hacia otras personas y el hecho de que había sido traicionado. En aquel momento, Breuer había tratado de acercarse a él y entonces..., entonces: puente. La palabra hizo sonar alguna cuerda. ¡Los libros de Nietzsche! Si, estaba casi seguro de que había en ellos un pasaje muy vivido relacionado con un puente. Puede que la clave para ganarse la confianza de Nietzsche residiera en aquellos libros. Breuer también recordaba de manera vaga otro pasaje que se refería a la importancia del autoexamen psicológico. Decidió leer los dos libros con más cuidado antes de su próximo encuentro: tal vez pudiera influir en Nietzsche con la ayuda de sus propios argumentos.
Sin embargo, ¿qué podía hacer con un argumento encontrado en los libros de Nietzsche? ¿Cómo explicarle siquiera que los tenía? En ninguna de las tres librerías vienesas en que había preguntado habían oído hablar del autor. Breuer aborrecía el fingimiento y, por un momento, pensó en contárselo todo a Nietzsche: la visita de Lou Salomé, que estaba al corriente de su desesperación, la promesa a Fräulein Salomé, los libros.
No, eso sólo podía conducir al fracaso: Nietzsche se sentiría manipulado y traicionado. Breuer estaba seguro de que Nietzsche estaba desesperado debido a su enredo en una relación pitagórica (por emplear un excelente término nietzscheano) con Lou y Paul Rée. Si Nietzsche llegaba a enterarse de la visita de Lou Salomé, era indudable que los vería, a ella y a Breuer, como dos lados de otro triángulo. No, Breuer estaba convencido de que la franqueza y la sinceridad, soluciones naturales para los dilemas de la vida, en aquel caso empeorarían las cosas. De algún modo, tendría que hallar una forma de obtener los libros de manera legítima.
Era tarde. El día, gris y húmedo, estaba oscureciendo. En medio del silencio, Nietzsche se removió con desasosiego. Breuer estaba cansado. La presa lo había esquivado y se le habían acabado las ideas. Decidió contemporizar.
–Creo, profesor Nietzsche, que no podemos adelantar más por hoy. Necesito tiempo para estudiar los informes médicos anteriores y hacer los necesarios análisis de laboratorio.
Nietzsche suspiró. ¿Parecía decepcionado? ¿Quería que la entrevista prosiguiera? Breuer así lo creyó, pero, como ya no confiaba en su modo de interpretar las reacciones de Nietzsche, sugirió otra entrevista aquella misma semana.
–¿Le va bien el viernes por la tarde, a la misma hora?
–Si, por supuesto. Estoy a su entera disposición, doctor Breuer. No tengo otra razón para estar en Viena.
La consulta había terminado. Breuer se puso en pie. Pero Nietzsche vaciló y de pronto volvió a sentarse.
–Doctor Breuer, le he robado mucho tiempo. Por favor, no cometa el error de subestimar mi valoración de sus esfuerzos, pero permítame un momento más. Permítame que ahora sea yo quien le haga tres preguntas.

SEIS

Formule sus preguntas, por favor, profesor Nietzsche –dijo el doctor Breuer, recostándose en el sillón–. Yo le he bombardeado con las mías, así que considero que la suya es una petición modesta. Si están dentro de mi campo de conocimiento, las responderé.
Estaba cansado. Había sido un día largo y todavía tenía que dar una clase, a las seis de la tarde, y realizar las visitas vespertinas. Aun así, no le molestó la petición de Nietzsche. Por el contrario, se sintió estimulado, aunque sin ninguna razón especial. Quizá se avecinase la oportunidad que había buscado.
–Puede que, cuando oiga mis preguntas, como muchos de sus colegas, lamente haberme prometido responderlas. Tengo una trinidad de preguntas, tres, pero tal vez una sola. Y esa única pregunta (una súplica a la vez que una pregunta) es: ¿me dirá usted la verdad?
–¿Y las tres preguntas? –preguntó Breuer.
–La primera es: ¿me quedaré ciego? La segunda: ¿tendré estos ataques siempre? Y por último, la más difícil: ¿tengo una enfermedad cerebral progresiva que acabará con mi vida (como le ocurrió a mi padre), que me paralizará o, lo que es peor, que me llevará a la demencia? –Breuer se había quedado sin palabras. Permaneció en silencio, hojeando al azar los informes médicos de Nietzsche. A lo largo de sus quince años de práctica médica, ningún paciente le había formulado preguntas tan directas y bruscas. Al notar su desconcierto, Nietzsche prosiguió. Perdóneme por esta confrontación, pero llevo muchos años manteniendo una relación indirecta con médicos, sobre todo con especialistas alemanes que se erigen en sacristanes de la verdad y, sin embargo, callan lo que saben. Ningún médico tiene derecho a ocultar al paciente lo que a éste le pertenece.
Breuer no pudo evitar una sonrisa al oír semejante descripción de los médicos alemanes, pero tampoco pudo evitar un escalofrío ante la declaración de los derechos del paciente. Aquel pequeño filósofo de bigote grande le estimulaba las ideas.
–Desde luego, estoy dispuesto a discutir estas cuestiones de práctica médica, profesor Nietzsche. Usted formula preguntas directas. Coincido con su defensa de los derechos del paciente. No obstante, ha omitido un concepto de igual importancia: las obligaciones del paciente. Prefiero tener una relación totalmente sincera con los pacientes. Pero la sinceridad ha de ser recíproca: el paciente, a su vez, debe comprometerse a ser franco conmigo. La sinceridad (preguntas sinceras, respuestas sinceras) es el mejor remedio. Así pues, con estas condiciones, tiene mi palabra: compartiré con usted todos mis conocimientos y conclusiones. Ahora bien, no estoy de acuerdo en que siempre deba ser así. Hay situaciones en que el médico, por el bien del paciente, debe ocultar la verdad.
–Sí, doctor Breuer, he oído decir lo mismo a muchos médicos. Pero ¿quién tiene derecho a tomar semejante decisión por otra persona? Esa postura viola la autonomía del paciente.
–Es mi deber –replicó Breuer– consolar a mis pacientes. Y no es un deber que pueda tomarse a la ligera. En ocasiones, es un deber ingrato: unas veces hay malas noticias que no puedo comunicar al paciente; otras, mi deber consiste en permanecer en silencio y en callar el dolor que siento por el paciente y su familia.
–Doctor Breuer, ese deber oblitera otro deber fundamental: el que cada persona tiene consigo misma de descubrir la verdad.
Por un momento, en el calor del diálogo, Breuer había olvidado que Nietzsche era su paciente. Se trataba de preguntas de un interés enorme y se sentía fascinado por ellas. Se puso en pie y empezó a pasear por detrás del sillón mientras hablaba.
–¿Es mi deber imponer una verdad a quien no desea conocerla?
–¿Quién puede determinar lo que uno no desea conocer?
–Eso –dijo Breuer con firmeza– es lo que podríamos llamar arte de la medicina. Estas cosas no se aprenden en los libros, sino junto al lecho de los enfermos. Permítame poner como ejemplo a un paciente a quien visitaré esta tarde en el hospital. Se lo cuento confidencialmente y, por supuesto, mantendré en secreto su identidad. Este hombre padece una terrible enfermedad, un cáncer de hígado muy avanzado. La falta de funcionamiento del hígado le ha producido ictericia. Cada vez penetra más bilis en su flujo sanguíneo. Su pronóstico es desesperado. Dudo que viva mas de dos o tres semanas. He ido a verlo esta mañana y, tras escuchar con calma la explicación de que la piel se le hubiera vuelto amarilla, ha puesto su mano sobre la mía como si quisiera aliviar mi carga, como para hacerme callar. Luego ha cambiado de tema. Me ha preguntado por mí familia (hace treinta años que nos conocemos) y me ha hablado de las cosas que le aguardaban cuando regresara a su casa. Sin embargo –Breuer lanzó un profundo suspiro–, yo sé que nunca volverá a su casa. ¿Debo decírselo? Como ve, profesor Nietzsche, no es fácil. Por lo general, la pregunta importante es la que no se formula. Si este enfermo hubiera querido saberlo, me habría preguntado cuál era la causa del mal funcionamiento del hígado, o cuándo pensaba darle de alta. Pero con respecto a estas cuestiones, guarda silencio. ¿Debo ser tan cruel como para decirle lo que no desea saber?
–A veces –respondió Nietzsche–, los maestros deben ser despiadados. La gente debe recibir un mensaje despiadado porque la vida es despiadada, y morir es despiadado.
–¿Debo privar a los demás del modo en que desean afrontar la muerte? ¿Con qué derecho, en nombre de quién asumo yo ese papel? Usted dice que hay ocasiones en que los maestros deben ser despiadados. Quizá. Pero la tarea del médico consiste en reducir la tensión e intensificar la posibilidad de curación del cuerpo.
Una fuerte lluvia azotaba ruidosamente los cristales del balcón. Breuer se acercó para mirar al exterior. Dio media vuelta.
–Cuando pienso en ello, no estoy seguro de coincidir con usted en lo de la falta de piedad del maestro. Quizá sólo una clase especial de maestro, tal vez un profeta.
–Sí, si. –La voz de Nietzsche se elevó un poco a causa de la emoción–. Un maestro de verdades amargas, un profeta impopular. Eso creo que soy. –Subrayó cada .palabra señalándose el pecho con el dedo–. Usted, doctor Breuer, se dedica a facilitar la vida. Yo, por el contrario, me dedico a hacer las cosas difíciles para mi invisible colectivo de estudiantes.
–Pero ¿cuál es la virtud de una verdad impopular, de hacer las cosas difíciles? Al dejarlo esta mañana, mi paciente ha dicho: "Me pongo en manos de Dios". ¿Quién se atreve a decir que esto no es también una forma de verdad?
¿Quién? –También Nietzsche se había puesto en pie y se paseaba a un lado del escritorio, mientras Breuer lo hacia por el otro–. ¿Quién se atreve a decirlo? –Se detuvo, apoyó las manos en el respaldo de su asiento y se señaló con el dedo–. ¡ Yo me atrevo a decirlo!
Breuer pensó que Nietzsche podía estar perfectamente en un púlpito, exhortando a una congregación. Su padre había sido clérigo.
–Se accede a la verdad –prosiguió Nietzsche– a través de la incredulidad y el escepticismo, no a través del deseo infantil de que algo se produzca. El deseo de ponerse en manos de Dios no es la verdad. No es más que un deseo infantil. Es el deseo de no morir, el deseo de aferrarse al pezón, eternamente hinchado, al que hemos puesto la etiqueta "Dios". La teoría de la evolución demuestra de manera científica la superfluidad de Dios, aunque Darwin no tuviera el coraje de llevar las pruebas a su conclusión verdadera. Usted debe de darse cuenta de que hemos creado a Dios y de que todos juntos lo hemos matado.
Breuer dejó a un lado esta línea argumental, como sí fuera un lingote al rojo vivo. No podía defender el teísmo. Librepensador desde la adolescencia, en discusiones con su padre y con religiosos había adoptado a menudo una posición idéntica a la de Nietzsche. Se sentó y habló en un tono de voz más suave y conciliador. Nietzsche también volvió a su asiento.
–¡Cuánto fervor por la verdad! Perdóneme, profesor Nietzsche, si le parezco desafiante, pero hemos acordado decir la verdad. Usted habla de la verdad en un tono sagrado, como si quisiera sustituir una religión por otra. Permítame hacer de abogado del diablo. Permítame preguntarle: ¿por qué tanta pasión, tanta reverencia, por la verdad? ¿Cómo beneficiaria a mi paciente de esta mañana?
–¡Lo sagrado no es la verdad, sino la búsqueda que cada cual hace de su propia verdad! Hay quien asegura que mi obra filosófica está construida sobre arena: mis opiniones cambian sin cesar. Pero una de mis frases de granito dice: "Llega a ser quien eres". ¿Y cómo puede nadie descubrir quién y qué es sin la verdad?
–Pero la verdad es que a mi paciente le queda poco tiempo de vida. ¿Le ofrezco esa verdad?
–La elección verdadera, la elección plena –respondió Nietzsche–, sólo puede florecer con la luz de la verdad .¿Cómo seria posible de otro modo?
Dándose cuenta de que Nietzsche podía discurrir de forma persuasiva (e interminable) por aquel reino abstracto de la verdad y la elección, Breuer comprendió que tenía que obligarle a hablar de forma más concreta.
–¿Y mi paciente de esta mañana? ¿Con qué margen de elección cuenta? Tal vez la confianza en Dios sea su elección.
–Esa no es una elección para el hombre. No es una elección humana, sino la búsqueda de una ilusión fuera de uno mismo. Esta clase de elección, la elección de algo exterior, sobrenatural, siempre debilita. Siempre hace al hombre menos de lo que es. Yo amo lo que nos hace más de lo que somos.
–No hablamos del hombre en abstracto –insistió Breuer–, sino de un hombre de carne y hueso, esto es, de mi paciente. Considere su situación. ¡Sólo le quedan días o semanas de vida! ¿Qué sentido tiene que hablemos de elección en su caso?
Impávido, Nietzsche respondió en el acto.
–Si no sabe que va a morir, ¿cómo puede tomar una decisión sobre el modo de morir?
–¿El modo de morir, profesor Nietzsche?
–Si, debe decidir cómo enfrentarse a la muerte: hablar con otros, dar consejos, decir las cosas que querría decir antes de morir, despedirse de los demás, o estar solo, llorar, desafiar a la muerte, maldecirla, darle las gracias.
–Sigue discutiendo sobre un ideal. una abstracción, pero yo debo atender a las necesidades del hombre de carne y hueso. Sé que morirá, que morirá sufriendo dentro de poco. ¿Para qué atormentarlo con eso? La esperanza debe conservarse por encima de todas las cosas. ¿Y quién sino el médico puede alimentar la esperanza?
–¿La esperanza? ¡La esperanza es el peor de todos los males! –exclamó Nietzsche–. En mi Humano, demasiado humano sugerí que, cuando se abrió la caja de Pandora y escaparon los males que en ella había guardado Zeus, quedó, sin que nadie lo supiera, un último mal: la esperanza. Desde entonces, el hombre ha considerado la caja y sus contenidos esperanzadores como un cofre de la buena suerte. Pero olvidamos el deseo de Zeus de que el hombre siga atormentándose a sí mismo. La esperanza es el peor de los males porque prolonga el tormento.
–Su conclusión es, por consiguiente, que debería adelantarse el momento de la muerte, si así se desea.
–Esa es una elección posible, pero sólo ante el conocimiento pleno.
Breuer se sentía triunfante. Había tenido paciencia. Había permitido que las cosas siguieran su curso. Y ahora vería el resultado de su estrategia. La discusión se movía precisamente en la dirección que deseaba.
–Usted se está refiriendo al suicidio, profesor Nietzsche. ¿Tiene que ser el suicidio una elección?
Nietzsche volvió a ser contundente y claro.
–Cada persona es dueña de su propia muerte. Y cada cual debe afrontarla a su manera. Tal vez, sólo tal vez, exista un derecho en virtud del cual se pueda quitar la vida a una persona. Pero no existe derecho alguno en virtud del cual se pueda privar a nadie de la muerte. Eso no seria un consuelo, sino una crueldad.
Breuer insistió.
–El suicidio, ¿podría llegar usted a elegirlo?
–Morir es despiadado. Siempre he pensado que la recompensa final de los muertos es no tener que volver a morir.
–La recompensa final de los muertos: ¡no tener que volver a morir! –Breuer asintió con ademán apreciativo y cogió la pluma–. ¿Puedo escribir esa frase?
–Si, por supuesto. Pero no me plagiaré a mí mismo. No acabo de inventarla. Aparece en otro libro mío, El gay saber.
Breuer no podía creer en su buena suerte. En los últimos minutos, Nietzsche había mencionado los dos libros que le había dado Lou Salomé. La conversación le emocionaba y no quería interrumpirla. Sin embargo, no podía desaprovechar la oportunidad de resolver el dilema de los dos libros.
–Profesor Nietzsche, lo que dice usted de estos dos libros suyos me interesa mucho. ¿Cómo puedo adquirirlos? ¿Quizá en una librería de Viena?
Nietzsche apenas pudo ocultar el placer que le causaba semejante pregunta.
–Mi editor, Schmeitzner, de Chemnitz, se equivocó de profesión. Debería haberse dedicado a la diplomacia internacional o al espionaje. Es un genio de la intriga y mis libros son su gran secreto. En ocho años no ha gastado ni un céntimo en publicidad. No ha enviado ni un solo ejemplar a la crítica ni a las librerías. De modo que no encontrará mis libros en ninguna librería de Viena. Ni en casa de ningún vienés. Se han vendido tan pocos que conozco el nombre de casi todos los compradores y no recuerdo que entre mis lectores haya ningún vienés. Por lo tanto, debe ponerse en contacto directo con mi editor. Aquí tiene la dirección. –Nietzsche abrió el maletín, escribió unas líneas en un pedazo de papel y entregó éste a Breuer–. Si bien yo podría escribirle en su lugar, preferiría, si no le importa, que él recibiera una carta directamente de usted. Tal vez un pedido de un eminente hombre de ciencia lo induzca a revelar la existencia de mis libros a otras personas.
Breuer se guardó el papel en un bolsillo del chaleco.
–Esta misma tarde haré el pedido. Pero es una pena que no pueda comprarlos (o pedirlos prestados) más deprisa. Me intereso por la vida de mis pacientes, incluyendo su trabajo y creencias, y sus libros podrían ayudarme en la investigación de su caso. Además, claro está, sería para mi un placer leer su obra y discutiría con usted.
–Ah –respondió Nietzsche–, en eso puedo ayudarle. Tengo algunos ejemplares en mi equipaje. Permítame prestárselos. Se los traeré esta misma tarde.
Satisfecho por el éxito de su ardid, Breuer quiso complacer a Nietzsche.
–Dedicar la vida a escribir, verter la vida en un libro y luego tener tan pocos lectores, tiene que ser espantoso. Para los escritores que conozco en Viena, sería un destino peor que la muerte. ¿Cómo ha podido soportarlo? ¿Cómo lo soporta ahora?
Nietzsche no agradeció las palabras de Breuer, ni con una sonrisa ni con el tono de voz. Miró hacia delante.
–¿Existe algún vienés que recuerde que el tiempo y el espacio existen fuera de la Ringstrasse? Tengo paciencia. Puede que en el año 2000 la gente se atreva a leer mis libros. –Se puso en pie con brusquedad–. ¿El viernes entonces?
Breuer se sintió rechazado. ¿Por qué se había vuelto Nietzsche tan frío, de repente? Era la segunda vez que ocurría. La primera vez había sido al hablar del puente. Breuer se dio cuenta de que cada rechazo se producía después de tender una mano comprensiva. ¿Qué significaba aquello? ¿Que el profesor Nietzsche no toleraba que nadie se acercara a él y le ofreciera ayuda? Luego recordó la advertencia de Lou Salomé sobre que no tratara de magnetizar a Nietzsche. Había dicho algo acerca de su fuerte reacción ante el poder.
Por un momento, Breuer se permitió imaginar la actitud que la mujer habría adoptado ante la reacción de Nietzsche. La mujer no la habría consentido y en el acto habría provocado un enfrentamiento abierto. Quizá hubiera dicho: "¿Por qué, Friedrich, cada vez que alguien te dice algo amable, le muerdes la mano?".
¡Qué irónico, reflexionó Breuer, que, habiéndole molestado la impertinencia de Lou Salomé, ahora evocara su imagen para que le enseñara qué hacer! Pero pronto dejó que tales pensamientos se desvanecieran. Tal vez ella pudiera decir aquellas cosas, pero él no. Y menos aún en aquel momento, pues el gélido profesor Nietzsche se dirigía ya a la puerta.
–Si, el viernes a las dos de la tarde, profesor Nietzsche. Nietzsche hizo una leve reverencia y salió del consultorio a toda prisa. Desde el balcón, Breuer observó cómo descendía las escaleras, rechazaba con irritación a un cochero, levantaba la mirada para inspeccionar el cielo encapotado, se envolvía el cuello con la bufanda hasta cubrirse las orejas y echaba a andar con dificultad por la calle.

SIETE

A las tres de la madrugada, Breuer volvió a sentir que se abría el suelo bajo sus pies. Una vez más, mientras trataba de encontrar a Bertha, cayó cuarenta pies hasta llegar a la losa de mármol decorada con símbolos misteriosos. Se despertó presa del pánico, con el corazón acelerado y el camisón y la almohada empapados de sudor. Con cuidado de no despertar a Mathilde, se levantó de la cama, se dirigió de puntillas al cuarto de baño para orinar, se cambió de camisón, dio la vuelta a la almohada e intentó dormirse.
Pero no volvió a conciliar el sueño. Se quedó despierto, escuchando la respiración pesada de Mathilde. Todos dormían: los cinco niños, la criada Louis, la cocinera Marta, y Gretchen, la niñera. Todos menos él. Montaba guardia por ellos. A él –el que más trabajaba y más necesitaba el descanso–, a él le tocaba permanecer despierto y preocuparse por los demás.
Empezó a tener manifestaciones de ansiedad. Logró rechazar algunas, pero otras no cedían. El doctor Binswanger le había escrito desde la clínica Bellevue para comunicarle que Bertha estaba peor que nunca. Más preocupante todavía era la noticia de que el doctor Exner, un joven psiquiatra y miembro del personal del sanatorio, se había enamorado de ella y, después de proponerle matrimonio, había pasado el caso a otro médico. ¿Y ella? ¿Habría correspondido a ese amor? ¡Seguro que le había dado alguna esperanza! Por lo menos, el doctor Exner era soltero y había tenido la sensatez de renunciar al caso con prontitud. Le torturaba pensar en Bertha sonriendo al joven Exner de la manera especial en que una vez le había sonreído a él.
¡Bertha, peor que nunca! ¡Qué estúpido había sido al jactarse ante la madre de Bertha de su nuevo método magnético! ¿Qué pensaría de él ahora? ¿Qué estaría diciendo a sus espaldas la comunidad médica? ¡Si al menos no se hubiera referido a su tratamiento en aquella conferencia, la misma a la que había asistido el hermano de Lou Salomé! ¿Por qué no había aprendido a tener la boca cerrada? Temblaba de humillación y remordimiento.
¿Habría adivinado alguien que estaba enamorado de Bertha? Sin duda, todos se habrían preguntado por qué un médico pasaba un par de horas diarias con una paciente, un mes tras otro. Él sabia que Bertha se sentía ligada a su padre de un modo antinatural. Sin embargo, él, su médico, ¿no había explotado aquella relación en su propio provecho? ¿Por qué otra razón podía ella haber amado a un hombre de su edad, de su fealdad?
Se estremeció al pensar en la erección que tenía cada vez que Bertha caía en trance. Gracias a Dios, jamás había cedido ante sus sentimientos y nunca había confesado su amor ni acariciado sus pechos. Se imaginó dando a la joven un masaje terapéutico. De pronto, le cogía con fuerza las muñecas, le estiraba los brazos por encima de la cabeza, le levantaba el camisón, le abría las piernas con las rodillas, le ponía las manos debajo de las nalgas y la alzaba hacia sí. Se había aflojado el cinturón y se estaba abriendo la bragueta cuando, de repente, una multitud enfermeras, colegas, Frau Pappenheim– entraba en la habitación.
Se hundió en la cama, destrozado y vencido. ¿Por qué se atormentaba de aquella forma? Una y otra vez, se rendía y dejaba que le dominaran las preocupaciones. Un judío como él tenía muchas razones para estar preocupado: el creciente antisemitismo que había entorpecido su trabajo en la universidad; el surgimiento del nuevo partido de Schönerer, la Asociación Nacional Alemana; los atroces discursos antisemitas en el mitin de la Asociación Reformista Austríaca, que incitaban a los gremios de artesanos a atacar a los judíos (los judíos de la banca, los judíos de la prensa, los judíos de los ferrocarriles, los judíos del teatro). Esa misma semana, Schönerer había pedido el restablecimiento de las antiguas prohibiciones contra los judíos y fomentado disturbios en toda la ciudad. Breuer sabía que la situación empeoraría. Ya había invadido la universidad. Además, los cuerpos estudiantiles habían decretado que, como los judíos habían nacido "sin honor", a partir de ese momento no debía permitírseles la satisfacción de resarcirse mediante duelos. Todavía no se habían oído improperios contra los médicos judíos, pero sólo era cuestión de tiempo.
Oyó los ligeros ronquidos de Mathilde. ¡Allí estaba su verdadera preocupación! Mathilde había organizado su vida alrededor de él. Le amaba, era la madre de sus hijos. La dote de la familia Altmann le había enriquecido. Se sentía amargada por lo de Bertha, pero ¿quién podía reprochárselo? Tenía derecho a resentirse.
Breuer volvió a mirarla. Cuando se casó con ella, era la mujer más bella que había visto en su vida, y seguía siéndolo. Era más hermosa que la emperatriz, que Bertha, que Lou Salomé. ¿Qué hombre no le envidiaba en Viena? Entonces, ¿por qué no podía tocarla y besarla? ¿Por qué le asustaba su boca abierta? ¿Por qué aquella idea obsesiva de que debía rechazarla? ¿De que ella era la causa de su ansiedad?
La observó en la oscuridad. Sus labios dulces, la graciosa curva de sus pómulos, su piel satinada. Imaginó que aquella cara envejecía, que se le formaban arrugas, se endurecía, se formaban placas correosas, se descamaba dejando al descubierto el ebúrneo cráneo que había debajo. Observó la hinchazón de los pechos que descansaban sobre las costillas. Y recordó una ocasión en que, caminando por una playa batida por el viento, se topó con un gigantesco pez muerto; tenía un costado parcialmente descompuesto y sus blancas y desnudas costillas parecían hacerle una mueca.
Breuer intentó alejar a la muerte de su cabeza. Canturreó su exorcismo favorito, una frase de Lucrecio: "Donde está la muerte, no estoy yo. Donde yo estoy, no está la muerte. ¿Por qué preocuparse entonces?". Pero no sirvió de nada. Sacudió la cabeza, tratando de ahuyentar aquellos pensamientos morbosos. ¿De dónde venían? ¿De hablar con Nietzsche sobre la muerte? No, en lugar de insertar esos pensamientos en su mente, Nietzsche los había liberado. Siempre habían estado allí: los tenía de antes. Sin embargo, ¿en qué parte de su mente se alojaban cuando no los tenía? Freud estaba en lo cierto: tenía que haber un depósito de pensamientos complejos en el cerebro, más allá de la conciencia, pero atentos, preparados para ser convocados en cualquier momento y llevados al plano del pensamiento consciente.
¡Y en aquel depósito no sólo había pensamientos, sino también sentimientos! Días antes, mientras iba en un simón, Breuer había echado un vistazo al simón que circulaba junto al suyo, tirado por dos caballos al trote y en el que iban dos pasajeros, una pareja madura de expresión avinagrada. Pero no había cochero. ¡Un coche fantasma! El miedo lo había traspasado y una diaforesis instantánea le había empapado la ropa en cuestión de segundos. Y entonces había visto la figura del cochero, que se había agachado previamente para ajustarse una bota.
Al principio, Breuer se había reído de su estúpida reacción. Pero cuanto más pensaba en ello, más se daba cuenta de que, por más racional y librepensador que fuera, su mente contenía nebulosas de terror sobrenatural. Y no a mucha profundidad: podían aflorar a la superficie en cuestión de segundos. ¡Ay, si hubiera fórceps para extirpar esas nebulosas de raíz!
Ni rastro de sueño en el horizonte. Breuer se incorporó para arreglarse el arrugado camisón y mullir las almohadas. Volvió a pensar en Nietzsche. ¡Qué hombre tan extraño! ¡Qué conversación tan increíble habían sostenido! Le gustaba esa clase de conversación, le hacía sentirse cómodo, en su elemento. ¿Cuál era la "frase de granito" de Nietzsche? Llega a ser quien eres. "Pero ¿quién soy?", se preguntó Breuer. ¿Qué estaba destinado a ser? Su padre había sido un estudioso del Talmud: tal vez llevara las disquisiciones filosóficas en la sangre. Agradecía los pocos cursos de filosofía que había estudiado en la universidad, y había estudiado más que la mayoría de los médicos porque, ante la insistencia de su padre, había cursado el primer año en la facultad de filosofía antes de iniciar los estudios de medicina. También estaba contento de haber mantenido relación con Brentano y Jodl, sus profesores de filosofía. En realidad, debería verlos más a menudo. Había algo purificador en el reino de las ideas puras. Era allí, quizá sólo allí, donde no se sentía mancillado por Bertha y la carne. ¿Cómo seria su vida, si habitara en ese reino todo el tiempo, como Nietzsche?
¡Era increíble la manera en que Nietzsche se atrevía a decir ciertas cosas! ¡Decir que la esperanza era el peor de los males! ¡Que Dios había muerto! ¡Que la verdad era un error sin el que no era posible vivir! ¡Que los enemigos de la verdad no eran las mentiras, sino las convicciones! ¡Que la recompensa final de los muertos era no tener que volver a morir! ¡Que los médicos no tenían derecho a privar al hombre de su propia muerte! ¡Pensamientos perversos! Había rebatido a Nietzsche todos y cada uno de ellos. Sin embargo, había sido un rebatimiento fingido: en el fondo, sabía que Nietzsche estaba en lo cierto.
¡Y la libertad de Nietzsche! ¿Cómo seria una vida como la suya? Sin casa, sin obligaciones, sin salarios que pagar, sin hijos que criar, sin horarios, sin papeles que representar, sin lugar en la sociedad. Había algo tentador en aquella libertad. ¿Por qué Friedrich Nietzsche tenía tanta libertad y Josef Breuer tan poca? "Nietzsche se ha buscado esa libertad. ¿Por qué no puedo hacerlo yo?" Breuer permaneció estirado en la cama y torturándose con esos pensamientos hasta que, a las seis, sonó el despertador.
–Buenos días, doctor Breuer –saludó Frau Becker cuando Breuer llegó al consultorio a las diez y media, después de las visitas matinales–. Ese profesor Nietzsche estaba esperando en el vestíbulo esta mañana, cuando he abierto la consulta. Ha traído estos libros para usted y me ha pedido que le dijera que son sus propios ejemplares. En ellos hay notas marginales con ideas para trabajos futuros. Ha dicho que son notas privadas y que no debe enseñárselas a nadie. Tenía un aspecto horrible y, además, se comportaba de manera muy extraña.
–¿En qué sentido, Frau Becker?
–Parpadeaba todo el tiempo, como sí no pudiera ver o no quisiera ver lo que tenía delante. Y estaba muy pálido, como si fuera a desmayarse. Le he preguntado si le pasaba algo, si quería una taza de té o tenderse en su despacho. Se lo he dicho con educación, pero por lo visto le ha molestado mi sugerencia, parecía casi enfadado. Sin pronunciar palabra, ha dado media vuelta y ha bajado las escaleras corriendo.
Frau Becker entregó a Breuer el paquete: dos libros envueltos con sumo cuidado en una hoja de la Neue Freie Presse del día anterior y atados con un cordel. Los desenvolvió y los puso sobre su escritorio, junto con los ejemplares que le había dado Frau Salomé. Puede que Nietzsche hubiera exagerado al decir que tenía los dos únicos ejemplares que había en toda Viena, aunque ahora era Breuer el único que sin duda poseía dos ejemplares de ambos títulos.
–Ah, doctor Breuer, ¿no son los mismos libros que dejó la señora rusa? –Frau Becker acababa de llevar la correspondencia de la mañana y, al retirar el papel de periódico y el cordel, vio los títulos de los libros.
"Las mentiras generan mentiras", pensó Breuer, "y un mentiroso debe llevar una vida muy vigilante". Si bien Frau Becker era educada y eficiente, le gustaba inmiscuirse en la vida de los pacientes. ¿Seria capaz de hablar a Nietzsche de "la señora rusa" y de los libros? Tenía que prevenirla.
–Frau Becker, debo decirle que la señora rusa que tanto le gusta, Fräulein Salomé, es, o era, amiga íntima del profesor Nietzsche. Estaba preocupada por el profesor y acudió a mi porque se lo sugirieron unos amigos suyos. Sólo que el profesor no lo sabe, pues ahora Fräulein Salomé y él no están en buenas relaciones. Para que yo tenga alguna posibilidad de hacer algo por él, el profesor no debe enterarse de que la he recibido.
Frau Becker asintió con su discreción habitual, miró por el balcón y vio que llegaban dos pacientes.
–Herr Hauprmann y Frau Klein. ¿A quién quiere ver primero?
Haber acordado con Nietzsche una hora concreta no era usual. Por lo general, Breuer, al igual que otros médicos vieneses, se limitaba a mencionar el día y veía a sus pacientes siguiendo el orden en que llegaban.
–Haga pasar primero a Herr Hauptmann. Tiene que volver al trabajo.
Después del último paciente de la mañana, Breuer decidió leer los libros de Nietzsche y dijo a Frau Becker que comunicara a su esposa que no subiría hasta que la comida estuviera servida. Cogió los dos volúmenes, de encuadernación barata, cada uno de menos de trescientas páginas. Habría preferido leer los que le había dado Lou Salomé para poder subrayar frases o anotar cosas en los márgenes. Pero se sentía obligado a leer los ejemplares de Nietzsche para no sentirse tan hipócrita. Las anotaciones de Nietzsche le distraían: había multitud de vocablos subrayados y, en los márgenes, muchos signos de admiración y palabras como "¡SI! ¡SI!" y, de vez en cuando, "¡NO!" o "¡IDIOTA!". También había observaciones garabateadas que Breuer no alcanzaba a descifrar.
Eran libros extraños que no se parecían a nada de cuanto había leído hasta entonces. Cada libro contenía cientos de secciones numeradas y muchas apenas guardaban relación entre sí. Las secciones eran breves, dos o tres párrafos a lo sumo, y a veces se trataba sólo de un aforismo: "Los pensamientos son sombras de nuestros sentimientos: siempre más oscuros, más vacíos y más simples"; "Nadie muere de una verdad fatal hoy en día: hay demasiados antídotos"; "¿De qué sirve un libro que no nos lleva más allá de los libros?"
Era evidente que el profesor Nietzsche se sentía capacitado para discurrir acerca de cualquier tema: música, arte, política, hermenéutica, historia, psicología. Lou Salomé lo había descrito como un gran filósofo. Tal vez. Breuer no estaba preparado para juzgarlo en función del contenido de esos libros. Pero estaba claro que Níetzsche era un poeta, un verdadero Dichter.
Algunas de sus afirmaciones parecían ridículas, por ejemplo, una insulsa observación acerca de que padres e hijos siempre tienen más en común que madres e hijas. Pero muchos aforismos, en cambio, incitaban a Breuer a la reflexión: "¿Cuál es el sello de la liberación? No avergonzarse más ante uno mismo". Le atrajo un pasaje que le pareció muy llamativo: Del mismo modo que los huesos, la carne, los intestinos y los vasos sanguíneos están encerrados dentro de una piel que hace que la vista de un hombre sea soportable, las agitaciones y pasiones del alma están envueltas en la vanidad, que es la piel del alma.
¿Cómo describir aquellos libros? Desafiaban toda caracterización, aunque, en conjunto, eran una provocación deliberada; transgredían todas las convenciones, cuestionaban –e incluso denigraban– las virtudes convencionales y ensalzaban la anarquía.
Breuer consultó el reloj. La una y cuarto. Ya no le quedaba más tiempo para leer. Como sabía que en .cualquier momento le llamarían para comer, buscó pasajes que pudieran ofrecerle ayuda práctica para la reunión con Nietzsche del día siguiente.
Por lo general, el horario del hospital no permitía a Freud comer los jueves con los Breuer. Pero aquel día Josef le había invitado de manera especial para que juntos examinaran el caso Nietzsche. Tras una típica comida vienesa, consistente en una sabrosa sopa de col y uvas pasas, wiener schnitzel, spätzle, coles de Bruselas, tomates al horno, el pumpernickel casero de Marta, manzanas asadas con canela y Schlag, Breuer y Freud se retiraron al estudio.
A medida que describía el historial médico y los síntomas del paciente a quien llamaba Herr Eckart Müller, Breuer notó que los párpados de Freud se entrecerraban poco a poco. No era la primera vez que su amigo caía en ese letargo después de comer y Breuer sabía cómo sacarlo de él.
–Bien, Sig –dijo con voz enérgica–, preparémonos para tus exámenes de ingreso en la facultad. Yo simularé ser el profesor Northnagel. Anoche no pude dormir, he tenido dispepsia y Mathilde me reprocha haber llegado tarde para comer, de modo que estoy lo bastante fastidiado para poder imitar a ese bruto.
Breuer adoptó un fuerte acento alemán del norte y la postura rígida y autoritaria de un prusiano.
–Muy bien, doctor Freud, le he dado el historial médico de Herr Eckart Müller. Ahora está preparado para su examen físico. Dígame, ¿qué debe buscar?
Freud dilató los ojos y se metió el dedo en el cuello de la camisa para aflojarlo. No compartía el gusto de Breuer por aquellos simulacros de examen. Si bien estaba de acuerdo en que eran buenos desde el punto de vista pedagógico, siempre le ponían nervioso.
–Es indudable –comenzó– que el paciente padece una lesión en el sistema nervioso central. Sus cefaleas, el deterioro de la vista, la historia neurológica de su padre, los problemas de equilibrio: todo lo indica. Sospecho que puede haber un tumor cerebral. Es posible que se trate de esclerosis diseminada. Efectuaré un examen neurológico completo, revisando los nervios craneanos con cuidado, en especial el primero, segundo, quinto y undécimo. También examinaré con cuidado los campos visuales: el tumor puede estar oprimiendo el nervio óptico.
–¿Cuál es su opinión acerca de los otros fenómenos visuales, esto es, los centelleos, la visión borrosa por la mañana que mejora más tarde, a lo largo del día? ¿Conoce usted algún cáncer que produzca esto?
–Yo daría un buen vistazo a la retina. Puede haber una degeneración de la mácula.
–¿Una degeneración de la mácula que mejora por la tarde? ¡Increíble! ¡Seria un caso que deberíamos publicar! ¿Y la fatiga periódica, los síntomas reumáticos y los vómitos de sangre? ¿También son causados por el cáncer?
–Doctor Northnagel, el paciente puede padecer dos enfermedades. Piojos y también pulgas, como decía Oppolzer. Podría estar anémico.
–¿Cómo lo examinaría para determinar la anemia?
–Haría un análisis de hemoglobina y otro de heces.
–Nein! Nein! Mein Gott! ¿Qué les enseñan ahora en las facultades de medicina de Viena? ¿A examinar con los cinco sentidos? ¡Olvide las pruebas de laboratorio, la medicina judía! El laboratorio sólo confirma lo que el examen fisico ya dice. Suponga que se encuentra en el campo de batalla, doctor: ¿pedirá un análisis de heces?
–Examinaría el color del paciente, en especial las lineas de las palmas y las mucosas: encías, lengua, conjuntiva.
–Bien. Pero ha olvidado lo más importante: las uñas.
–"Northnagel" se aclaró la garganta–. Ahora, joven aspirante a médico –prosiguió–, le expondré los resultados del examen físico. Primero, el examen neurológico es del todo normal: no se ha hallado nada negativo. Eso con respecro a un tumor cerebral o esclerosis diseminada, que, doctor Freud, eran posibilidades remotas, para empezar, a menos que usted conozca casos que duren años y presenten erupciones periódicas con una sintomatología seria de veinticuatro o cuarenta y ocho horas, para luego disolverse del todo sin déficit neurológico. ¡No, no y no! Esta no es una enfermedad estructural, sino un desorden fisiológico episódico. –Breuer se incorporó en su asiento y siguió hablando, exagerando el acento prusiano–. Sólo hay un diagnóstico posible, doctor Freud.
Freud se sonrojó.
–No sé cuál es.
Parecía tan abatido que Breuer interrumpió el juego, se desembarazó de Northnagel y suavizó el tono.
–Sí lo sabes, Sig. Lo discutimos la última vez. Hemicránea, migraña. Y no te avergiiences por no pensar en ello: la migraña es una enfermedad típica de las visitas a domicilio. Los estudiantes de medicina raras veces la ven porque quienes padecen migraña rara vez van a un hospital. El de Herr Müller es un caso serio de hemicránea. Tiene todos los síntomas clásicos. Vamos a repasarlos: ataques intermitentes de jaqueca palpitante unilateral (que suele ser hereditaria), acompañada de anorexia, náuseas, vómitos y aberraciones visuales, como centelleos prodrómicos, incluso hemianopsia.
Freud había sacado un pequeño cuaderno del bolsillo anterior de la chaqueta y tomaba notas.
–Empiezo a recordar mis lecturas sobre la hemicránea. Según la teoría de Du Bois–Reymond, se trata de una enfermedad vascular y el dolor es causado por un espasmo de las arteriolas del cerebro.
–Du Bois–Reymond tiene razón en cuanto al origen vascular, pero no todos los pacientes sufren espasmos de las arteriolas. He visto a muchos con manifestaciones opuestas: una dilatación de los vasos. Mollendorff cree que el dolor es causado, no por espasmos, sino por una distensión de los vasos sanguíneos relajados.
–¿Y qué me dices de la pérdida de visión?
–¡He aquí los piojos y las pulgas! Es el resultado de alguna otra cosa, no de la migraña. No pude enfocarle la retina con el oftalmoscopio. Algo obstruye la visión. No se halla en el cristalino, no es una catarata, sino en la córnea. No sé cuál es la causa de la opacidad córnea, pero es algo que he visto con anterioridad. Tal vez se trate de un edema; eso explicaría por qué su visión empeora por la mañana. El edema córneo es mayor cuando los ojos han permanecido cerrados toda la noche y se resuelve de forma gradual cuando, a lo largo del día, con los ojos abiertos, se va evaporando el fluido.
–¿A qué se debe su debilidad?
–Está un tanto anémico. Es posible que sea debido a hemorragias gástricas, aunque es más probable que se trate de una anemia dietética. Su dispepsia es tal que no tolera la carne durante semanas.
Freud seguía tomando notas.
–¿Y el pronóstico? ¿La misma enfermedad acabó con su padre?
–Él me hizo la misma pregunta, Sig. De hecho, nunca he tenido un paciente que insista en enterarse de los hechos concretos. Me hizo prometerle que sería sincero con él y luego me formuló tres preguntas: ¿su enfermedad es progresiva? ¿Se quedará ciego? ¿Morirá de ella? ¿Has oido alguna vez que un paciente hable así? Le prometí que le respondería en nuestra sesión de mañana.
–¿Qué le dirás?
–Puedo tranquilizarlo basándome en un excelente estudio de Liveling, un médico británico, es la mejor investigación médica que ha salido de Inglaterra. Deberías leer su monografía. –Breuer cogió un grueso volumen y se lo entregó a Freud, que empezó a hojearlo–. No está traducido todavía –prosiguió Breuer–, pero tu inglés es bueno. Liveling realiza el informe de una vasta muestra de enfermos de migraña y concluye que la migraña se hace menos potente a medida que el paciente envejece y que no está asociada con ningún otro mal cerebral. De modo que, aunque sea una enfermedad hereditaria, es muy poco probable que su padre haya muerto de lo mismo. Por supuesto, el método de investigación de Liveling es chapucero. La monografía no aclara si los resultados se basan en datos longitudinales o en muestras representativas. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Freud respondió de inmediato, al parecer más familiarizado con métodos de investigación que con la medicina clínica.
–El método longitudinal consiste en llevar a cabo el seguimiento de pacientes individuales durante años, hasta descubrir que los ataques disminuyen con la edad, ¿no es así?
–Eso es –corroboró Breuer–. Y las muestras representarivas...
Freud le interrumpió como un colegial nervioso sentado en primera fila.
–El método de muestras representativas es una sola observación en un momento dado. En este caso, los pacientes mayores de edad de la muestra manifiestan menos ataques de migraña que los más jóvenes.
Breuer disfrutaba con el entusiasmo de su amigo y le dio otra oportunidad de lucirse.

–¿Adivinas qué método es más exacto?
–El método de muestras representativas no puede ser muy preciso: la muestra puede contener muy pocos pacientes mayores con migrañas graves, no porque la migraña haya mejorado, sino porque los pacientes están demasiado enfermos o demasiado decepcionados de los médicos para aceptar ser estudiados.
–Exacto, y creo que Liveling no se dio cuenta de ello. Una respuesta excelente, Sig. ¿Nos fumamos un cigarro para celebrarlo? –Freud aceptó de buen grado uno de los soberbios cigarros turcos de Breuer. Los encendieron y paladearon el aroma.
–Ahora –prosiguió Freud–, ¿seguimos hablando del resto del caso? –Y añadió en un susurro–: ¿De la parte interesante? –Breuer sonrió–. No debería decirlo –continuó Freud–, pero como Northnagel ya se ha ido, puedo confesarte en privado que los aspectos psicológicos de este caso me intrigan más que el cuadro clínico. –Breuer notó que su joven amigo parecía más animado. Le brillaron los ojos al preguntar–: ¿Tiene tendencias suicidas avanzadas? ¿Le aconsejaste que buscara ayuda?
Ahora fue a Breuer a quien le tocó avergonzarse. Se sonrojó al recordar que, en su última conversación, se había mostrado ante su amigo muy seguro de su habilidad para el interrogatorio.
–Es un hombre extraño, Sig. Nunca he encontrado tanta resistencia. Era como un muro. Un muro inteligente. Me dio un gran número de oportunidades. Dijo que se sentía bien sólo cincuenta días al año, que tenía depresiones, que se sentía traicionado, que vivía en total aislamiento, que era un escritor sin lectores, que padecía insomnios graves con malignos pensamientos nocturnos.
–Pero, Josef, ¡ésos eran precisamente los hechos que querías que mencionara!
–Así es. Sin embargo, cada vez que me detenía en uno de ellos, no sacaba nada en limpio. Si, reconoce estar enfermo con frecuencia, pero insiste en que es el cuerpo el que está enfermo, no él, no su esencia. Con respecto a los momentos de depresión, dice que se enorgullece de tenerlos "Orgulloso de poseer el coraje de tener momentos de depresión." ¡Qué disparate! ¿Que ha sido traicionado? Si, sospecho que se refiere a lo que pasó con Fräulein Salomé, pero pretende haberlo superado y no quiere discutirlo. En cuanto al suicidio, niega tener tendencias suicidas, pero defiende el derecho del paciente a elegir su propia muerte. Si bien podría recibir la muerte con agrado (asegura que la recompensa final de los muertos es no volver a morir), todavía tiene mucho que hacer, demasiados libros que escribir. De hecho, dice que tiene la cabeza cargada de libros y cree que sus cefaleas se deben al trabajo mental.
Freud meneó la cabeza, simpatizando con la consternación de Breuer.
–Dolor causado por el trabajo mental, ¡qué metáfora! ¡Como Minerva, nacida de la cabeza de Zeus! Pensamientos extraños: dolor debido al trabajo mental, la elección de la propia muerte, el valor de tener depresiones. No carece de ingenio, Josef. Me pregunto sí se tratará de un ingenio demente o de una locura sabia. –Breuer sacudió la cabeza. Freud se echó atrás en su asiento, expulsó una columna de humo azul y observó cómo se elevaba y se esfumaba antes de volver a hablar–. Este caso se vuelve más fascinante cada día. ¿Qué hay del informe de la Fräiulein acerca de la desesperación suicida? ¿Le mintió a ella? ¿A ti? ¿O a sí mismo?
–¿Mentirse a si mismo, Sig? ¿Cómo se miente uno a sí mismo? ¿Quién es el mentiroso? ¿A quién miente?
–Tal vez una parte de él sea suicida, pero la parte consciente no lo sepa.
Breuer se volvió para contemplar más de cerca a su joven amigo. Esperaba ver una sonrisa en su rostro, pero Freud estaba muy serio.
–Cada vez hablas más de ese homúnculo inconsciente que vive al margen de su anfitrión. Por favor, Sig, sigue mi consejo: no hables de esta teoría con los demás. Ni siquiera debo llamarla teoría (pues no hay evidencia ni indicio alguno de que lo sea); considerémosla tan sólo una idea fantástica. No se la menciones a Brücke: aliviaría la culpa que siente por no tener el valor de promover a un judío.
Freud reaccionó con inesperada determinación.
–Quedará entre nosotros hasta que sea demostrada mediante la evidencia suficiente. Entonces no me abstendré de publicarla.
Por primera vez, Breuer tomó conciencia de que en su joven amigo no quedaba nada del muchacho inmaduro. Por el contrario, estaba germinando en él un carácter pleno de audacia, determinación y firmeza en la defensa de sus convicciones. Breuer lamentaba no poseer tales cualidades.
–Hablas de evidencia como si se tratara de un tema que pudiera ser sometido a investigación científica. Pero este homúnculo no tiene realidad concreta. No es más que un concepto operativo, una idea platónica. ¿Qué podría constituir evidencia? ¿Puedes darme un solo ejemplo? Y no utilices los sueños, no puedo aceptarlos como evidencia: los sueños también son insustanciales.
–Tú mismo has proporcionado evidencias, Josef. Me dices que la vida emocional de Bertha Pappenheim está determinada por hechos que ocurrieron hace doce meses y que se trata de hechos pasados de los que ella no tiene conocimiento consciente. Sin embargo, están descritos con todo detalle en el diario de su madre del año anterior. Para mi, es como una prueba de laboratorio.
–Pero esto descansa sobre la suposición de que Bertha es un testigo fiable, de que de verdad no recuerda estos hechos pasados.
Pero, pero, pero, pero: otra vez el diablillo del "pero", pensó Breuer. Sentía ganas de darse un golpe. Toda su vida había adoptado esas actitudes vacilantes del "pero" y ahora volvía a hacerlo con Freud y también con Nietzsche, cuando, en el fondo, sospechaba que ambos estaban en lo cierto.
Freud apuntó unas frases más en el cuaderno.
–Josef, ¿crees que podré ver el diario de Frau Pappenheim algún día?
–Se lo he devuelto, pero creo que puedo conseguirlo de nuevo.
Freud consultó su reloj.
–Tengo que volver al hospital para las visitas de Northnagel. Pero antes dime lo que harás con tu recalcitrante paciente.
–¿Te refieres a qué me gustaría hacer? Tres cosas. Me gustaría entablar una buena relación médico–paciente con él. Luego me gustaría ingresarlo en una clínica unas cuantas semanas para observar la hemicránea y regular la medicación. Y después, durante esas semanas, me gustaría reunirme con él para hablar en profundidad de su desesperación.
–Breuer suspiró–. Aunque, conociéndolo, las posibilidades de que coopere son escasas. ¿Tienes alguna idea, Sig?
Freud, que todavía seguía hojeando la monografía de Liveling, enseñó una página a Breuer.
–Escucha esto. En el aparrado de "etiología", Liveling dice: "Los episodios de migraña pueden ser causados por dispepsia, vista cansada o tensión. Un prolongado descanso en cama puede resultar aconsejable. Puede ser bueno apartar de la tensión de la escuela a los jóvenes que sufren migraña y brindarles una educación en casa. Hay médicos que aconsejan cambiar la ocupación por otra menos exigente".
Breuer le miró intrigado.
–“Y?”
–Yo creo que aquí está la respuesta. ¡Tensión! ¿Por qué no orientar el tratamiento para hacer frente a la tensión? Para reducir la migraña, Herr Müller debe reducir la tensión, incluida la tensión mental. Sugiérele que su tensión es una emoción sofocada y que, como en el tratamiento de Bertha, puede reducirse si se le proporciona una vía de alivio. Usa el método del deshollinador. Incluso puedes enseñarle el informe de Liveling e invocar el poder de la autoridad médica. –Freud advirtió que Breuer sonreía al oír aquello–. ¿Crees que es un método inútil? –preguntó.
–De ninguna manera, Sig. Es más, creo que es un consejo excelente y lo seguiré al pie de la letra. Lo que me ha hecho sonreír ha sido lo último que has dicho: invocar el poder de la autoridad médica. Debes conocer al paciente para apreciar el chiste, pero la idea de esperar que se rinda ante la autoridad médica, o ante cualquier otro tipo de autoridad, me parece cómica.
Tras abrir El gay saber de Nietzsche, Breuer leyó en voz alta unos pasajes que había subrayado.
–Herr Müller cuestiona toda forma de autoridad y de convención. Por ejemplo, da la vuelta a las virtudes y dice que son vicios, como cuando se refiere a la fidelidad: "El hombre se aferra con obstinación a algo cuya realidad ha llegado a desentrañar; pero lo llama fidelidad" Y fijare en lo que dice sobre la buena educación: "Es un hombre muy educado. Siempre lleva una galleta para Cerbero y es tan tímido que cree que todos son Cerbero, incluso tú y yo. Eso es la buena educación". Y escucha esta fascinante metáfora del deterioro visual y de la desesperación: "Encontrar que todo es profundo: un rasgo inconveniente. Hace que uno esfuerce la vista todo el tiempo, y uno termina por encontrar más de lo que habría deseado".
Freud escuchaba con interés.
–Ver más de lo que se desearía ver –musité>–. Me pregunto qué habrá visto. ¿Puedo echar un vistazo al libro?
Pero Breuer tenía preparada la respuesta.
–Me hizo prometer que no le enseñaría este libro a nadie, contiene anotaciones personales. Mi relación con él es tan tenue que, por el momento, es mejor que satisfaga su petición. Más adelante, tal vez. ¿Sabes? –prosiguió, deteniéndose ante el último de los pasajes que había señalado–, una de las cosas extrañas de mi entrevista con Herr Müller fue que, cada vez que yo intentaba expresar empatía, se ofendía y rompía la relación armónica entre nosotros. ¡Ah! ¡El puente! Sí, aquí está el pasaje que buscaba.
Mientras Breuer leía, Freud cerró los ojos.
–"Hubo un momento en nuestra vida en que estábamos tan unidos que nada parecía obstaculizar nuestra amistad y nuestra fraternidad, y sólo un pequeño puente de peatones nos separaba. Cuando estabas a punto de cruzarlo, te pregunté: "¿Quieres cruzar el puente para llegar a mí?". Pero ya no quisiste hacerlo; y cuando re lo volví a preguntar, te quedaste callado. Desde entonces se han interpuesto entre nosotros montañas, ríos torrenciales, todo lo que separa y despoja, y aunque quisiéramos reunirnos, no podríamos. Pero cuando ahora piensas en aquel pequeño puente, las palabras re faltan y sollozas y re asombras." –Breuer dejó el libro–. ¿Cómo lo interpretas?
–No estoy seguro. –Freud se puso en pie y se paseó ante la estantería mientras hablaba–. Es una imagen curiosa. Razonemos. Una persona está a punto de cruzar un puente de peatones, es decir, a punto de acercarse a otra persona, y ésta, de pronto, invita a la primera a hacer lo que planeaba. Pero la primera persona ya no puede hacerlo porque parecería que se somete a la otra: el poder se interpone en el acercamiento.
–Si, si, estás en lo cierro, Sig. ¡Excelente! Ahora lo entiendo. Eso quiere decir que Herr Müller interpreta cualquier expresión de sentimientos positivos como una lucha por el poder. Extraña idea: casi imposibilita el acercarse a él. En otro pasaje del libro dice que odiamos a quienes ven nuestros secretos y captan nuestros sentimientos de ternura. Lo que necesitamos en este momento no es simpatía, sino recuperar nuestro poder y anteponerlo a nuestras propias emociones.
–Josef –dijo Freud, sentándose otra vez y tirando la ceniza del cigarro en el cenicero–, la semana pasada observé que Bilroth empleaba su nueva e ingeniosa técnica quirúrgica para extirpar un estómago canceroso. Ahora, mientras re oigo, creo que tienes que llevar a cabo un procedimiento quirúrgico, de carácter psicológico, tan complejo y delicado como el de Bilroth. Gracias al informe de la Fräulein, sabes que tiene tendencias suicidas, pero no puedes decirle que lo sabes. Debes convencerle de que re revele su desesperación; sin embargo, si logras hacerlo, re odiará por haber comprendido sus sentimientos más íntimos. Debes ganarte su confianza; ahora bien, si te comportas de forma comprensiva con él, re acusará de querer imponerle tu poder.
–Cirugía psicológica. Es interesante como lo expresas –dijo Breuer–. A lo mejor estamos desarrollando toda una subespecialidad médica. Aguarda, hay algo más que quiero leerte, me parece importante.
Durante un par de minutos estuvo pasando las páginas de Humano, demasiado humano.
–No encuentro el pasaje ahora, pero dice que el que busca la verdad debe someterse a un análisis psicológico personal: la expresión que utiliza es "disección moral". De hecho, llega al extremo de decir que los errores de los filósofos, incluso los más grandes, fueron causados por ignorar su propia motivación. Sostiene que, para descubrir la verdad, primero hay que conocerse por completo. Y para hacerlo debe apartarse del punto de vista acostumbrado, incluidos el siglo y el país en que se vive, y luego examinarse desde cierta distancia.
–¡Analizar la propia psique! No es tarea fácil –dijo Freud, poniéndose de pie para retirarse–, pero es obvio que la presencia de un guía objetivo e informado la facilitaría.
–¡Exacto, eso es lo que yo pienso! –respondió Breuer mientras acompañaba a Freud por el corredor–. Lo difícil será convencerle.
–No, no creo que sea difícil –dijo Freud–. Tienes de tu parte tanto sus propios argumentos sobre la disección psicológica como la teoría médica, que se puede invocar con sutileza, claro. No sé cómo puedes dejar de convencer a tu reacio filósofo de la sabiduría de que se autoanalice orientado por ti. Buenas noches, Josef.
–Gracias, Sig –dijo Breuer, dándole una palmada en la espalda–. Ha sido una charla provechosa, el alumno ha enseñado al maestro.

CARTA DE ELJSABETH NIETZSCHE A FRIEDRICH NIETZSCHE
26de noviembre de 1882
Mi querido Fritz:
Ni mamá ni yo hemos recibido noticias tuyas desde hace semanas. ¡No es buen momento para desaparecer! Tu mona rusa sigue desparramando mentiras sobre ti. Enseña esa malhadada fotografía en que apareces uncido a su carro junto al judío Rée y bromea ante todos diciendo que te gusta probar el látigo. Te advertí que debías recuperar esa fotografía:
nos chantajeará con ella el resto de nuestra vida. Se burla de ti por todas pan es y su amante Rée se une a las carcajadas. Dicen que Nietzsche, el filósofo aislado del mundo, sólo está interesado por una cosa:
sus... –una parte anatómica suya, no puedo repetir sus palabras–, sus partes sucias. Lo dejo para tu imaginación. Ahora está viviendo con tu amigo Rée una relación de abierta carnalidad ante los ojos de la madre de él. Forman un buen grupo. Nada en esta conducta es inesperado: al menos no para mí (aún me duele la manera en que desoíste mis advertencias en Tautenberg), pero ahora se está convirtiendo en un juego mortal: se está infiltrando en Basilea gracias a sus mentiras. ¡Me he enterado de que ha escrito a Kemp y a Wilhelm! Fritz, escúchame:
no se detendrá hasta que re quiten la pensión. Puede que tú prefieras el silencio, pero yo no: solicitaré una investigación oficial sobre su conducta con Rée. Si tengo éxito, y necesito que en esto me respaldes, será deportada por inmoralidad en menos de un mes. Envíame tu dirección.
Tu única hermana,
Elisabeth

OCHO


El inicio del día, en casa de los Breuer, era siempre el mismo. A las seis, el panadero de la esquina, que era paciente de Breuer, les llevaba Kaisersemmel recién sacado del horno. Mientras su marido se vestía, Mathilde ponía la mesa y le preparaba el café con canela y bollos crujientes con mantequilla y mermelada de cerezas. A pesar de la tensa relación de la pareja, Mathilde siempre se encargaba del desayuno de Josef, mientras Louis y Gretchen se encargaban de los niños.
Preocupado aquella mañana por su próxima reunión con Nietzsche, Breuer estaba tan atareado hojeando Humano, demasiado humano que apenas levantó la mirada cuando Mathilde le sirvió el café. Terminó el desayuno en silencio y luego musitó que la entrevista que tenía con un paciente al mediodía podía alargarse y ocuparle la hora de la comida. A Mathilde no le gustó aquello.
–Oigo hablar tanto de ese filósofo que empiezo a preocuparme. Tú y Sigi os pasáis las horas hablando de él. El miércoles trabajaste durante la hora de la comida, ayer te quedaste en el estudio leyendo su libro hasta que se sirvió la comida y hoy sigues leyendo mientras desayunas. ¡Y ahora dices que a lo mejor no comes! Los niños necesitan ver la cara de su padre. Por favor, Josef, no exageres tu relación con él, como has hecho con otros pacientes.
Breuer sabia que Mathilde se estaba refiriendo a Bertha, pero no sólo a Bertha: con frecuencia objetaba que no supiera poner límites razonables al tiempo que dedicaba a los pacientes. Para él, el compromiso que adquiría con un paciente era inviolable. Una vez que aceptaba tratarlo, nunca le escatimaba el tiempo y la energía que consideraba necesarios. Sus honorarios eran bajos y a los pacientes en mala situación económica no les cobraba. Había veces en que Mathilde, para disfrutar del tiempo y la atención de su marido, tenía necesidad de protegerlo de sí mismo.
–¿Otros, Mathilde?
–Sabes a qué me refiero, Josef. –Todavía se negaba a pronunciar el nombre de Bertha–. Por supuesto que hay cosas que una esposa puede entender. Tu Stammtisch:
sé que debes tener un lugar donde encontrarte con tus amigos. Tu juego de cartas, las palomas del laboratorio, el ajedrez. Pero las demás veces, ¿para que entregarte de manera tan innecesaria?
–¿Cuándo? ¿De qué hablas? –Breuer sabía que se estaba comportando de un modo perverso, que la estaba guiando hacia una confrontación desagradable.
–Piensa en el tiempo que dedicabas a Fräulein Berger.
Con excepción de Bertha, de todos los ejemplos que podía haber puesto Mathilde aquél era el que más le irritaba. Eva Berger, su anterior enfermera, había trabajado para él durante diez años, desde que había empezado a ejercer la medicina. Su relación con ella, de una extraordinaria intimidad, le había causado casi tanta consternación como su relación con Bertha. Durante todos los años que habían trabajado juntos, Breuer y su enfermera habían mantenido una amistad que iba más allá de la relación estrictamente profesional. A menudo se habían hecho confesiones de carácter personal y, cuando estaban solos, se llamaban por el nombre de pila. Quizá había sido el único caso en toda Viena, pero así era Breuer.
–Siempre interpretaste mal mi relación con Fräulein Berger –replicó Breuer con voz gélida–. Todavía ahora lamento haberte escuchado. Despedirla sigue siendo una de las mayores vergüenzas de mi vida.
El aciago día, seis meses antes, en que Bertha había anunciado que estaba embarazada de Breuer, Mathilde había exigido a su esposo no sólo que dejara de tratar a Bertha, sino también que despidiera a Eva Berger. Mathilde, furiosa y atormentada, había querido eliminar de su vida toda mancha dejada por Bertha. Y también había querido hacer lo mismo con Eva, a quien (dado que era la persona con la que su marido lo discutía todo) había considerado cómplice de Breuer en el espantoso asunto de Fräulein Pappenheim.
Durante aquella crisis, Breuer se había sentido tan abrumado por el remordimiento, tan humillado y tan culpable, que había accedido a todas las exigencias de Mathilde. Aunque sabia que Eva era el chivo expiatorio, no había tenido valor suficiente para defenderla. Al día siguiente no sólo había cedido el caso de Bertha a un colega, sino que había despedido a la inocente Eva Berger.
–Siento haberlo sacado a colación, Josef. Pero ¿qué puedo hacer al ver que te alejas cada vez más de mí y de los niños? Cuando re pido algo, no es para fastidiarte, sino porque yo, nosotros, deseamos tu compañía. Considéralo un cumplido, una invitación. –Mathilde le sonrió.
–Me gustan las invitaciones, pero aborrezco las órdenes. –Breuer lamentó aquellas palabras al instante, pero no era posible retractarse. Terminó el desayuno en silencio.
Nietzsche había llegado quince minutos antes de las dos. Breuer lo encontró sentado en un rincón de la sala de espera, con el sombrero puesto, el abrigo abotonado hasta el cuello y los ojos cerrados. Mientras se dirigían al consultorio y se sentaban, Breuer trató de que se sintiera cómodo.
–Gracias por confiarme sus ejemplares personales. Si las notas marginales contenían material confidencial, no tema, pues no he podido descifrar su letra. Tiene usted letra de médico: ¡casi tan ilegible como la mía! ¿Nunca se ha planteado estudiar medicina?
Como Nietzsche apenas levantara la cabeza al oír el mal chiste de Breuer, éste siguió hablando impertérrito.
–Permítame hacer un comentario sobre sus excelentes libros. Ayer no tuve tiempo de terminarlos, pero me sentí fascinado y estimulado por muchos pasajes. Usted escribe extraordinariamente bien. Su editor no es sólo un holgazán, sino un necio: son libros que un editor debería defender con la vida.
Nietzsche tampoco hizo comentario alguno esta vez. Se limitó a una leve inclinación de cabeza para aceptar el cumplido. "Cuidado", pensó Breuer, "quizá también le ofenden los cumplidos".
–Pero vayamos a lo nuestro, profesor Nietzsche. Perdóneme la cháchara. Discutamos su estado de salud. Basándome en los informes previos de sus médicos, en mi revisión y en mis análisis de laboratorio, estoy seguro de que su mal mayor es la hemicránea, la migraña. Supongo que ya habrá oído esto antes: dos de los médicos anteriores lo mencionan en sus informes.
–Sí, otros médicos me han dicho que tengo dolores de cabeza con características de migraña: un dolor fuerte, a (menudo en un lado de la cabeza, precedido por un resplandor de luces centelleantes y acompañado de vómitos. En efecto, esto me sucede. Su uso del término, ¿va más allá de eso, doctor Breuer?
–Tal vez. Ha habido un par de adelantos en la comprensión de la migraña. Mi pronóstico es que, para la próxima generación, estará controlada del todo. Algunas de las investigaciones recientes tienen que ver con las tres preguntas que usted me formuló. Primero, con referencia a si será su destino padecer ataques tan terribles, los datos indican que la migraña se vuelve menos potente a medida que avanza la edad. De todos modos, debe usted comprender que no se trata más que de estadísticas y que sólo se refieren a posibilidades, o sea, que no proporcionan ninguna certeza con respecto a casos individuales. En segundo lugar, pasemos a (como dice usted) "la más difícil" de sus preguntas, si tiene una constitución como la de su padre que desembocará en la muerte o en la demencia. Lo expresó usted por este orden, ¿no? –Nietzsche abrió los ojos, sorprendido, al parecer, de que su interlocutor abordara sus preguntas de forma tan directa. "Bien, bien", pensó Breuer, "tengo que hacerle bajar la guardia. Es probable que nunca se haya encontrado con un médico tan franco y osado como él mismo"–. No existe, en absoluto, evidencia alguna –prosiguió con énfasis–, en ningún estudio publicado ni en mí propia experiencia clínica, de que la migraña sea progresiva ni de que esté asociada a ninguna lesión cerebral. No sé qué enfermedad tuvo su padre, aunque supongo que se trató de un cáncer, quizá de una hemorragia cerebral. Pero no hay evidencia de que la migraña conduzca a estas enfermedades o a ninguna otra. –Breuer hizo una pausa–. Bien, antes de continuar, ¿he respondido a sus preguntas con franqueza?
–A dos de las tres, doctor Breuer. Había otra: ¿me quedaré ciego?
–Me temo que ésa es una pregunta a la que no es posible contestar. Pero le diré lo que pueda al respecto. Primero, no existe evidencia de que el deterioro de su vista esté relacionado con su migraña. Sé que es tentador considerar todos los síntomas como manifestaciones de una causa subyacente, pero esto no sucede en su caso. El esfuerzo visual puede agravar e incluso precipitar un ataque de migraña (ésa es otra cuestión de la que hablaremos más tarde), pero su problema visual es algo diferente por completo. Sí sé que su córnea, el delgado recubrimiento del iris... Permítame hacerle un dibujo. –En su recetario, Breuer dibujó la anatomía del ojo, mostrándole a Nietzsche que su córnea era más opaca de lo normal, tal vez debido a edemas, a fluido acumulado–. Desconocemos la causa, pero sabemos que la progresión es gradual y que, si bien su visión puede volverse más brumosa, es improbable que se quede ciego. No puedo estar del todo seguro, porque la u condición opaca de la córnea me impide ver y examinar la reúna con el oftalmoscopio. Así pues, ¿comprende el problema que supone responder a su pregunta de forma más completa?
Nietzsche, que unos minutos antes se había quitado el abrigo y lo había colocado sobre sus piernas junto con el 1 sombrero, se puso en pie para colgar ambos en el perchero que estaba al lado de la puerta. Al sentarse de nuevo, lanzó 1 un fuerte suspiro y pareció más relajado.
–Gracias, doctor Breuer. Usted sabe cumplir sus promesas. ¿No me oculta nada?
Breuer pensó que era una buena oportunidad para alentar a Nietzsche a que revelara más sobre sí mismo. Pero debía ser sutil.
–¿Ocultarle algo? ¡Mucho! ¡Muchos de mis pensamientos, de mis sentimientos, de mis reacciones! A veces me pregunto cómo sería una conversación con convenciones sociales diferentes: ¡sin ocultar nada! Pero le doy mi palabra de que no le he ocultado nada de lo que se refiere a su estado de salud. ¿Y usted? Recuerde que tenemos un pacto de sinceridad mutua. Dígame, ¿qué me oculta?
–Desde luego, nada relacionado con mi estado de salud –respondió Nietzsche–. Pero si oculto gran parte de los pensamientos que no deben compartirse. Usted piensa cómo sería una conversación en que nada se ocultara. Creo que sería un infierno. Abrirse a otro es el preludio de la traición y la traición hace que enfermemos, ¿no?
–Una posición provocativa, profesor Nietzsche. Pero ya que hablamos de sinceridad, permítame revelarle un pensamiento privado. La discusión que mantuvimos el miércoles me resultó muy estimulante y me gustaría tener la oportunidad de seguir manteniendo este tipo de conversaciones con usted en el futuro. Me apasiona la filosofía, pero apenas la estudié en la universidad. En mi práctica diaria raras veces puedo satisfacer mi pasión, que arde sin llama y ansia la combustión.
Nietzsche sonrió, aunque no hizo ningún comentario. Breuer se sentía seguro: se había preparado bien. Se estaba estableciendo una comunicación y la entrevista seguía el curso previsto. Ahora discutiría el tratamiento: primero drogas y, luego, alguna forma de "tratamiento coloquial".
–Pero hablemos del tratamiento de su migraña. Hay remedios nuevos que han resultado eficaces en algunos pacientes. Me refiero a productos como bromuros, cafeína, valeriana, belladona, nitrato de amilo y nitroglicerina, por nombrar algunos de la lista. He leído en sus informes que ya ha probado algunos. Todos estos productos han demostrado su eficacia por razones que nadie entiende, algunos por sus propiedades analgésicas y sedantes en general y otros, porque atacan el mecanismo básico de la migraña.
–¿Cuáles? –inquirió Nietzsche.
–Vascular. Todos los observadores coinciden en que los vasos sanguíneos, en especial las arterias temporales, están involucrados en un ataque de migraña. Se contraen con fuerza y luego parecen dilatarse. El dolor puede emanar de las paredes de los mismos vasos estirados o constreñidos, o de los órganos que piden su provisión normal de sangre, sobre todo las membranas que cubren el cerebro: la duramadre y la piamadre.
–¿Y a qué se debe esta anarquía de los vasos sanguíneos?
–La causa todavía se desconoce –respondió Breuer–. Pero creo que pronto tendremos la solución. Hasta entonces, sólo podemos especular. Muchos médicos, entre los que me incluyo, se sienten impresionados por la patología del ritmo que subyace tras la hemicránea. De hecho, hay quienes llegan a decir que el desorden del ritmo es fundamental, incluso más importante que la jaqueca.
–No lo entiendo, doctor Breuer.
–Quiero decir que el desorden del ritmo puede expresarse a través de una serie de órganos. En consecuencia, no es imprescindible que se produzca jaqueca en un ataque de migraña. Puede haber una migraña abdominal, caracterizada por ataques agudos de dolor abdominal, sin dolor de cabeza. Algunos pacientes han informado de episodios repentinos en que se sienten de pronto deprimidos o eufóricos. Otros pacientes, de forma periódica, tienen la sensación de que han experimentado con anterioridad ciertos momentos de la vida cotidiana. Los franceses lo llaman déjà vu: tal vez sea también una forma de migraña.
–¿Y qué se oculta tras el desorden del ritmo? ¿La causa de las causas? En última instancia, ¿llegaremos a Dios, el error final en la búsqueda falsa de la verdad última?
–¡No! ¡Podríamos llegar al misticismo médico, pero no a Dios! No en este consultorio.
–Eso está bien –dijo Nietzsche con cierto alivio.
De pronto, he pensado que, al hablar con toda libertad, quizá me había mostrado insensible a sus sentimientos religiosos.
–No tema, profesor Nietzsche. Sospecho que soy un judío tan devoto del librepensamiento como usted, que es luterano.
Nietzsche sonrió más generosamente en esta ocasión y se acomodó en el asiento.
–Si aún fumara, éste sería el momento de ofrecerle un cigarro.
Breuer se sentía estimulado. "La sugerencia de Freud de que insista en la tensión como causa soterrada de los ataques de migraña es brillante y va a ser un éxito. Ahora puedo disponer el escenario de forma adecuada.¡Ha llegado el momento de actuar!"
Se inclinó hacia delante en la silla y habló en tono confidencial y sincero.
–Me interesa mucho su pregunta referente a la causa del desorden del ritmo biológico. Como la mayoría de expertos en migraña, creo que una de sus causas fundamentales radica en el nivel general de tensión personal. La tensión puede ser causada por una serie de factores psicológicos, por ejemplo, hechos perturbadores en el trabajo, la familia, las relaciones personales o la vida sexual. Si bien algunos consideran que este punto de vista es poco ortodoxo, yo creo que es la dirección que seguirá en el futuro la medicina. –Silencio. Breuer no estaba seguro de la reacción de Nietzsche. Por una parte, movía la cabeza como si asintiera, pero por otra flexionaba el pie, lo que siempre era síntoma de tensión–. ¿Qué le parece mi respuesta, profesor Nietzsche?
–¿Implica su posición que es el paciente quien elige la enfermedad?
"Cuidado con esta pregunta, Josef", pensó Breuer.
–No, no quería decir eso, profesor Nietzsche, aunque he conocido pacientes que, de un modo extraño, sacaban provecho de la enfermedad.
–¿Se refiere, por ejemplo, a los jóvenes que se hieren para librarse del servicio militar?
Una pregunta traicionera. Breuer procedió con más cautela todavía. Nietzsche le había dicho que había servido en la artillería prusiana durante un tiempo y que había sido dado de baja a causa de una torpe lesión en tiempos de paz.
–No, me refiero a algo más sutil. –Breuer se dio cuenta al instante de que había sido poco delicado. Nietzsche podía ofenderse por aquella respuesta. Pero como no supo rectificar, prosiguió–: Me refiero a un joven que se libra del servicio militar gracias al advenimiento de una enfermedad real. Por ejemplo –Breuer buscó algo que no tuviera nada que ver con la experiencia de Nietzsche–, tuberculosis o una infección de la piel.
–¿Ha visto usted esas cosas?
–Todo médico ha visto ese tipo de coincidencias extrañas. Pero, volviendo a su pregunta, yo no digo que uno elija la enfermedad, a menos que uno se beneficie, de algún modo, de la migraña. ¿Es éste su caso?
Nietzsche guardó silencio, al parecer sumido en la reflexión. Breuer se relajó, satisfecho consigo mismo. ¡Una buena reacción! Esta era la manera de manejarlo. Había que ser directo y desafiarlo. A Nietzsche le gustaba. ¡Y también había que hacerle preguntas con las que su intelecto se sintiera comprometido!
–¿Me beneficio yo, de alguna forma, de este sufrimiento? –respondió Nietzsche por fin–. He reflexionado sobre esto durante años. Tal vez sí me beneficie. De dos maneras. Usted sugiere que los ataques son causados por la tensión, pero a veces sucede lo opuesto: que los ataques disipan la tensión. Mi trabajo produce tensión. Exige que me enfrente al lado oscuro de la existencia. El ataque de migraña, por terrible que sea, puede ser una convulsión purificadora que me permite continuar.
¡Magnífica respuesta! Y que Breuer no había previsto, por lo que tuvo que esforzarse por recuperar el equilibrio.
–Dice usted que se beneficia de dos maneras. ¿Cuál es la otra?
–Creo que me beneficio por mi problema de la vista. Desde hace años no puedo leer los pensamientos de otros pensadores. Así, separado de los demás, lucubro mis propios pensamientos. Desde el punto de vista intelectual, debo alimentarme de mi mismo. Tal vez sea bueno. Quizá por eso he llegado a ser un filósofo sincero. Escribo sólo a partir de mi propia experiencia. Escribo con sangre y la mejor verdad es la verdad bañada en sangre.
–De modo que no se relaciona usted con sus colegas de profesión...
–¡Otro error! Breuer se dio cuenta en el acto. Su pregunta estaba fuera de lugar y sólo reflejaba su propia preocupación por el reconocimiento de sus colegas.
–Eso me tiene sin cuidado, doctor Breuer, sobre todo cuando pienso en el estado lamentable de la filosofía alemana actual. Hace mucho que escapé de los salones académicos y no dudé en dar un portazo al salir. Pero ahora que lo pienso, puede que ésta sea otra de las ventajas de mi migraña.
–¿En qué sentido, profesor Nietzsche?
–La enfermedad me ha emancipado. Tuve que renunciar a mi cátedra en Basilea a causa de la enfermedad. Si todavía estuviera allí, viviría preocupado por defenderme de mis colegas. Incluso mi primer libro, El nacimiento de la tragedia, una obra en parte convencional, provocó tanta censura y controversia profesional que el claustro de profesores de Basilea incitó a los estudiantes a que no asistieran a mi curso. Yo, quizá el mejor profesor de toda la historia de Basilea, hablé, durante los dos últimos años que permanecí allí, sólo ante dos o tres personas. Me han dicho que, en su lecho de muerte, Hegel se lamentó de que sólo un estudiante lo entendiera y que, además, ese estudiante lo malinterpretó. Yo ni siquiera puedo jactarme de que un solo estudiante me haya malinterpretado. –Breuer se sentía inclinado a simpatizar con Nietzsche, pero temiendo volver a ofenderlo, decidió hacer un gesto de comprensión, no de simpatía–. Y se me ocurre otra ventaja causada por la enfermedad, doctor Breuer: gracias a ella, me dieron de baja en el ejército. Hubo un tiempo en que era tan necio que lo que me importaba era tener una cicatriz causada por un duelo –Nietzsche señaló con el dedo la pequeña cicatriz que tenía en el puente de la nariz– o demostrar mi aguante a la hora de beber cerveza. Era tan estúpido que llegué a pensar en seguir la carrera de las armas. Recuerde que en aquellos días, yo carecía de guía paterna. Pero la enfermedad me libró de todo eso. Incluso ahora, mientras hablo, pienso que la enfermedad me ha ayudado incluso de otras maneras también fundamentales... –A pesar de su interés por las palabras de Nietzsche, Breuer se impacientó. Su objetivo era inducir al paciente a comprometerse en un tratamiento coloquial y su comentario sobre los beneficios de la enfermedad había sido improvisado, o sea, tan sólo un preludio de su plan. Pero no había contado con la fertilidad de la mente de Nietzsche. Cualquier cuestión que planteara a su paciente, por ínfima que fuera, ocasionaba un chorro de ideas. Las palabras de Nietzsche fluían. Parecía dispuesto a discurrir durante horas sobre el tema–. La enfermedad también me ha enfrentado a la realidad de la muerte. Durante un tiempo creía que padecía un mal incurable que me llevaría a la muerte siendo todavía joven. El espectro de la muerte inminente ha sido una bendición: he trabajado sin descanso impelido por el temor a morir antes de terminar lo que necesitaba escribir. ¿Y no es superior una obra de arte si el final es catastrófico? El sabor de la muerte en la boca me proporcionaba perspectiva y valor. Es el valor de ser yo mismo lo que importa. ¿Soy profesor, filólogo, filósofo? ¿A quién le importa? –El ritmo de Nietzsche se aceleró. Parecía satisfecho con el fluir de sus pensamientos–. Le doy las gracias, doctor Breuer. Hablar con usted me ha ayudado a consolidar estas ideas. Sí, debería bendecir mi enfermedad. Para un psicólogo, el sufrimiento personal es una bendición, el campo de prueba en que se afronta el dolor de la existencia. –Nietzsche parecía tener una visión interior y Breuer dejó de pensar por unos instantes que sostenían una charla. Esperaba que en cualquier momento su paciente cogiera la pluma y se pusiera a escribir. Pero entonces Nietzsche levantó la mirada y le habló sin rodeos–. ¿Recuerda mi frase de granito del miércoles, "Llega a ser quien eres"? Hoy le entrego otra: "Lo que no me mata, me hace más fuerte". Y vuelvo a decirle: "Mi enfermedad es una bendición".
El sentimiento de poder y convicción de Breuer se esfumó. Sentía ahora un vértigo intelectual: Nietzsche había vuelto a ponerlo todo patas arriba. Lo blanco era negro, el bien era el mal. Su migraña, una bendición. Breuer creyó que todo se le escapaba de las manos. Luchó por recuperar el control.
–Una perspectiva fascinante, profesor Nietzsche, que hasta este momento nunca había oído. Pero estamos de acuerdo en que ya ha cosechado los mejores frutos de su enfermedad. Ahora, hoy, en la mitad de su vida, armado con la sabiduría y la perspectiva obtenidas gracias a la enfermedad, estoy seguro de que podrá trabajar mejor sin su interferencia. La enfermedad ya ha cumplido su misión. –Mientras hablaba y ordenaba sus pensamientos, Breuer arreglaba los objetos que había sobre el escritorio: la maqueta del oído interno, el pisapapeles veneciano de cristal azul veteado, el mortero y la mano de bronce, el recetario, el grueso volumen farmacológico–. Además, si le he entendido bien, profesor Nietzsche, usted no se refiere tanto a la elección de una enfermedad como a la conquista y los beneficios obtenidos gracias a ella. ¿Estoy en lo cierto?
–Hablo, sí, de conquistar, de dominar, una enfermedad –respondió Nietzsche–, pero en cuanto a la elección, no estoy seguro; puede que uno elija una enfermedad. Depende de quién se trate. La psique no funciona como una entidad simple. Hay partes de la mente que funcionan con independencia de otras. Tal vez "yo" y mi cuerpo formen una conspiración en lo más hondo de mi mente. La mente está llena, ¿sabe?, de callejones y trampas.
Breuer se sorprendió de la semejanza entre las ideas de Nietzsche y las manifestadas por Freud durante la víspera.
–¿Sugiere usted que existen reinos mentales independientes, compartimentados? –preguntó.
–Es imposible no llegar a esa conclusión. De hecho, gran parte de nuestra vida puede ser vivida por nuestros instintos. Puede que las representaciones mentales conscientes sean ideas tardías, ideas que se nos ocurren después de los hechos para darnos la ilusión de poder y control. Doctor Breuer, una vez más le doy las gracias: nuestra conversación ha originado un importante proyecto que deberé considerar este invierno. Por favor, discúlpeme un instante.
Nietzsche abrió el maletín, sacó un lápiz y un cuaderno y escribió unas líneas. Breuer estiró la cabeza, tratando, en vano, de leer al revés.
La compleja línea argumental de Nietzsche había ido más allá de lo que se proponía Breuer. Sin embargo, a pesar de que se sentía como un pobre tonto, no le quedaba más remedio que insistir.
–Como médico, opino que, aunque la enfermedad le haya causado beneficios (como con tanta lucidez me ha demostrado), ha llegado el momento de que le declaremos la guerra, de que conozcamos sus secretos, de que descubramos sus debilidades y la erradiquemos. ¿Quiere hacer el favor de complacerme y adoptar este punto de vista? –Nietzsche levantó la mirada y asintió–. Creo que es posible –prosiguió Breuer– que uno elija la enfermedad sin darse cuenta, si escoge una forma de vida que produce tensión. Cuando la tensión se vuelve oprimente o crónica, afecta a un sistema orgánico sensible: en el caso de la migraña, al sistema vascular. Como ve, me estoy refiriendo a una elección indirecta. Hablando de forma más concreta, uno no elige o selecciona una enfermedad, pero si elige la tensión y es la tensión la que elige la enfermedad. –El asentimiento de Nietzsche, que indicaba comprensión, alentó a Breuer a continuar–. Así pues, la tensión es nuestra enemiga y mi tarea, como médico, consiste en ayudarle a reducir la tensión de su vida.
Breuer se sentía aliviado: había podido volver a su plan. "Ahora he preparado el terreno para el siguiente paso, el último: ofrecerle ayuda para aliviar las fuentes psicológicas de la tensión de su vida."
Nietzsche volvió a guardar el lápiz y el cuaderno en el maletín.
–Doctor Breuer, hace años que me encaro al problema de la tensión que hay en mi vida. Hay que reducir la tensión, dice usted. Precisamente por esta razón dejé la universidad de Basilea en 1879. Llevo una vida libre de tensiones. He abandonado la enseñanza. No administro bienes. No tengo una casa que cuidar, ni criados que vigilar, ni mujer con quien pelearme, ni hijos a quienes educar.
Llevo una vida modesta, percibo una pequeña pensión. No tengo obligaciones con nadie. He reducido mi vida a lo mínimo, a un nivel limite. ¿Cómo sería posible reducirla más?
–No estoy de acuerdo en que no pueda reducirse más, profesor Nietzsche. Esta es la cuestión que me gustaría analizar con usted. Verá...
–Recuerde –le interrumpió Nietzsche– que he heredado un sistema nervioso de una exquisita sensibilidad. Lo sé por la forma en que reacciono ante la música y el arte. Cuando vi Carmen por primera vez, se inflamó cada célula nerviosa de mi cerebro y todo mi sistema nervioso estalló. Por la misma razón, reacciono de forma violenta ante cualquier ligero cambio en el tiempo o en la presión atmosférica.
–Pero –replicó Breuer– puede que esa hipersensibilidad nerviosa no sea constitucional. Puede que se trate de una función de tensión causada por otras fuentes.
–¡No, no! –protestó Nietzsche, sacudiendo la cabeza con impaciencia, como si Breuer hubiera fallado el tiro–. Yo sostengo que la hipersensibilidad, como la denomina usted, no es indeseable, sino necesaria para mi trabajo. Yo quiero estar alerta. No quiero quedar excluido de ninguna área de mi experiencia interior. Y si el precio de la percepción es la tensión, ¡que así sea! Puedo permitirme el lujo de pagar ese precio. –Breuer no respondió. No había esperado una resistencia tan fuerte e inmediata. Todavía no había descrito su plan de tratamiento y el paciente se había adelantado a los argumentos que había preparado y los había demolido. En silencio, buscó un modo de ordenar sus tropas. Nietzsche siguió hablando–: Usted ha visto mis libros. Entenderá que son buenos no porque yo sea inteligente o erudito. No, lo son porque tengo la osadía, la disposición, de separarme de la comodidad del rebaño y enfrentarme a fuertes y malignas inclinaciones. La investigación y la ciencia se originan en el descreimiento. Sin embargo, el descreimiento causa una gran tensión. Sólo los fuertes pueden tolerarlo. ¿Sabe cuál es la verdadera pregunta para un pensador? –No hizo la pausa de rigor para aguardar respuesta–.
La verdadera pregunta es: "¿Cuánta verdad puedo tolerar?". No es una ocupación para pacientes que quieran eliminar la tensión y llevar una vida tranquila.
Breuer no supo qué decir. La estrategia de Freud se hacía añicos. "Basa tu enfoque en la eliminación de la tensión", le había aconsejado. Pero para el paciente ante el que Breuer se hallaba, la obra de su vida, lo que lo mantenía vivo, requería tensión. Irguiéndose, Breuer apeló a la autoridad profesional.
–Comprendo su dilema a la perfección, profesor Nietzsche, pero escuche lo que voy a decirle. Debe entender que existen formas de que sufra menos sin necesidad de que abandone su investigación filosófica. He meditado mucho acerca de su caso. En mis años de experiencia clínica con la migraña, he ayudado a muchos pacientes. Creo que puedo ayudarle a usted. Permítame, por favor, exponerle mi tratamiento. –Nietzsche asintió y se echó atrás en el asiento. Breuer supuso que se sentiría seguro tras la barricada que había levantado–. Le propongo que permanezca en la clínica Lauzon de Viena durante un mes, para someterse a observación y tratamiento. Este arreglo presenta ciertas ventajas. Podremos efectuar pruebas sistemáticas con varios remedios nuevos contra la migraña. Veo que nunca se ha tratado con ergotamina. Es un nuevo remedio que promete mucho, pero requiere precauciones. Debe ingerirse inmediatamente después del comienzo del ataque; además, si se administra mal, puede producir peligrosos efectos secundarios. Prefiero supervisar la posología mientras el paciente esté en el hospital, sometido a estrecha vigilancia. La observación puede proporcionarnos una valiosa información acerca de las causas inmediatas de la migraña. Veo que usted es un atento observador de su propio estado; no obstante, existen claras ventajas cuando quien observa es un profesional adiestrado. –Breuer apenas se detuvo para impedir que Nietzsche le interrumpiera–. He utilizado la clínica Lauzon para mis pacientes en muchas ocasiones. Es cómoda y está administrada de manera competente. El nuevo director ha introducido muchos cambios innovadores, entre ellos agua de Baden–Baden. Además, como está cerca de mi consultorio, puedo visitarlo todos los días, excepto los domingos, y juntos podemos investigar las causas de tensión existentes en su vida. Nietzsche negó con la cabeza con un movimiento leve pero decidido–. Permítame –prosiguió Breuer– adelantarme a sus objeciones. Como acaba de manifestar, la tensión es tan intrínseca a su trabajo y a su misión que, aunque fuera posible extirparla, usted no se avendría a un procedimiento para hacerlo. ¿Estoy en lo cierto? –Nietzsche asintió. A Breuer le animó ver un atisbo de curiosidad en su mirada. "¡Bien! El profesor cree que ha pronunciado la última palabra sobre la tensión. Se sorprende al ver que arrastro su cadáver"–. Pero la experiencia clínica me ha enseñado que existen muchas causas de tensión, causas que pueden estar más allá del conocimiento de la persona que la padece y que requieren un guía objetivo para su aclaración.
–¿Y cuáles son las causas de la tensión, doctor Breuer?
–En un momento dado de nuestra charla, cuando le pedí que expusiera en un diario los acontecimientos relacionados con los ataques de migraña, usted se refirió a hechos importantes y perturbadores de su vida que lo distraían de la tarea de escribir un diario. Supongo que estos hechos (debe usted explicitarlos) son una fuente de tensión que podría aliviarse mediante la expresión oral.
–Ya he resuelto estas distracciones, doctor Breuer –dijo Nietzsche con decisión.
Pero Breuer insistió.
–Estoy seguro de que hay otras tensiones. Por ejemplo, el miércoles aludió a una traición reciente. Que, por cierto, debe de haberle causado tensión. Como no hay ser humano que esté libre de esta [angustia], nadie supera el dolor de la amistad rota. O el dolor de la soledad. Para serle franco, profesor Nietzsche, puesto que soy su médico, me concierne el programa diario que describió. ¿Quién puede tolerar tanta soledad? Hace poco acaba de decir que no tiene mujer, hijos ni colegas como si ello probase que ha erradicado la tensión. Pero yo lo veo de otro modo: la soledad extrema no alivia la tensión, sino que constituye la tensión misma. La soledad es el campo de cultivo de la enfermedad.
Nietzsche negó con la cabeza.
–Permítame que disienta, doctor Breuer. Los grandes pensadores siempre eligen su propia compañía, tienen pensamientos independientes, sin ser molestados por el rebaño. Piense en Thoreau, en Spinoza, en hombres de religión como San Jerónimo, San Francisco o Buda.
–No conozco a Thoreau, pero en cuanto al resto, ¿son modelos de salud mental? Además –Breuer esbozó una amplia sonrisa con la esperanza de aligerar la charla–, su argumento debe de estar en grave peligro, ya que recurre a los hombres de religión en busca de apoyo.
A Nietzsche no pareció hacerle gracia.
–Doctor Breuer, le agradezco los esfuerzos que hace por mi bien y también el provecho que he obtenido de esta consulta: la información que me ha brindado sobre la migraña es algo muy valioso para mi. Pero no es aconsejable que ingrese en una clínica. Las largas estancias en balnearios (semanas enteras en Saint–Moritz, en Hex, en Steinabad) no me han servido de nada.
Breuer no se rendía fácilmente.
–Debe comprender, profesor Nietzsche, que nuestro tratamiento en la clínica Lauzon no se asemejaría a una cura en cualquiera de los balnearios europeos. Lamento haber mencionado las aguas de Baden–Baden. Representan la parte más pequeña de lo que puede ofrecer la clínica Lauzon bajo mi supervisión.
–Doctor Breuer, si usted y su clínica estuvieran en otro lugar, podría considerar su propuesta. Quizá en Túnez, en Sicilia, incluso en Rapallo. Pero un invierno en Viena sería fatal para mi sistema nervioso. No creo que pudiera sobrevivir.
Aunque Breuer sabía por Lou Salomé que Nietzsche no había puesto objeciones cuando ella le había propuesto pasar un invierno en Viena con él y Paul Rée, se trataba de una información que no podía utilizar. En cualquier caso, contaba con un argumento mejor.
–Pero, profesor Nietzsche, usted confirma mi argumento. Si lo hospitalizáramos en Cerdeña o en Túnez, donde estaría libre de migrañas durante un mes, no conseguiríamos nada. La investigación médica no se diferencia de la investigación filosófica: ¡hay que correr riesgos! Bajo nuestra supervisión en Lauzon, una migraña no seria causa de alarma, sino una bendición: una mina de información para la causa y tratamiento de su estado. Permítame asegurarle que estaré a su disposición al instante y que de inmediato podré abortar un ataque con ergotamina o nitroglicerina.
Aquí Breuer hizo una pausa. Sabía que su argumento era poderoso. Trató de que no se le reflejase en la cara. Nietzsche tragó saliva antes de responder.
–Su argumento es interesante, doctor Breuer. No obstante, me resulta del todo imposible aceptar su recomendación. Mi objeción a su plan y a su tratamiento se origina en los niveles más profundos y fundamentales. Pero resultan superfluos debido a un obstáculo mundano pero esencial: el dinero. Aun en las mejores circunstancias, mis recursos se verían mermados por un mes de atención médica intensiva. En este momento, me resulta imposible.
–Ay, profesor Nietzsche, ¿no es extraño que haga tantas preguntas acerca de aspectos íntimos de su cuerpo y de su vida, pero que me abstenga, como la mayoría de los médicos, de entrometerme en su intimidad económica?
–Su discreción no era necesaria, doctor Breuer. No tengo inconveniente en hablar de mi economía. El dinero me importa poco, mientras tenga suficiente para continuar con mi trabajo. Llevo una vida sencilla y, aparte de unos pocos libros, no gasto nada, salvo lo que necesito para mi subsistencia. Cuando dimití hace tres años, la universidad me concedió una pequeña pensión. Ese es mi dinero. Carezco de cualquier otra fuente de ingresos; no tengo propiedades patrimoniales ni recibo dinero de ningún mecenas (poderosos enemigos se han encargado de ello), y, como le he dicho, jamás he ganado un céntimo con mis libros. Hace dos años, la universidad de Basilea decidió aumentarme un poco la pensión. Creo que el primer objetivo era que me fuera y el segundo que me mantuviera alejado.
–Introdujo la mano en el interior de la chaqueta y extrajo una carta. Siempre creí que la pensión sería vitalicia. Sin embargo, esta misma mañana Overbeck me ha enviado una carta de mi hermana en que se me dice que la pensión puede estar en peligro.
–¿Cómo es eso, profesor Nietzsche?
–Alguien a quien mi hermana no aprecia en absoluto está calumniándome. Todavía no sé si la acusación es verdadera o si mi hermana, como de costumbre, exagera. Sea como fuere, lo importante es que en este momento no puedo contraer una obligación económica importante.
Breuer se sintió encantado y aliviado ante la objeción de Nietzsche. Se trataba de un obstáculo que podía superarse sin problemas.
–Profesor Nietzsche, creo que tenemos actitudes similares con respecto al dinero. Al igual que usted, nunca le he otorgado una importancia emocional. Sin embargo, por pura casualidad, mi circunstancia difiere de la suya. Si su padre le hubiera dejado propiedades, tendría dinero. Aunque mi padre, un eminente profesor de hebreo, sólo me dejó un pequeño legado, me casó con la heredera de una de las familias judías más ricas de Viena. Ambas familias quedaron satisfechas: una dote abundante a cambio de un científico con un gran potencial. Con esto, profesor Nietzsche, quiero decir que su obstáculo financiero no es tal. La familia de mi mujer, los Altmann, han donado a la clínica Lauzon dos camas que están a mi disposición. De este modo, la clínica no cobraría nada, ni yo tampoco, por mis servicios. Nuestras conversaciones son tan enriquecedoras que me bastan. Así que todo está arreglado. Lo notificaré a la clínica. ¿Concertamos el ingreso para hoy mismo?

NUEVE

Sin embargo, no todo estaba arreglado. Nietzsche permaneció sentado durante largo rato con los ojos cerrados. De repente, los abrió y habló.
–Doctor Breuer, ya le he robado demasiado tiempo. Su oferta es generosa. La recordaré siempre, pero no puedo aceptarla y no la aceptaré. Existen razones más allá de las razones.
Nietzsche había pronunciado estas palabras con decisión, como si no necesitaran más explicaciones. Preparándose para irse, cerró el maletín.
Breuer estaba atónito. La entrevista parecía más una partida de ajedrez que una consulta profesional. Había hecho una jugada, había propuesto un plan al que Nietzsche había contestado de inmediato. Había respondido a las objeciones de Nietzsche, pero sólo para volver a tener que enfrentarse a nuevas objeciones. ¿Nunca acabarían? Pero Breuer, que poseía mucha experiencia en situaciones clínicas que llegaban a un atolladero, recurrió ahora a una táctica que raras veces fallaba.
–Profesor Nietzsche, conviértase en mi asesor por un momento. Imagine, por favor, una situación interesante; quizá pueda ayudarme a entenderla. Tengo un paciente que está muy enfermo desde hace tiempo. Tiene una salud apenas tolerable un día de cada tres o menos. Emprende un largo y arduo viaje para consultar a un médico experto.
Éste realiza su trabajo de forma competente. Examina al paciente y emite un diagnóstico acertado. Entre el paciente y el médico, al parecer, se establece una relación de respeto mutuo. El médico propone entonces un tratamiento global en el que tiene plena confianza. Sin embargo, su paciente no muestra ningún interés, ni siquiera curiosidad, por dicho tratamiento. Por el contrario, lo rechaza al instante y pone un obstáculo tras otro. ¿Puede ayudarme a desvelar este misterio? –Nietzsche abrió los ojos de par en par. Aunque parecía intrigado por la extraña táctica de Breuer, no dijo nada. Breuer insistió–. Tal vez deberíamos empezar por el comienzo de este enigma. ¿Por qué busca la consulta el paciente, si no quiere aceptar un tratamiento?
–Vine a causa de la insistencia de mis amigos.
Breuer se sintió decepcionado al ver que el paciente se negaba a participar en el juego. Aunque Nietzsche escribía con gran ingenio y alababa la risa en sus libros, estaba claro que a Herr Profesor no le gustaba jugar.
–¿Sus amigos de Basilea?
–Si, tanto el profesor Overbeck como su esposa son íntimos amigos míos. También un buen amigo de Génova. No tengo muchos amigos, a causa de mi vida nómada, pero el hecho de que todos me instaran a concertar una visita fue algo notable. Y también lo fue que todos tuvieran el nombre del doctor Breuer en la boca.
Breuer reconoció la hábil mano de Lou Salomé.
–Es muy probable –dijo– que lo que haya originado la preocupación de sus amigos sea la gravedad de su salud.
–O que yo hablara frecuentemente de mi salud en mis cartas.
–Pero que hablara de ello debe de haber sido reflejo de su propia preocupación. ¿Qué otra razón había para decirlo por carta? Seguro que no lo hacia usted para preocuparles ni para ganarse su simpatía.
¡Buena jugada! ¡Jaque al rey! Breuer estaba satisfecho de si mismo. Nietzsche se vio obligado a retroceder.
–El número de amigos que tengo es demasiado reducido para correr el riesgo de perderlos. Pensé que, como prueba de mi amistad, tenía que hacer todo lo posible aliviar su preocupación. De ahí que acudiera a su consulta.
Breuer decidió utilizar su ventaja al máximo. Hizo jugada más audaz.
–¿No se preocupa por usted mismo? ¡Imposible ¡Una incapacitación que le atormenta durante más de doscientos días al año! He atendido a demasiados pacientes en medio de un ataque de migraña para aceptar ahora que usted no concede importancia al dolor.
¡Excelente! Otra columna del tablero que quedaba bloqueada. ¿Adónde movería ahora el oponente?
Al parecer, Nietzsche se dio cuenta de que debía utilizar otras piezas y volvió a concentrarse en el centro del tablero.
–Me han llamado de muchas maneras: filósofo, psicólogo, pagano, agitador, anticristo. Incluso de manera muy poco halagüeña. Pero yo prefiero definirme como científico porque la piedra angular de mi método filosófico, igual que la del método científico, es el escepticismo. Siempre mantengo el escepticismo más riguroso y ahora soy escéptico. No puedo aceptar la exploración psíquica por mucho que lo diga la autoridad médica.
–Pero, profesor Nietzsche, estamos por completo de acuerdo. La única autoridad es la razón y mi recomendación se apoya en la razón. Sostengo sólo dos cosas. En primer lugar, que la tensión puede traducirse en enfermedad (y la observación médica corrobora esta afirmación). En segundo lugar, que hay en su vida una tensión considerable, y me refiero a una tensión distinta de la inherente a su investigación filosófica. Examinemos los hechos juntos. Considere la carta que envió su hermana y cuyo contenido me ha referido usted. Ser calumniado produce sin duda tensión. Y sin querer, usted ha violado nuestro pacto de mutua sinceridad al no mencionar antes a esta persona calumniadora. –En este punto, Breuer decidió hacer una jugada más osada aún: no tenía nada que perder–. Seguramente, también le causa tensión pensar en la posibilidad de perder la pensión, que constituye su único sustento. Y si se trata de una exageración alarmista por parte de su hermana, existe la tensión de tener una hermana capaz de suscitar alarma. –¿Había ido demasiado lejos? Breuer notó que Nietzsche había dejado caer la mano a un lado de la silla y que ahora, con lentitud, la dirigía al asa del maletín. Pero ya no había forma de retroceder. Breuer optó por el jaque mate–. Pero cuento con un soporte todavía más poderoso en que apoyar mi posición. Un libro reciente y muy brillante –extendió la mano y cogió el ejemplar de Humano, demasiado humano–, escrito por un filósofo que, si hay justicia en el mundo, pronto será eminente. Escuche. –Abrió el libro por el pasaje que había descrito a Freud y leyó las partes que le habían interesado–: "La observación psicológica es uno de los recursos mediante los cuales podemos aliviar la carga de la vida". Un par de páginas después, el autor afirma que la observación psicológica es esencial. Oigamos sus palabras: "Ya no se puede seguir evitando a la humanidad el cruel espectáculo del quirófano moral". Un par de páginas después, señala que los errores de los grandes filósofos se originan, por lo general, en una explicación falsa de las acciones y sensaciones humanas, lo que en último extremo produce "la forja de una ética falsa y de monstruos religiosos y mitológicos". –Sin dejar de hablar, Breuer empezó a pasar las páginas del libro–. Podría seguir, pero lo que en definitiva sostiene esta excelente obra es que si queremos entender la fe y la conducta humanas, debemos descartar las convenciones, la mitología y la religión. Sólo entonces, sin prejuicios de ninguna clase, podremos examinar al sujeto humano.
–Estoy familiarizado con ese libro –dijo Nietzsche con firmeza.
–Pero ¿seguirá usted lo que prescribe?
–Dedico mi vida a ello. Pero usted no lo ha leído todo. Hace años que estoy llevando a cabo esa disección psicológica: yo mismo he sido el sujeto de mi propio estudio. Pero no estoy dispuesto a ser sujeto de usted. ¿Se prestaría usted a ser sujeto de otro? Permítame formularle una pregunta directa, doctor Breuer. ¿Cuál es su motivación en este proyecto de tratamiento?
–Usted acude a mí en busca de ayuda. Se la ofrezco. Soy médico. Eso es lo que hago.
–¡Demasiado sencillo! Los dos sabemos que la motivación humana es mucho más compleja y, al mismo tiempo, más primitiva. Vuelvo a preguntarle: ¿cuál es su motivación?
–Es un asunto sencillo, profesor Nietzsche. Ejerzo mi profesión: el zapatero remienda zapatos, el panadero hace pan, el médico cura. Me gano la vida poniendo en práctica mi vocación, y mi vocación es ser útil, aliviar el dolor.
Breuer trataba de transmitir confianza, pero empezaba a sentirse inquieto. No le gustaba la última jugada de Nietzsche.
–No son respuestas satisfactorias, doctor Breuer. Cuando dice que un médico cura, un panadero hace pan, o uno pone en práctica su vocación, no habla de motivos, sino de hábitos. En su respuesta, ha omitido la conciencia, la elección y el interés propio. Prefiero que diga que se gana la vida: por lo menos es algo que puedo entender. Uno lucha para llevarse comida a la boca. Pero usted no me pide dinero.
–Yo podría hacerle la misma pregunta, profesor Nietzsche. Usted dice que no gana nada con su trabajo. Entonces, ¿por qué se dedica a la filosofía? –Breuer intentaba seguir con la ofensiva, pero su ímpetu disminuía.
–Ah, pero hay una diferencia importante entre nosotros. Yo no finjo hacer filosofía por usted, mientras que usted, doctor, finge que su motivación es serme útil, aliviar mi dolor. Eso no tiene nada que ver con la motivación humana. Es parte de una mentalidad de esclavo hábilmente ideada por la propaganda de los sacerdotes. ¡Penetre más en sus motivos! Encontrará que nunca se ha hecho nada enteramente por los demás. Todas las acciones van orientadas hacia uno mismo, todo servicio sirve a uno mismo, todo amor es amor por uno mismo. –Las palabras de Nietzsche brotaban cada vez más deprisa–. ¿Le sorprende mi comentario? Quizá esté pensando en las personas que ama. Profundice más y se dará cuenta de que no las ama: lo que ama es la agradable sensación que produce ese amor en usted. Usted ama el deseo, no a quien desea. Por eso, ¿puedo volver a preguntarle por qué quiere atenderme? –la voz de Nietzsche se tornó severa–, ¿cuales son sus motivos? –Breuer se sentía mareado. Contuvo su primer impulso: comentar lo desagradable y burda que le parecía la formulación de Nietzsche y, de ese modo, dar por terminado el molesto caso del profesor. Por un instante imaginó la espalda de Nietzsche saliendo del consultorio. ¡Dios mío, qué alivio! Por fin libre de aquel asunto triste y frustrante. Sin embargo, le entristecía pensar que no volvería a ver a Nietzsche. Se sentía atraído por aquel hombre. Pero ¿por qué? ¿Cuáles eran, en realidad, sus motivos? Volvió a pensar en las partidas de ajedrez con su padre. Siempre había cometido el mismo error: se concentraba demasiado en el ataque, lo forzaba más allá de las propias líneas y descuidaba la defensa hasta que, de pronto, la reina de su padre le atacaba por detrás y amenazaba con el jaque mate. Apartó de su mente la imagen. pero sin dejar de tomar nota de su significado: nunca más subestimaría al profesor Nietzsche–. Se lo repito, doctor Breuer, ¿cuáles son sus motivos?
Breuer recapacitó antes de contestar. ¿Cuáles eran? Se maravilló por la forma en que su mente se resistía a la pregunta de Nietzsche. Se obligó a concentrarse. ¿Cuándo había empezado su deseo de ayudar a Nietzsche? En Venecia, por supuesto, hechizado por la belleza de Lou Salomé. Le había fascinado hasta tal extremo que había accedido de inmediato a ayudar a su amigo. Emprender la cura del profesor Nietzsche no sólo le había permitido una relación continua con ella, sino la oportunidad de elevarse ante sus ojos. Además, estaba el vínculo con Wagner. Pero había un conflicto por medio, desde luego: Breuer amaba la música de Wagner, pero no podía decir lo mismo del antisemitismo. Con el transcurso de las semanas, Lou Salomé se había ido debilitando en su mente. Había dejado de ser la razón de su compromiso con Nietzsche. No, sabía que estaba intrigado por el desafío intelectual que representaba aquel hombre. Hasta Frau Becker había dicho que ningún otro médico de Viena habría aceptado a un paciente así.
Por otra parte, estaba Freud. Después de haberle planteado a Nietzsche como un caso de aprendizaje, quedaría como un necio ante su amigo si el profesor rechazaba su ayuda. ¿O era que deseaba estar cerca de la grandeza? Tal vez Lou Salomé estuviera en lo cierto al decir que Nietzsche representaba el futuro de la filosofía alemana; los libros que había escrito tenían la impronta del genio. Breuer sabia que ninguno de aquellos motivos le parecerían importantes a Nietzsche hombre, a la persona de carne y hueso que estaba sentada ante él. Y tenía que seguir callado, no podía confesarle su contacto con Lou Salomé, su ilusión por arriesgarse donde otros médicos no se habían atrevido a llegar y su deseo de recibir el toque de la grandeza. Quizá, reconoció Breuer a regañadientes, las desagradables teorías de Nietzsche sobre la motivación tuvieran su mérito. Aun así, no tenía intención de ser cómplice del escandaloso desafío de su paciente. Sin embargo, ¿cómo responder a la irritante e inconveniente pregunta de Nietzsche?
–¿Mis motivos? ¿Quién puede contestar a semejante pregunta? Los motivos existen a diferentes niveles. ¿Quién decreta que sólo el primero, el de los motivos animales, es el que cuenta? No, no. Veo que está preparado para repetir la pregunta. Permítame contestar al espíritu de su interrogación. Mi formación médica duró diez años. ¿Tengo que desperdiciarlos porque ya no necesite el dinero? Ejercer la medicina es mi manera de justificar el esfuerzo de esos primeros años, una forma de dar consistencia y valor a mi vida. Y de darle sentido. ¿Tendría que pasarme el día entero sentado y contando mi dinero? ¿Lo haría usted? Estoy seguro de que no. Además, existe otro motivo. Disfruto con el estimulo intelectual que me proporcionan los contactos con usted.
–Por lo menos, esos motivos tienen el aroma de la sinceridad –concedió Nietzsche.
–Y se me acaba de ocurrir otro. Me gusta esa frase de granito: "Llega a ser quien eres". ¿Qué sucede si quien soy o quien estoy destinado a ser es alguien que ayuda a los demás, que hace una contribución a la ciencia médica y al alivio del sufrimiento? –Breuer se sintió mucho mejor. Estaba recuperando la compostura. "Quizá haya polemizado demasiado. Tengo que ser más conciliador"–. He aquí otro motivo. Digamos (y creo que es así) que su destino es ser un gran filósofo. De este modo, mi tratamiento no sólo ayudará a su bienestar físico, sino que contribuirá a que llegue a ser quien de verdad es.
–Y si, como dice, estoy destinado a ser un gran filósofo, usted, que será mi salvador, llegará a ser aún más grande –exclamó Nietzsche, como si supiera que acababa de dar el golpe de gracia.
–¡No! ¡Yo no he dicho eso! –La paciencia de Breuer, generalmente inagotable en su tarea profesional, empezaba a hacerse trizas–. Soy médico de muchas personas eminentes en su campo, de los mejores científicos, pintores y músicos de Viena. ¿Me hace eso más grande que ellos? Nadie sabe que los trato.
–Pero me lo acaba de decir y ahora utiliza el prestigio de estas personalidades para aumentar su autoridad ante mí.
–Profesor Nietzsche, no puedo creer lo que estoy oyendo. ¿De veras cree que si cumple usted su destino iré por ahí proclamando que fui yo, Josef Breuer, quien lo creó?
–¿Cree usted que esas cosas no pasan?
Breuer trató de serenarse. "Cuidado, Josef, no pierdas la paciencia. Considera las cosas desde su punto de vista. Trata de entender la causa de su desconfianza."
–Profesor Nietzsche, sé que le han traicionado en el pasado y que, por lo tanto, está justificado que crea que le pueden traicionar en el futuro. No obstante, tiene mi palabra de que eso no sucederá en este caso. Le prometo que no mencionaré su nombre. Tampoco aparecerá usted en archivos clínicos. Inventaremos un seudónimo para usted.
–No se trata de lo que usted pueda decir a otros. En ese sentido, acepto su palabra. Lo que importa es lo que usted se dirá a si mismo y lo que yo me diré a mi mismo. En todo lo que me ha dicho acerca de sus motivos, y a pesar de sus constantes afirmaciones de servicio y de alivio del sufrimiento, no ha habido, en realidad, nada sobre mí. Así debería ser. Usted me utilizará en su propio provecho: eso también es lo que cabe esperar, es lo natural. Pero usted no se da cuenta de que seré utilizado por usted. La lástima que siente por mí, su caridad, su empatía, sus técnicas para ayudarme, para manejarme: todo eso le fortalece a expensas de mi fortaleza. No soy lo bastante rico para permitirme el lujo de su ayuda.
"Este hombre es insufrible; para todo hace aflorar lo peor, los motivos peores, los más bajos", pensó Breuer, que vio que desaparecían los pocos vestigios de objetividad clínica que le quedaban. Ya no podía seguir conteniendo sus sentimientos.
–Profesor Nietzsche, permítame hablar con franqueza. He encontrado mérito en muchos de sus argumentos, pero esta última afirmación, esta fantasía acerca de mi deseo de debilitarlo, de mi poder sobre usted, es un verdadero disparate. –Breuer advirtió que la mano de Nietzsche se acercaba al asa del maletín, pero no podía detenerse–. ¿No se da cuenta? He aquí un ejemplo perfecto de por qué usted no puede examinar su propia psique. ¡Su visión está nublada!
–Vio que Nietzsche cogía el maletín y se disponía a partir. Sin embargo, continuó hablando–. Debido a sus desafortunados problemas con sus amistades, comete usted unas equivocaciones disparatadas. –Nietzsche se estaba abrochando el abrigo, pero Breuer no podía contenerse, no podía callarse–. Usted supone que sus propias actitudes son universales y entonces trata de extender a toda la humanidad lo que no puede comprender de usted mismo. –La mano de Nietzsche estaba ya en el tirador de la puerta.
–Siento interrumpirle, doctor Breuer, pero tengo que comprar el billete para volver esta tarde a Basilea. ¿Puedo volver dentro de dos horas para pagar la cuenta y recoger mis libros? Le dejaré una dirección para que me envíe el informe de la consulta. –Hizo una rígida reverencia y dio media vuelta. Breuer hizo una mueca al verlo salir del consultorio.

DIEZ

Breuer no se movió cuando se cerró la puerta, y seguía petrificado ante su escritorio cuando Frau Becker entró de forma apresurada.
–¿Qué ha pasado, doctor Breuer? El profesor Nietzsche ha salido corriendo del consultorio y ha musitado que volvería pronto a pagar la cuenta y a buscar sus libros.
–No sé cómo, pero esta mañana lo he echado todo a perder –dijo Breuer y en pocas palabras le relató los acontecimientos de su última hora con Nietzsche–. Cuando, al final, se ha levantado para irse, yo casi le estaba gritando.
–La culpa la tiene ese hombre. Un enfermo acude a su consulta en busca de ayuda, usted se esfuerza por ayudarle pero él le discute todo lo que le dice. El último médico para el que trabajé, el doctor Ulrich, lo habría echado mucho antes, se lo juro.
–Ese hombre necesita ayuda pronto. –Breuer se puso de pie y, dirigiéndose al balcón, habló en voz baja, casi para si–. Pero es demasiado orgulloso para aceptarla. Sin embargo, este orgullo es parte de su enfermedad, como si fuera un órgano enfermo de su cuerpo. ¡He sido un estúpido al levantarle la voz! Debería haber hallado una forma de acercarme a él, de atraerlo a él y a su orgullo, para que aceptara un tratamiento.
–Si es demasiado orgulloso para aceptar ayuda, ¿cómo podría usted tratarlo? ¿De noche, mientras duerme?
–No obtuvo respuesta de Breuer, que permaneció mirando por el balcón, balanceándose hacia atrás y hacia delante, lleno de autorrecriminación. Frau Becker volvió a intentarlo. ¿Recuerda, hace un par de meses, su intento de ayudar a esa anciana, Frau Kohl, la que tenía miedo de salir de su habitación?
Breuer asintió, todavía dando la espalda a Frau Becker.
–Si, lo recuerdo.
–Y después ella, de repente, interrumpió el tratamiento, en el momento en que ya era capaz de andar hasta otra habitación si usted la llevaba de la mano. Cuando usted me lo contó, le dije que debía de sentirse muy frustrado por el hecho de que ella hubiera abandonado cuando usted estaba a punto de curarla del todo.
Breuer asintió, impaciente; no entendía qué tenía aquello que ver con el presente caso.
–¿Y?
–Entonces usted dijo algo muy acertado. Dijo que la vida es larga y que hay pacientes que tienen tratamientos largos. Dijo que podían aprender algo de un médico, llevarlo dentro de la cabeza y, en algún momento del futuro, estar preparados para hacer algo más. Y que, mientras tanto, usted había desempeñado el papel para el que ella estaba preparada.
–¿Y? –volvió preguntar Breuer.
–Pues que tal vez suceda lo mismo con el profesor Nietzsche. Puede que oiga sus palabras cuando esté preparado, en algún momento del futuro.
Breuer se volvió para mirar a Frau Becker. Estaba conmovido por lo que acababa de decir. No tanto por el contenido, pues dudaba de que algo de lo sucedido en el consultorio pudiera resultar de utilidad para Nietzsche, cuanto por lo que aquella mujer había intentado hacer. A diferencia de Nietzsche, cuando él sufría daba la bienvenida a la ayuda.
–Espero que tenga razón, Frau Becker. Y gracias por tratar de darme ánimos: ése es un nuevo papel para usted. Unos cuantos pacientes más como Nietzsche, y será toda una experta. ¿A quién recibiremos esta tarde? Necesito algo más sencillo, una tuberculosis o un ataque cardiaco congestivo.
Horas después, Breuer presidía la cena familiar del viernes. Además de sus tres hijos mayores, Robert, Bertha y Margarethe (Louis ya había servido la cena a Johannes y a Dora), estaban presentes las tres hermanas de Mathilde, Hanna, Minna (ambas solteras) y Rachel; el marido de esta última, Max, y sus tres hijos; los padres de Matilde y una tía viuda, de cierta edad. Freud, a quien habían invitado, no estaba presente: acababa de mandar un mensaje anunciando que tenía que atender a seis nuevos pacientes admitidos a última hora en el hospital y que, por lo tanto, tendría que cenar allí solo. Breuer recibió la noticia con decepción. Turbado aún por la partida de Nietzsche, había estado esperando aquella ocasión para discutir el asunto con su joven amigo.
Si bien Breuer, Mathilde y todas sus hermanas eran judíos que sólo observaban las tres fiestas fundamentales de su religión, permanecieron en respetuoso silencio mientras Aarón, el padre de Mathilde, y Max –los dos judíos practicantes de la familia– entonaban las oraciones por el pan y el vino. Los Breuer no observaban ninguna restricción alimenticia, pero aquella noche Mathilde no sirvió carne de cerdo por respeto a Aarón. En realidad, a Breuer le gustaba el cerdo y a menudo comía cerdo al horno con ciruelas, que era su plato favorito. Además, tanto a Breuer como a Freud les gustaban las jugosas salchichas que se vendían en el Prater. Mientras paseaban, nunca dejaban de comer salchichas.
La comida de aquella noche, como era tradicional en las comidas de Mathilde, empezó con sopa caliente –una sopa espesa de cebada y alubias–, a la que siguió una gran fuente de zanahorias y cebollas asadas. El plato principal consistía en un suculento ganso relleno de coles de Bruselas.
Cuando se sirvió el crujiente pastel de hojaldre con cerezas y canela, recién sacado del horno, Breuer y Max cogieron sus respectivos platos y se dirigieron al estudio de Breuer. Hacia quince años que seguían el mismo ritual: después de la cena de los viernes, se trasladaban al estudio con el postre y jugaban al ajedrez.
Josef conocía a Max desde la época de la universidad, mucho antes de que ambos se casaran con las hermanas Altmann, pero, de no haberse convertido en cuñados, no habrían seguido siendo amigos. Si bien admiraba la inteligencia de Max, su habilidad como cirujano y su virtuosismo ajedrecístico, a Breuer le disgustaban la limitada mentalidad de secta y el materialismo vulgar de su cuñado. En ocasiones, incluso le disgustaba mirarlo: no sólo era feo –calvo, de piel manchada y morbosa obesidad–, sino que su apariencia era la de un viejo. Breuer trataba de olvidar que él y Max tenían la misma edad.
Bien, esa noche no habría ajedrez. Breuer dijo a Max que estaba demasiado nervioso y que prefería charlar. Él y Max raras veces sostenían conversaciones íntimas, pero, aparte de Freud, Breuer no tenía ningún otro confidente masculino. De hecho, desde la partida de Eva Berger, su enfermera anterior, no tenía ningún confidente. Aunque tenía dudas acerca de la sensibilidad de Max, se embarcó de lleno en su relato y, durante veinte minutos habló de Nietzsche (a quien, por supuesto, llamaba Herr Müller) y lo explicó todo, incluso el encuentro con Lou Salomé en Venecia.
–Pero Josef –empezó diciendo Max con un tono irritado–, ¿por qué te culpas? ¿Quién trataría a un hombre como ése? ¡Está loco, eso es todo! Cuando no soporte los dolores de cabeza, volverá a tí arrastrándose.
–Tú no lo entiendes, Max. Parte de su enfermedad es no querer aceptar ayuda. Es casi paranoico: sospecha lo peor de todo el mundo.
–Josef, Viena está llena de pacientes. Tú y yo podríamos trabajar ciento cincuenta horas por semana y aun así tendríamos que enviar pacientes a otros médicos. ¿No es cierto? –Breuer no respondió–. ¿No es cierto? –volvió a preguntar Max.
–No se trata de eso, Max.
–Se trata de eso, Josef. Los pacientes llaman a tu puerta para ser recibidos y tú suplicas a uno –que te permita ayudarlo. ¡No tiene sentido! ¿Por qué suplicas? –Max buscó una botella y dos vasos–¿Un poco de slivovitz?
Breuer asintió y Max sirvió la bebida. A pesar de que la fortuna de los Altmann se fundaba en la venta de vinos, el único alcohol que bebían cuando jugaban al ajedrez era un vasito de slivovitz.
–Escúchame, Max. Supón que tienes un paciente con... Max, no me estás escuchando. Tienes la cabeza en otra parte.
–Te estoy escuchando, sí –insistió Max.
–Supón que tienes un paciente con inflamación prostática y una uretra obstruida por completo –prosiguió Breuer–. Tu paciente tiene retención urinaria, su presión renal retrógrada aumenta, sufre envenenamiento urémico y, sin embargo, se niega a que lo ayudes. ¿Por qué? Quizá tenga demencia senil. Puede que le aterroricen más tus instrumentos, tus catéteres y los ruidos que haces con las bandejas de acero que la uremia. Tal vez sea un psicótico y crea que vas a castrarlo. Entonces, ¿qué? ¿Qué harías?
–En veinte años de práctica –respondió Max–, jamás me ha ocurrido nada así.
–Pero podría suceder. Utilizo este ejemplo para dar consistencia a mi argumento. Si sucediera, ¿qué harías?
–La decisión debe tomarla su familia, no yo.
–Venga, Max, estás evitando la pregunta. Supón que no haya familia.
–¿Qué sé yo? Lo que hacen en los asilos. Lo ataría, lo anestesiaría, le pondría catéteres, trataría de dilatarle la uretra con sondas.
–¿Todos los días? ¿Lo atarías para ponerle catéteres? ¡Vamos, Max, lo matarías en una semana! No, lo que harías seria tratar de cambiar su actitud hacia ti y hacia el tratamiento. Lo mismo que cuando atiendes a niños. ¿Hay algún niño que quiera tratarse?
Max pasó por alto el argumento de Breuer.
–Y dices que quieres hospitalizarlo y hablar con él todos los días. ¡Josef, piensa en el tiempo que eso llevaría! ¿Puede pagarlo? –Cuando Breuer habló de la pobreza del paciente y de su intención de utilizar la cama donada por la familia y de tratarlo gratis, aumentó la consternación de Max–. ¡Me preocupas, Josef Seré sincero contigo. Estoy muy preocupado por ti. Porque una guapa rusa a quien no conoces se acerca para hablarte, quieres tratar a un loco que no quiere que lo traten por una enfermedad que niega tener. Y ahora dices que quieres hacerlo gratis. Dime –dijo Max, señalándole con el dedo–, ¿quién está más loco, tú o él?
–Te diré lo que es una locura, Max. ¡Es una locura sacar a colación el dinero! Los intereses de la dote de Mathilde se siguen acumulando en el banco. Y más adelante, cuando obtengamos nuestra parte de la herencia Altmann, tú y yo nadaremos en dinero. No puedo ni siquiera empezar a gastar todo el dinero que ingresamos ahora, y sé que tú tienes mas dinero que yo. Entonces, ¿para qué hablar de dinero? ¿De qué sirve preocuparse por si tal o cual paciente puede pagarme? A veces, Max, no puedes ver más allá del dinero.
–Está bien, olvida el dinero. Tal vez tengas razón. A veces no sé por qué trabajo o por qué cobro. Pero, gracias a Dios, nadie nos oye: ¡pensarían que estamos locos! ¿No vas a comerte el resto del pastel?
Breuer negó con la cabeza. Max se sirvió la parte de Breuer.
–Pero, Josef, esto no es medicina. Este paciente al que tratas... ¿qué tiene? ¿Cuál es el diagnóstico? ¿Cáncer de orgullo? Esa muchacha, Pappenheim, a quien le daba miedo beber agua, ¿no era la que de pronto no podía hablar en alemán y sólo hablaba en inglés? ¿La que cada día presentaba una nueva forma de parálisis? ¿Y ese joven que creía ser el hijo del emperador? ¿Y esa señora a quien le daba miedo salir de su habitación? ¡Locura! ¡Tú no recibiste la mejor formación de Viena para acabar trabajando con locos! –Después de comerse de un solo bocado, como un mamut, todo el pastel de Breuer y de tomar un segundo vasito de slivovitz, Max siguió hablando–. Eres el médico que mejor diagnostica en toda Viena. Nadie en esta ciudad sabe más que tú de enfermedades respiratorias o sobre el equilibrio. Todo el mundo conoce tus investigaciones. Escúchame bien: algún día tendrán que invitarte a formar parte de la Academia Nacional. Si no fueras judío, hoy serías catedrático: todo el mundo lo sabe. Pero si sigues tratando a locos, ¿qué sucederá con tu reputación? Los antisemitas dirán: ¿Lo veis? –Max atravesó el aire con el índice, como si fuera una espada–. Por eso. Por eso no es catedrático de medicina. No está capacitado. No es competente.
–Max, juguemos al ajedrez. –Breuer abrió la caja de ajedrez y colocó las piezas en el tablero con firmeza–. Te digo que quiero hablar contigo porque estoy molesto y mira cómo me ayudas. Estoy loco, mis pacientes están locos y debería echarlos a todos. Estoy estropeando mi reputación, debería amontonar florines que no necesito...
–¡No, no! ¡He retirado ya lo del dinero!
–¿Eso es ayudar? No escuchas lo que te pido.
–¿Qué es lo que me pides? Dímelo de nuevo. Escucharé mejor. –La cara de Max se puso seria.
–Hoy he recibido en mi consultorio a un hombre que necesita ayuda, a un hombre que sufre, y no he manejado bien el caso. No puedo cambiar la situación con este paciente ahora, Max. Se acabó. Pero tengo pacientes neuróticos y tengo que entender cómo hay que proceder con ellos. Es un campo nuevo por completo. No hay manuales que me ayuden. Hay miles de pacientes que necesitan ayuda, pero nadie sabe cómo ayudarlos.
–Yo no sé nada de eso, Josef. Trabajas cada vez más con el cerebro y el pensamiento. Yo estoy en el extremo opuesto, yo... –Max rió entre dientes–. De los orificios por los que hablo a mis pacientes no sale ninguna respuesta. Sin embargo, puedo decirte algo: tengo la impresión de que has estado compitiendo con ese profesor, del mismo modo que lo hacías con Brentano en el curso de filosofía. ¿Recuerdas el día que te habló con brusquedad? ¡Han pasado veinte años y lo recuerdo como si fuera ayer! Te dijo: "Herr Breuer, ,por qué no trata de aprender lo que puedo enseñarle, en lugar de demostrar lo mucho que no sé?". –Breuer asintió con la cabeza y Max siguió hablando–. Pues bien, esta consulta me suena igual. Incluso el ardid de intentar atrapar a 

2 comentarios:

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